Dejemos algo por sentado: no soy un negrito de zaguán; no tengo entre mis proyectos futuros, o como legado, decir, repetir o aprobar frases como “mande su merced”, ni dejar cuarenta acres y un burro. Para nada. No me criaron así ni me enseñaron a bajar la cabeza ante la afrenta. Soy honrosamente negro de barracón.
Digo esto una vez que intenté entender lo inexplicable: los acontecimientos ocurridos el pasado fin de semana en la ciudad de Holguín. No era uno, como aconteció hace ya un año en la calle 23 de la habanera barriada del Vedado, sino tres hombres —según las imágenes—, blancos ellos, que vestían con honra las túnicas con las insignias del KKK.
“En política, hoy, hablar de ingenuidad es ofender la inteligencia personal y colectiva”.
Cuenta, quien lanza la alerta temprana, que entraron por la intersección de las calles Libertad y Martí. Curioso y simbólico a la vez. Esas calles, en esa ciudad, en cualquier ciudad de Cuba, encierran en sí mismas los sentimientos de respeto y amor a la cubanidad. Por una parte está la inmensa figura de José Martí, ese que en estos tiempos cualquiera se permite citar o apostillarle frases, palabras o discursos que jamás pronunció o llegó a pensar. Pero en su caso, como suele ocurrir con los símbolos, hay quien le atribuye sus propios pensamientos para esconder sus miserias.
Asimismo, Libertad, más que una calle, es otro asunto. Se comienza a ser libre en la medida en que se es justo y probo; así lo definió un ilustre cubano del que hoy no se habla, negro por demás, y que respondía al nombre de Salvador García Agüero, considerado por muchos el mejor orador cubano de todos los tiempos.
Hacer uso de esas dos calles, ya sea por coincidencia o por ingenuidad, se hace sospechoso, si bien en este siglo —el de la globalización, el de las tecnologías de la información y las comunicaciones— la ingenuidad no tiene cabida. Nadie es ingenuo si es capaz de tener y expresar habilidades en el uso de las redes sociales, en intentar abrirse un espacio de cualquier índole para lograr sus objetivos y metas en la vida. En política, hoy, hablar de ingenuidad es ofender la inteligencia personal y colectiva.
Pero hay más en este asunto. Si como se rumora —no me consta, pero no me sorprende—, la puerta de salida de tal hecho provino de una “iniciativa culturosa y economicista” fruto del entusiasmo de un funcionario X de alguna institución estatal (las malas lenguas le llaman Palmares), lo justo, lo correcto, lo ético y la muestra de vergüenza vendrían acompañados de la renuncia en pleno de quien pensó, quien apoyó y quien dirige. No hay de otra.
El contexto de esta historia es más que interesante. Hace semanas en todas las plataformas digitales y en otros espacios como los barrios de muchas ciudades, algunos emprendedores —sobre todo los del sector gastronómico y algunos bares— han promovido la celebración de Halloween. No es un fenómeno nuevo en nuestro contexto social, desde hace al menos un lustro viene pasando, tanto, que recuerdo haber visto en la heladería Coppelia un desfile de disfraces y máscaras alegóricas a tal fiesta.
De acuerdo, ahora volvemos a la libertad. Cada ciudadano, familia y comunidad tiene el derecho y la libertad de celebrar la fiesta que mejor le acomode. Es su derecho. Así nacen y se transmiten las tradiciones; esas que los padres transmiten a sus hijos y que estos defienden bajo cualquier circunstancia. Esas tradiciones viajan en la memoria colectiva y se asientan en aquellos lugares donde el hombre decide vivir, sin importar clima, credo o posicionamiento político e ideológico. Ejemplo de ello son las tradiciones asiáticas que celebran esos pueblos en el lugar del mundo donde estén. Las defienden y se blindan ante la fuerza avasalladora que tienen en esa comunidad donde se establecen una vez que rompen lazos con el continente o la isla donde nacen. Lo mismo ocurre con los mexicanos y el Día de los Muertos; con ciertas tribus amazónicas; con los pueblos de Mesoamérica; y qué decir de los compatriotas que celebran la llegada del año nuevo con yuca, frijoles negros y lechón. Nunca abandonan su vínculo con la tierra, y, aunque resulte curioso, las nuevas generaciones —esas que forman el profundo y nutrido ejército del mestizaje— las abrazan y las combinan con las de la cultura que les rodea; no importa que llamen anacrónicos a sus padres, de alguna forma ellos forman parte de ese asunto.
En nombre de esa libertad, más subjetiva que real, no se tiene el derecho de lucir y agredir a minorías o credos. No es permisible ni sensato ser abanderado de causas que degraden o impliquen ofender la memoria social de esa minoría. Eso es lo que hoy enfrentamos. Sin embargo, nadie llama al asunto tal cual merece: el racismo en Cuba hoy, ahora mismo, gana fuerzas y se expresa de diversas maneras. Viste distintos ropajes y es aplaudido lo mismo en la intimidad que a viva voz en muchos lugares de esta isla. Se expresa de diversas maneras. Sea por posibilidades económicas, laborales, sociales e incluso en algo tan sencillo como los juguetes o mensajes escolares de los niños. En ellos está la primera piedra del edificio del nuevo racismo en Cuba, y muchas veces sus padres y otros familiares son los abanderados.
“El racismo en Cuba hoy, ahora mismo, gana fuerzas y se expresa de diversas maneras”.
Ahora mismo, en las protofiestas de Halloween que se hacen en los barrios habaneros —es la ciudad donde habito—, los niños y adolescentes blancos se comportan y visten de una manera ostentosa, e incluso proyectan una imagen más seudosajona que tropicaliche (mayamera, me acota mi vecino); mientras que el negrito de la esquina ha hecho de tripas corazón para estar a la altura, “como si su color de piel no fuera ya un disfraz que asusta”, según un poema de Aquiles Nazoa.
Pensemos con más luces —desconfiadamente, por supuesto, que pronto alguien promoverá reunirnos y celebrar el Día de Acción de Gracias; nadie debe sorprenderse si a algún trasnochado se le ocurre. Si llegase ese día sé que muchos alzarán su voz avergonzados por la aventura de La Niña, La Pinta y La Santa María, y se inventarán parentesco con algún sobreviviente del Mayflower; cuando lo que realmente ocurrió es que sus parientes vinieron en el Covadonga, polvorientos y con alpargatas.
Con esa celebración vendrá algún pariente que entre sus presentes traerá un par de túnicas más del KKK y alguna que otra bagatela para impresionar en el barrio, en la ciudad, y alzar la voz pidiendo a gritos un negro —que no las gardenias de Raquel Revuelta en Lucía— para sonriente pretender, en nombre de la ingenuidad, dejarle en sus espaldas, conciencia y actitud social, su bosta racial. Esa que simula combatir de dientes para afuera.
No temo a quienes hoy discriminan a los negros en Cuba; una asignatura pendiente que parece no aprobamos en estos tiempos. Tampoco a quienes en nombre de una falsa cultura universal o globalizada tratan de venderme las bondades de ciertas celebraciones como la que hoy nos ocupa (personalmente prefiero el Día de los Fieles Difuntos) y las que faltan.
Vuelvo a mis palabras iniciales: soy el negro ese que no dirá nunca “su merced”, ni aceptará cuarenta acres y un burro. Mi estirpe sabe llamar a la virgen Juana cuando es necesario.