Yo tengo un motor que camina pa’lante
Yo tengo un motor que camina pa’tras. Solo que, buen equipo al fin, todavía admite reparaciones. Durante décadas hemos visto, en el desempeño económico de nuestro país, esa paradoja de que cada paso adelante se acompaña de otro, u otros pasos atrás. La contingencia política es el combustible que anima —y a veces hasta detiene— esa dinámica torcida. Muchas circunstancias cambiantes, como los precios en el mercado mundial, que abaratan nuestras exportaciones y encarecen las manufacturas y paquetes tecnológicos de las importaciones, influyeron notablemente en la marcha atrás (solo un ejemplo) de la industria azucarera cubana.
Situados en ese terreno, muy pocos objetan que lo que se llamó “redimensionamiento de la industria azucarera” acabó siendo más bien un desmantelamiento. Devino una especie de Big Crunch que no solo puso en coma una industria, no por obsoleta ineficiente, sino también una cultura del trabajo al amparo de la cual discurría un amplio catálogo de costumbres derivadas de la operación de aquellos añejos tándems. Si algo sabíamos hacer bien en Cuba, era azúcar, que merecía un mejor destino para superar la contingencia de sus inviables costos, asociados más a la debacle agrícola que a la industrial.
“Durante décadas hemos visto, en el desempeño económico de nuestro país, esa paradoja de que cada paso adelante se acompaña de otro, u otros pasos atrás. La contingencia política es el combustible que anima —y a veces hasta detiene— esa dinámica torcida”.
No solo aquella industria; también una parte no despreciable de los hermosos y ambiciosos proyectos económicos de la Revolución (reforma agraria, reforma urbana, planes ganaderos, diversificación industrial, microbrigadas para la construcción de viviendas, revolución energética…) que, con sus más y sus menos, mostraron resultados altamente satisfactorios o alentadores, se fueron enrareciendo por dinámicas cambiantes y sustituyendo por otros que, pese a perseguir los mismos objetivos al amparo en los mismos principios, revirtieron algunas esencias y no han mostrado los mismos dividendos. Algunos de aquellos emblemáticos programas fueron desapareciendo de la agenda pública y languidecieron hasta la agonía o muerte natural por silencio. Los nuevos, sobre todo los asociados a la propiedad sobre los medios de producción y a las onerosas liberalizaciones de mercado, aún deberán demostrar su validez tras consumir un período de ajustes portador de males sociales de difícil reversibilidad.
Si el motor de nuestros programas económico-sociales camina pa’lante y, tras algunos años de buena carrera, lo hace pa’tras, ello no implica, necesariamente, cancelación dolosa de los grandes sueños fundacionales de la Revolución, sino todo lo contrario: los cambios de tácticas para no incurrir en pérdidas mayores obligaron a giros ejecutivos, unas veces más radicales, otras menos, que pusieron a dormitar, en gavetas del archivo pasivo hasta el día de la vendimia, metas y objetivos conceptualmente imprescindibles. Preservar a toda costa los logros sociales y la voluntad justiciera ha obligado en varios momentos a subordinar lo económico a lo social. Hoy casi que estamos ante lo opuesto. Y así andamos, en un sentido u otro, durante décadas, siempre corrigiendo la ruta, pero con la mirada fija en la epifanía de una sociedad justa y próspera.
Solo una constante (también variable) ha obligado a nuestro motor a activar la indeseada marcha atrás. La persistencia del bloqueo de más de sesenta años que nos vienen imponiendo los sucesivos gobiernos de Estados Unidos ha estado presente en todas las idas y vueltas generadoras de los desmontajes de esfuerzos estratégicos de la Revolución. Variable solo para endurecerse en la persistente incorporación de medidas draconianas cada vez más severas, esa estrategia de sometimiento opera rigurosamente aceitada con el fervoroso objetivo de arruinar, como corolario de oro, el capital simbólico del proceso descolonizador y altruista de la Revolución cubana.
“La persistencia del bloqueo de más de sesenta años (…) ha estado presente en todas las idas y vueltas generadoras de los desmontajes de esfuerzos estratégicos de la Revolución”.
