Me atrevo a afirmar que soy un privilegiado más allá de mi generación y de aquellos que me precedieron. Tuve la suerte y el placer de escuchar cantar a Marta Valdés antes que se retirara de forma permanente de los escenarios; algo de lo que muy pocos pueden alardear. Fue en dos oportunidades.

La primera vez ocurrió poco tiempo después de haber descubierto el encanto de asistir al Pico Blanco. Recién había cumplido los 17 años. Por ese entonces era “infiltrado” en un grupo de amigos de la infancia que estudiaban música y a los que acompañaba en su aventura de hacerse un nombre en el ambiente musical de los años ochenta. Uno de aquellos amigos, no muy cercano, era el hijo del trovador Ángel Díaz que estudiaba guitarra y tenía patente de corso para acceder a aquel lugar.

Recuerdo que fue un viernes de abril, a mediados de mes. Lo tengo fresco en mi memoria porque parte de aquel grupo de al menos diez personas cumple años en ese mes y yo formo parte de ellos. Esa noche no logramos colarnos, como era costumbre, en las presentaciones que el piquete de Pucho López, llamado Raíces nuevas, hacía en el cabaret Turquino del hotel Habana Libre. Entonces no quedó más remedio que recalar en el Pico.

“Me atrevo a afirmar que soy un privilegiado (…) Tuve la suerte y el placer de escuchar cantar a Marta Valdés antes que se retirara de forma permanente de los escenarios”.

Para mi suerte, y mis vivencias, fue una noche muy especial. La cartelera era de lujo. Además de los habituales César, José Antonio y Angelito estaban Ñico Rojas, Ela Calvo, Marta Justiniani, Frank Emilio y Marta Valdés; que según contaban, pocas veces se aventuraba a hacer apariciones públicas en esos espacios.

El escenario del Pico Blanco está a medio camino entre la barra circular y el balcón del lugar y en una esquina del mismo había un piano de cola corta que ejecutaban indistintamente en ese entonces Kemal Keiruff o Juanito Espinosa.

Las funciones en el Pico comenzaban sin retraso a las once de la noche. Ese día no había tanto público como en ocasiones anteriores que hube de estar allí.

No recuerdo exactamente en qué orden cantó Marta Valdés; eso sí, recuerdo claramente que una vez frente al micrófono se produjo un largo silencio entre el público, incluso los cantineros detuvieron el servicio.

Su primera interpretación fue el tema “Palabras”, su voz se escuchaba con una sabia discreción, pero encantaba a los presentes que por norma general suelen cantar a media voz los temas que conocen pero que esta vez renunciaron. Y es que esa canción, que marcó un punto de inflexión entre el filin y el bolero a fines de los años cincuenta, es todo un monumento coloquial de la relación entre dos personas con todas sus contradicciones y puntos en común. Y así siguió hasta el final de su pequeño recital en que cantó “Tú no sospechas”.

“Su voz se escuchaba con una sabia discreción”.

Entonces, con la misma discreción con que se sentó a interpretar sus canciones se retiró del escenario mientras el público aplaudía. Solo que no se marchó de inmediato como era su costumbre; se sentó en la misma mesa que compartían las familias de Ñico Rojas y Frank Emilio.

Tras ella cantaría Ñico Rojas y después Frank Emilio acompañaría a Marta Justiniani, y haría de las suyas.

En ese instante no imaginé que semanas después volvería a escucharla cantar. Esta vez en la casa del Dr. Gil Obregón, que era un cirujano amigo suyo y de mi familia. Realmente la que era su amiga personal era Maritza, la esposa de Gil. Se conocían desde pequeñas y habían estudiado juntas hasta el bachillerato, en que se separaron sus vidas. Marta estudió Filosofía y Maritza, Medicina; pero nunca perdieron el vínculo.

Aquella noche no solo la escuché cantar, sino que derrochaba una alegría infinita. Fue allí que escuché las historias de sus presentaciones cada lunes en la noche en un club llamado Sayonara —estaba ubicado en la esquina de las calles 17 y B, en El Vedado, y entre su clientela habitual estaban algunos estudiantes de Medicina, casi todos de provincia—, donde alternaba con Ela O’Farrill

Ese día desató sus recuerdos y algunos demonios. Como aquella vez que en el club La Kasba un cliente algo subido de tragos se paró a su lado para cantar “Palabras”, intentando hacer un dúo sin pies ni cabezas y ella, con toda la amabilidad del mundo, le dejó solo en el escenario.

Ese día, igualmente, cantó algunas de sus canciones; sobre todo “Tú no sospechas”, que fue el tema con el que su amiga descubrió el amor en aquel guajirito de Los Arabos que usaba grandes espejuelos. Marta había ido sin su guitarra, era una visita social, pero Gil que alguna vez intentó ser cantante tenía una en su casa, que a pesar del tiempo mantenía cierta afinación.

Allí, aquella noche, anunció que se retiraba de los escenarios. Que cantar era para otros. Y así fue. Solo regresó a cantar nuevamente, y fue ante las cámaras de televisión, cuando Pablo Milanés le invitó a su programa Proposiciones.

Marta Valdés ha muerto. Ese es un hecho innegable. Con ella casi se cierra la historia del filin e incluso de parte importante de la vida nocturna habanera de los años sesenta. Ella fue la guía musical de una generación que se atrevió a renovar la canción cubana del momento. También formó parte de una generación contradictoria por momentos pero que defendía a capa y espada los grandes valores de la cultura cubana; lo habían aprendido de sus mayores, estaba en su ADN y se preocuparon y ocuparon de que fuera asimilado e inculcado a los que debían venir después.

La última vez que coincidimos fue en el lobby de Bis Music, ella había ido acompañando a una cantante cubana que acababa de hacer un disco con sus canciones. No era el primero que se hacía. En los años setenta Miriam Ramos hizo un primer disco y en los noventa repitió la experiencia.

La suma de todos ellos es de una total excelencia; como mismo lo es escuchar sus canciones cantadas por Vicentico Valdés, o por Fernando Álvarez; o por la misma Elena Burke.

La suma de todos sus discos es de una total excelencia.

Ella nunca fue mediática. Rara vez era entrevistada por los medios, tal vez una de sus mejores charlas con un periodista o afín fue la que publicó La Gaceta de Cuba a mediados de la década pasada; ahí está su vida, su música y su visión de nuestra cultura; de nosotros mismos si se quiere. Es una suerte de testamento cultural.

La Habana de esta tercera década del siglo XXI adolece de ese encanto que ella alimentó. Rara vez se escucha su música más allá del círculo de sus conocidos; o su nombre es una recurrencia cuando se habla de compositores. Los nuevos compositores y cantantes adolecen de ese filin que alguna vez se necesitó para ser amado por el público. Ella no existe en las redes sociales.

El Sayonara y La Kasba son recuerdos lejanos en mi memoria. Sé dónde estuvieron; pero jamás crucé sus puertas y muchos de los que me contaron algunas de las historias ya no están, se marcharon con sus leyendas. El Pico Blanco fue desterrado de las noches habaneras.

Esta tarde de viernes encenderé una vela a sus canciones, a su alma y las pondré junto a esa ofrenda que dedicamos muchos cubanos a San Francisco de Asís, también llamado Orula. A fin de cuentas, Marta Valdés fue una sacerdotisa de la música cubana, de la canción. De la vida.

Y yo tuve el privilegio de escucharla cantar más de una vez.