Uno
Con esa enérgica frase nos recibió, a mi esposa y a mí, aquella mañana de principios de 2016, cuando nos asomamos a su taller, en el primer piso del Convento de San Francisco de Asís. Queríamos preparar la exposición Acerca de la eternidad, el infinito y todo lo demás, que estaba inspirada en la pieza “La espiral eterna” del Maestro Leo Brouwer y en mi ensayo “La espiral infinita”, e incluía obras visuales abstractas de más de cuarenta artistas cubanos. Desde el inicio, Leo se enamoró del proyecto y propuso preinaugurar el Primer Festival Mundial de Contratenores con esta exposición y una actividad danzaria en la Plaza de San Francisco o “de las palomas”.

—Yo soy Raúl Quiroga—repitió, ya con énfasis menor, aquel ser poseído por una pasión consumidora, de brazos como ramas y manos invencibles, que acababa de tener a su cargo, por esos días, una soberbia exposición de fotografía japonesa.

“Quiroga amaba lo sagrado”.

No hubo que explicarle mucho lo que queríamos hacer: Quiroga entendía perfectamente a los artistas, se entregaba al trabajo tempestuosamente y dominaba el oficio del montaje. La exposición incluía unas cien piezas en total, y él tuvo que montarla y desmontarla en tres ocasiones. Hizo el montaje inicial, con pericia envidiable, ayudado en la museografía por la grabadora Janette Brossard y, en menor medida, por mí, que fui el curador; luego, tuvo que desmontar todo porque venía un ciclón y se trataba de salones abiertos; volvió a montar, por segunda vez; más tarde, sometieron a tratamiento con brea las vigas del techo, y desmontó de nuevo, para volver a montar una tercera, que, transcurridos más de dos meses, volvió a desmontar. Alguien dijo que fue la exhibición más larga…  

Dos

Había una intensidad inusual en su mirada: fuego como de quien le ha perdido el miedo a la muerte. Al respecto, me habló de su experiencia en Angola y de esa inocencia que se pierde y de esa amistad que se gana cuando silban las balas. En momentos solemnes como ese, su voz adquiría un tono marmóreo pero nunca frío. Se prodigaba con los demás, para evaporar su tristeza. Curar a otros era su bálsamo.

“Era humilde, es decir, grande”.

En su taller todo era maravilla: un cuadro de temática religiosa, aguardaba en un rincón ser restaurado; una escultura maltrecha, acogía trémula su mano piadosa; una cartulina blanca pegada en la pared, ostentaba una frase de esas que despiertan; el dibujo que le había regalado un niño, adornaba su mesa de trabajo. Quiroga amaba lo sagrado —no por religioso sino por estar cargado de sentido. Lo vi guardar, durante años, un papelito. Para él, todo estaba vivo y ese animismo lo convertía en un hombre niño. Había llegado a esa majestad del espíritu, que pone, no sin dolor, cada cosa en su lugar y sabe que para ser feliz no hace falta descender al tener sino ascender al ser. Respetaba la verdad y al hombre que la defiende. Carecía de dobleces. Era humilde, es decir, grande.

Una conversación con Quiroga podía volverse oceánica, a tal punto que algunos no daban pie en sus oraciones, que se hacían cada vez más hondas, mecidas por las olas de un espíritu que se balanceaba incesante de un tema a otro. Como Martí, tenía fe en la utilidad de la virtud, que perfecciona al hombre; en el mejoramiento humano, que hace a la obra trascendente; en la vida futura, que recalca el valor de la virtud. Como su maestro Eusebio, de quien hablaba con cariño, creía en la resurrección de las cosas. Por eso su vida parecía dibujar un círculo dorado, como aquel que nos regaló, a mi esposa y a mí, con una imagen de “El Pobrero” a los pies de Jesús.

Tres

En 2017, durante el evento del Noviembre fotográfico, que organiza cada año la Fototeca de Cuba, volvimos a trabajar juntos en la exposición de fotografías de mi esposa, titulada Men at work, realizada en El Café de la calle Amargura, entre Aguacate y Villegas. Lo recuerdo con el ceño fruncido, trepando las escaleras, con el cinto repleto de herramientas, marcando las paredes, poniendo tornillos con expansiones, colgando los cuadros, pidiendo opinión, rectificando, dando al final las gracias por contar una vez más con él. La muestra montada por Quiroga era una garantía.

“Lo recuerdo con el ceño fruncido, trepando las escaleras, con el cinto repleto de herramientas…”

Lo vi por última vez, cuando la pandemia empezaba a aflojar, en la esquina de 15 y D, en El Vedado… Andaba, creo yo, como muchos de nosotros, tratando de imprimirle dignidad a la supervivencia. Quiroga no podía mentir.

Este enero supe de su muerte. Como tantos, sentí el dolor de una amputación espiritual. Y ese dolor que sentimos al perder a un ser querido, es la prueba de que no acabamos en nosotros mismos: formamos parte de una figura mayor, que se resiente, pero es resiliente, como si fuese una ley.

Ya está El Quiro, el amigo de tantos artistas, el restaurador de cachivaches, el loco más sano que he conocido, “el mejor montador del Ejército Libertador”, hecho cenizas en los jardines del Convento de San Francisco de Asís. Ya forma parte del abono ilustre de aquel suelo sagrado que acoge a mucha gente buena. Ya va renaciendo en el universo vegetal que perfuma al caminante. Ya es semilla y raíz, ya es recuerdo y promesa, allí donde, sumida en un silencio broncíneo, medita la Madre Teresa de Calcuta.

Descansa en paz, querido amigo. Estás donde mereces estar porque los muertos como tú no se encierran en urnas para ponerles ofrendas: ¡se siembran en jardines para que den flores!

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