Si un buen día concebimos que el turismo sería capaz de sustituir a la industria azucarera como principal fuente de divisas, fue también porque no era un sueño irrealizable. La voluntad de cambiar en todo lo que fuera necesario llevó a la dirección del país a buscar ingresos líquidos, inmediatos y con una rentabilidad que la vieja industria azucarera ya no aportaba. Y ese resultado se concretó: la economía creció, el bienestar del pueblo también y solo dos circunstancias generaron, esta vez con fuego más intenso, su abrupta evaporación: la pandemia de COVID-19 y el implacable bloqueo. Apenas unas medidas en la administración Obama y se demostró cuánto podíamos crecer con esa “industria”. Al llegar la era Trump-Biden, retrocedimos hasta puntos insospechados.
No solo de la anterior circunstancia se derivan algunos de los indeseables ajustes actuales. Nuestros errores hicieron lo suyo, pero quien sea justo debe razonar sabiendo que nuestro país, de pronto, a inicios de la década de 1990 se vio obligado a persistir en su proyecto emancipador al amparo de un modelo económico desahuciado por sus pioneros. La inoperancia del viejo modo de producción socialista jugó en aquellos días un papel decisivo en la catástrofe política que provocó la involución del socialismo al capitalismo en lo que un día fue un extenso bloque de países.
Nos impusimos de manera consciente la aventura experimental de persistir en una sociedad socialista basada en la justicia distributiva a la vez que se derivaba a una economía obligada a una productividad solo alcanzada bajo el sistema de propiedad privada y las leyes del mercado. Dicho de un modo grueso, debimos atemperar nuestra gestión a principios económicos de esencia capitalista. Está muy claro que el propietario de un negocio se desempeña, lo queramos o no, bajo los dictados de la ley de obtención de la plusvalía (d-m-d’) y solo en algunas ocasiones lo motiva el altruismo de prestar un servicio social como retribución a los que el estado mantiene para beneficio de todos.
La imparable escalada de precios, las huelgas solapadas, de brazos caídos o a careta quitada que con dolor hemos visto en los últimos tiempos, emanan de esa contradicción. Y a todo ello se le debe sumar la vesania de los operadores mediáticos de la tendenciosa prensa corporativa que, con mentiras, sofismas y hasta grosería, no cesan en su afán por halar para atrás nuestro motor. Convocan de esa forma a todos los ocupantes de nuestra nave para que suscriban la quiebra de la Revolución, y la píldora se dora con gastadas recetas contentivas de principios universales cuyo derecho de usufructo monopolizan: libertad de expresión (que no practican), derechos humanos (que violan), elecciones democráticas y pluripartidistas (que les sirven para perpetuarse en el poder) y un largo repertorio de etiquetas falsas que intentan disfrazarnos, como colectivos, los bienestares selectivos.
“Si el motor de nuestros programas económico-sociales camina pa’lante y, tras algunos años de buena carrera, lo hace pa’tras, ello no implica, necesariamente, cancelación dolosa de los grandes sueños fundacionales de la Revolución, sino todo lo contrario…”.
En nuestra indetenible marcha hacia la construcción de una sociedad donde el ser humano pueda desarrollar, con equidad, todas sus potencialidades, los retrocesos puntuales y condicionados por coyunturas seguirán dándonos disgustos y preocupaciones. Hemos tenido días de notables avances y días de batirnos en retirada para no tirar la fruta junto con la cáscara, pero la inteligencia y la audacia —sumadas a un inobjetable prestigio ante quienes en el mundo nos acompañan en las luchas descolonizadoras— siempre nos han permitido conservar la dirección correcta.
Y termino con una anécdota de matiz humorístico-dramático. Hace poco menos de una semana me encontré con un viejo amigo militante, muy ocurrente, quien durante todo el que llamamos Período Especial, en los años noventa, me repetía: “Yo seré la primera víctima mortal de este período” (enflaqueció notablemente). Al verlo en su recuperado estado actual lo interpelé con sorna: “Ya veo que no moriste, pero, para ti, ¿cuál Período Especial es peor: este o el de hace treinta años?”. Sin pensarlo mucho me respondió: “Este, porque en los noventa, si tú tenías diez mil pesos y yo cinco, estábamos igual, y hoy, si fuera así, tú podrías comprar un pernil de puerco mientras yo pasaba hambre”. “Pero te veo gordito”, quise seguir pinchándolo. Y me respondió: “Porque entre mi mujer y yo ganamos más de cinco pesos”. Nos despedimos, pero apenas habíamos caminado tres pasos en dirección opuesta, regresó, me tocó el hombro y redondeó su discurso: “Hambre la que pasaron mis abuelos cuando la Reconcentración de Weyler, mis padres cuando Machado, y yo mismo cuando Batista; esto es una minucia”.