Yunier Riquenes y las exhumaciones diarias
Después del último desentierro, casi al anochecer, el exhumador de poemas cierra las puertas de la casa e intenta ponerle cerrojos a las otras, las del alma… Después del último desentierro, el exhumador de poemas se queda desnudo, como si los muertos lo exigieran así para estar bien separados de los vivos. Bien delimitados los territorios y los cuerpos. El exhumador —que, al mismo tiempo, es el doliente de otros tantos enterramientos, el que acumula pérdidas como noches ha sentido pasar por su cuerpo— se zambulle en la caja de agua clara y se desprende de los hombres sembrados, del llanto de los hombres por sembrar y del olor de las flores y los huesos. Un olor que es dolor y viceversa. Esa caja de agua es también un espejo y en él, al adentrarse como en una bóveda, se reflejan los cuerpos anhelantes y los dolores se tornan ramificaciones, pues “en el espejo se mira el espejo, que contiene una multitud de espejos reflejantes” (José Lezama Lima). A esa caja de agua vemos entrar al exhumador de poemas, luego de enfrentarse a los diarios rituales de la sobrevivencia e intentar domeñar el lenguaje.
“Cada día resulta más difícil alejarse de los muertos, compartir el pan y el agua con los vivos”, pues cada día nos parecemos más: intercambiamos rostros, máscaras, maquillaje, poseemos similares gestos… Al punto de pensar que no hay muertos ni vivos… El exhumador de poemas lo sabe: conoce que no se puede morir del todo; más bien que “hay un yo más atrás de las aguas y el cuerpo que persigue encontrar la salida de los cementerios, de los fantasmas que me rodean y de la casa”; y que ese yo —desencantado y también lujurioso— puede ser un yo poético. Él sabe que quien come del fruto del conocimiento es siempre expulsado de algún paraíso.
Yunier Riquenes García, como el exhumador de poemas, intuye que los versos —como los que integran Exhumaciones, poemario con el sello de Letras Cubanas, 2019— son un cuerpo y que duelen: lastima fraguarlos a martillazos/laceraciones “en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte” (Vallejo), como duele naufragar a orillas del cuerpo deseado, del objeto del placer prohibido. Él prefiere preguntarse si ves las luces a lo lejos o si la mala hierba te ha rozado la cara, pues solo quiere saber la distancia más cerca entre dos puntos, la verdadera, no la más recta.
“…esa descomposición le permite adentrarse, con la mirada perspicaz y entrenada en las ceremonias del vivir, en las profundidades de lo intangible, en la naturaleza esquiva de una sociedad que muchas veces reniega de los poetas, pero necesita siempre al exhumador”.
El exhumador de poemas sabe que “el poema, como otro cuerpo más, se descompone” (Damaris Calderón) y que esa descomposición le permite adentrarse, con la mirada perspicaz y entrenada en las ceremonias del vivir, en las profundidades de lo intangible, en la naturaleza esquiva de una sociedad que muchas veces reniega de los poetas, pero necesita siempre al exhumador. Así sobrevive y así observa a los demás subsistir en la lenta rutina de los días: conoce sus rituales, incluso ha sido partícipe de ellos; se sumerge en la vorágine citadina aunque añore el campo, el primer hogar, al que sabe no volverá, al menos no del todo, no como cuando salió de allí, porque uno no debe volver a los lugares donde ha sido feliz (Delfín Prats). Él lo sabe, por eso ha creado otra coraza, se ha apertrechado de otros cuerpos y otras voces, aunque para ello deba “conservar la memoria, la palabra precisa y el momento oportuno”.
El exhumador de poemas observa, vive y escribe… No tiene miedo, ha abierto los ojos al día y no los volverá a cerrar, pues “es preciso olvidar, desterrarlo todo, desterrarse”. En cambio va a la mar… ¿Qué exhuma cada cual? ¿Qué desprender y lanzar al vacío? El exhumador de poemas huye desaforado de la tentación, pero la sabe cerca, respirándole al oído… No puede, mientras lo miran fijamente, ignorar la sonrisa y el encanto de los muchachos pálidos expandiéndose por las avenidas. Su escritura se torna corporal, al mismo tiempo que “aborda lo social desde una perspectiva original y humanísima”. Vemos al exhumador de poemas salir de su caja de agua, caja circular que sabemos trasmuta en espejos y que bien puede ser el brocal de un pozo (el pozo de la infancia)… Lo vemos salir del círculo, llorar un poco —aunque de niño aprendió a perderle el miedo a los filos— y escribir. Escribir. Cada escritura es también un acto de exhumación. Un acto de sobrevida por uno y los demás. El exhumador de poemas escribe y realiza los desenterramientos diarios, mientras lo rodea un olor que es dolor y viceversa.