Yo sí creo

Vasily M. P.
22/5/2019

—Papá, ¿es verdad que el Che quería mucho a los niños y que murió por todos nosotros?

El padre mira hacia el suelo sin saber qué responder. “Dime, papá”. Por su mente pasan todos los recuerdos de cuando era estudiante y tenía que repetir frases como esas. “¿Y no es cierto que Fidel también y por eso le construyó un país nuevo con muchas escuelas?”. Ahora su hijo espera una respuesta afirmativa y darla, para él, resulta complicado.

Ernesto Che Guevara. Foto: Internet
 

Los ojos del niño son una puerta abierta hacia la felicidad. Lo miran con curiosidad, limpiamente. Por eso tiene que tragar en seco antes de responderle, bien bajito, como si se acordara de algo que tenía pendiente por hacer, “eso está en tu libro, búscalo”.

Y se levanta para ir en busca de un vaso de agua con que aclararse el sabor de ese mal rato. Para él siempre es una fiesta estar con su hijo de nueve años. Pero el ratico de hacer la tarea, es casi un martirio. Mientras todo sea números y oraciones, no hay problemas. La cosa se enreda cuando lo estudiado contradice sus creencias.

En ese instante, sabe que cualquier respuesta sincera iría en franca contradicción con los intereses educativos de la escuela. Solo traería disgustos para el niño y el resto de la familia. Llamadas desde la dirección y vergüenza tras vergüenza.

Aunque su esposa piensa como él, muchas veces han discutido porque le resulta muy difícil no decir lo primero que le viene a la cabeza cuando las cosas van mal en cualquier lugar, incluso, en la escuela del niño.

Ignora que su hijo ya sabe cómo él “piensa”, y que es capaz hasta de decirlo a sus coterráneos cuando hablan en grupo. Pero de esto no se habla en casa. Es algo que se vuelve complicidad entre uno y otro.

El niño es muy buen estudiante y los maestros no tienen queja de su comportamiento en clase y están al tanto de cómo piensan sus padres.

Hasta en los distintos momentos eleccionarios en la provincia, ha sido seleccionado para custodiar la urna del colegio electoral. Cuando el padre va a votar, no se atreve a mirar a ese alumno, sangre de su sangre, que saluda y dice, “votó”.

Luego en la casa, con su mujer, desata la furia y la vergüenza que hubo de sentir, sobre todo, por las burlas y el choteo de sus amigos en el negocio particular. Después encara a su hijo y le exige que no vuelva a prestarse para eso, y toma represalias. “Yo soy el que trae la comida a esta casa, el que te pone los juguetes para que juegues, así que me respetas”, le grita.

Sus propios padres se ponen furiosos porque le está “enseñando” lo que no debe a su nieto, y varias veces le han dicho que, aunque sea su hijo, no tiene por qué influir negativamente en su manera de pensar y mucho menos, buscarle problemas con la escuela. Pero la cosa no es tan sencilla como parece.

La familia tiene el deber de educar y enseñar a los más pequeños. La escuela les ofrece el conocimiento científico, social, práctico. Enseña, más que educa. Y tiene sus desventajas, también, con respecto a la familia.

Que las dos instituciones se contradigan es algo, quizás, hasta natural, pero no es aconsejable que lo hagan abiertamente. Porque ambas son definitorias en cuanto a la formación de la personalidad del futuro adulto. Por lo mismo, tienen un grado importante de implicación en la deformación de su conducta.

Sabemos que los tres primeros años de vida escolar, el maestro es la figura central de todo el imaginario del infante. Pero en la medida que empieza el cuarto grado, las cosas cambian. El pensamiento crítico florece y no siempre para bien del maestro.

Cuando algún hermano mayor, un primo, o los mismos padres, influyen con sus creencias o su propia explicación del mundo, hacen que el maestro sea desterrado de su pedestal. Como algo espontáneo, el alumno quiere demostrar en clase que sabe algo nuevo, y si contradice lo dicho por el maestro, pues mejor. Y no perderá la oportunidad de demostrar que algo ha aprendido en casa, con su grupo de pertenencia. La lealtad es una característica fundamental de esta edad.

El padre regresa a donde su hijo. Ambos se miran. La voz del infante le resulta tranquila, hermosa, “yo sé que tú no crees en estas cosas, yo no se lo voy a decir a nadie, pero yo sí creo que Fidel quiso mucho a los niños, igual que Martí y el Che”.

Escenas como estas pasan con bastante frecuencia en los hogares avileños. No quisiera verme en el pellejo de ese padre.