Y anochece en los ochenta (II): cruzando la Vía Blanca
A Edelio Vera y al “negro” Imelis.
Varadero, la playa azul. Kilómetros y kilómetros de playa. El mejor balneario del mundo; solo que la ciudad que hoy conocemos dista mucho de aquella de los años ochenta. Ir a Varadero era la culminación de las vacaciones para muchos en aquellos años; para otros aquel lugar era importante —igualmente— cuando se anunciaban los Festivales que allí se hacían; pero había otro grupo de cubanos a los que le conectaba también el goce de sus noches; sobre todo de su inagotable vida cabaretera.
Así con todas sus letras: su vida cabaretera; que de hecho era bastante singular.
El mundo del cabaret en aquella ciudad estaba estratificado de acuerdo a los gustos personales, los familiares (que incluía a los amigos que convergían en aquel lugar) y los de los noctámbulos dispuestos a cazar lo mismo una pareja que algún conocido al que arrimarse para evitarse el pago del disfrute que estaba por venir.
De otra parte, estaba el personal artístico; siempre cambiante y que provenía en lo fundamental de La Habana y de la misma ciudad de Matanzas. El cabaret era una fuente de empleo segura y una garantía de llegar siempre a un público diverso.
Los directores, coreógrafos y el resto del elenco funcionaban como una gran familia que se movía asumiendo el concepto de manada. Viajaban de un sitio a otro, lo mismo para presentar su espectáculo que para disfrutar del que ofrecía el sitio más cercano. Eso sí; el cierre obligado era en el lobby bar del Hotel Internacional a las seis de la mañana cuando cerraban las cortinas del cabaret del mismo hotel.
La noche; o debo decir la vida nocturna comenzaba en la piscina del hotel Oasis, con los ensayos de las compañías allí alojadas y que se complementaban con el bullicio de aquellos que desde la capital viajaban a efectuar lo mismo una que varias presentaciones; presentaciones que nunca eran en el mismo lugar y que se privilegiaban siendo los anfitriones del segundo show. En aquel momento confraternizaban, egos aparte, las figuras que gozaban de máxima popularidad con aquellos que para muchos eran desconocidos pero que brillaban en un universo al que pocas veces accedían la radio y la TV, a menos que algún realizador o director de espacio se sintiera motivado a promocionar el trabajo de aquel artista.
“El mundo del cabaret en aquella ciudad estaba estratificado de acuerdo a los gustos personales, los familiares (…) y los de los noctámbulos …”.
La primera parada, que se bifurcaba en dependencia del gusto personal o de los intereses del grupo al que uno perteneciera; era en el Kawuama, el más pequeño de aquellos sitios y que tenía un show de tercera de acuerdo con la clasificación de los promotores, pero en su escenario uno podía ser sorprendido por la presencia de cantantes como Héctor Téllez o Farah María. Otros preferían quedarse en el Oasis cuyo cabaret tenía una programación sorprendente pues se podía asistir a una suerte de “preestreno” de lo que habría de acontecer en el resto de los sitios.
Un segundo aire de los noctámbulos era en La cueva del pirata. La cueva comenzaba su espectáculo a las 12 de la noche y parte del público que llegaba a disfrutar de su show eran matanceros que habían salido media hora antes del Cabaret Guanimar; situado a orillas del río del mismo nombre.
Como su nombre lo anunciaba, el cabaret está situado en el interior de una cueva —cueva que fue reacondicionada a tal fin y que al decir de algunos entendidos era el sitio con la mejor acústica de todos los cabarets de Cuba— y el entorno mágico de su propuesta, que acercaba a los parroquianos al mundo de la piratería y el pillaje, se completaba con la fastuosidad del vestuario. Y como todo cabaret que se respete su segundo show pasada la una y media de la madrugada era un bailable con alguna orquesta de moda.
Figura regular de su planta en determinado momento fueron los Reyes 73, una agrupación llamada Los chuquis y el conjunto Los Latinos con su cantante Ricardito uno de los soneros de aquellos años.
La Cueva también era el lugar en al menos una vez al año Elena Burke se presentaba dos o tres fines de semana de modo seguido. Entonces en esa fecha el resto de los shows subordinaban su programación a que Elena terminara pues ella arrastraba a sus seguidores al Cabaret Internacional; que era reglamentariamente la última parada de esta tournée nocturna en la playa azul.
El cabaret del hotel Internacional era el émulo de Tropicana o del Parisien, solo que a 160 kilómetros de la ciudad capital. Su platea no era tan lujosa como los antes mencionados, pero en su interior se respiraba un aire a gran salón. Existía el rumor de que el espíritu de muchos notables de la música estaba atrapado en su escenario.
Lo cierto es que se puede decir que en él se presentaban tres shows, si se considera a la descarga introductoria como una puesta en escena. Este preámbulo estaba diseñado para que un pianista o un guitarrista —según fuera el caso— amenizara la primera hora (una primera hora que comenzaba a las doce de la noche) mientras los asistentes disfrutaban del menú del día. Muchas veces este entrante musical (también llamado sopa) corría a cuenta de los mismos artistas que estaban basificados en el lobby bar del hotel.
Cerca de las dos de la mañana comenzaba su primer show. Un show de una calidad increíble y que era pensado por alguno de los grandes directores de espectáculos de la época; pienso en nombres como el de Douglas Ponce o Amaury Pérez García. Una de sus grandes virtudes era su orquesta, la que dirigía el trompetista Adolfo Pichardo; que después acompañaba en el segundo show a la figura central que bien podía ser Elena Burke o su hija Malena; o Ania Linares, por solo citar dos nombres conocidos en aquel mundo nocturno.
La orquesta tenía uno de los repertorios de música cubana e internacional más completo que yo haya escuchado, y es que se atrevían a hacer versiones de temas de moda que enlazaban con clásicos del cine o del musical, y qué decir de los cubanos.
Así transcurría la noche hasta que desde su atril Pichardo tocaba las primeras notas del tema “Amanecer”, compuesto por el pintor/trompetista Herb Alpert, anunciando el fin de la noche. Aquellos acordes empujaban a toda esa gran masa de personas al lobby del hotel donde se repetía la presentación hasta entrada la mañana del o la cantante que había amenizado el concierto horas antes.
La inmensa mayoría de los que vivieron esta aventura aprovechaban el fin de semana para darse este baño de noche que siempre terminaba a la orilla del mar donde pequeños grupos entonaban con toda la desafinación conocida y la valentía necesaria el tema “El rey”; para, al día siguiente, recuperar fuerzas y pensar en lo hermosa que es la vida cuando se ha gozado y vivido una noche así.