Wifredo Lam (Sagua la Grande, Cuba, 1902-París, Francia, 1982) resulta un artista incómodo para la historiografía del arte. Por supuesto, se le pondera sobre todo su participación entre 1938 y 1941 en la experiencia enriquecedora de la Escuela de París, al compartir el epicentro de las orientaciones vanguardistas legadas por el cubismo, la osadía Dadá, las manifestaciones de la abstracción y otros movimientos. En particular, sobresalen tanto su amistad con Pablo Picasso, como su estrecha relación con André Breton y los surrealistas del Segundo Manifiesto y el haberse integrado al hacer colectivo del grupo en el Jeu de Marseille o los Cadavre exquis durante el compás de espera de Marsella antes de su regreso al Caribe.

Pero es uno de los grandes excluidos en las historias del modernismo y las vanguardias europeas; interesa solo en tanto figura periférica que imprime un color otro a determinadas zonas de dichas narrativas. Algunos incluso lo han llamado “el sobrino de Picasso”, tratando de subordinarlo al maestro español; mientras por ejemplo, la crítica de arte norteamericana no entendió bien su pintura en los años cuarenta y lo presenta como un brujo o hechicero. Aunque comienzan a aparecer autores con textos y posicionamientos más justos y esclarecedores.  

“Wifredo Lam es una figura puente entre tradición y modernidad, entre modernidad y posmodernidad; un artista que conecta el siglo XX con el XIX, cuya obra tiene todavía mucho que decir”.

Lam consolida su poética en Cuba luego de una extensa aventura por Europa. Su retorno a La Habana en 1941, empujado por la guerra, constituyó todo un acontecimiento. Decía la etnóloga Lydia Cabrera que nadie conocía que era cubano, de tanto leer su nombre con frecuencia en los catálogos de la moderna pintura junto a Braque, Leger, Klee, Ernst, Miró, Gris, Chagall y Picasso el Mago.  

Más allá de incomprensiones, Lam tenía muy clara su identidad. En tono jocoso, solía autodefinirse como un hombre mitad cartesiano, mitad “primitivo”. Por esa razón, con un punto de partida en el “sincretismo” de tendencias de entreguerras, una de sus claves expresa a través de la pintura esa identidad híbrida, constituida por referentes tanto universales, como específicos de la cultura y las sociedades florecientes en el Caribe.

Lam dinamita los márgenes propios del arte con una proyección polisémica, difícilmente atribuible a los influjos de una sola fuente. Más bien concilia los signos, gestos y las memorias sedimentadas en esa encrucijada de civilizaciones, lenguas y culturas del Caribe, mediante una operatoria inédita, que revitaliza los patrones centrales de la representación incorporándoles nuevos contenidos e imágenes-símbolos extraídos de las religiones sincréticas, en particular de la santería cubana, y del entorno natural caribeño.

El poeta y escritor francés Alain Jouffroy considera a “La Jungla” (1943), el primer manifiesto plástico del Tercer Mundo. Imagen: Tomada de Internet

Hacia el final de su vida, le confesaba a Gerardo Mosquera en 1980 que su pintura era “un acto de descolonización, no física pero sí mental”, por el disturbio que esta generara al insertar en fecha temprana el sonido intenso de las culturas subalternas al interior de los lenguajes del modernismo. Sin dudas por eso, Alain Jouffroy considera a “La Jungla”, 1943, el primer manifiesto plástico del Tercer Mundo. Junto a ella, otros títulos por igual notables como “La silla”, “La mañana verde”, “Malembo: Dios de las encrucijadas” o “Huracán”, afianzan la noción de espacio sincrético y lo realzan como un maestro del dibujo y la pintura, que en el Caribe interpretan con acierto Alejo Carpentier, Lydia Cabrera, Mirta Aguirre o Aimé Césaire, como expresiones de una nueva orientación de la pintura en este contexto geocultural.

Pero Lam no se detuvo en esas dos disciplinas. Poseedor de un espíritu inconforme, explora senderos desconocidos. En 1952 establece nueva residencia en París. Tras finalizar la Segunda Guerra Mundial reanuda sus contactos con Europa hasta radicarse en París, ciudad que afirma le era imprescindible. Según Helena Holzer, su segunda esposa, añoraba los museos y la vida intelectual del Viejo Continente. Su versátil vocación le hizo incorporar progresivamente entre sus prácticas el grabado ─y con él la interacción con los escritores y poetas─, la cerámica, la obra mural, la escultura y hasta incursiona en el diseño de joyas, expandiendo sus fabulaciones interiores hacia soportes y materiales diversos. Fue también un pionero para tipologías de lo artístico que tiempo después alcanzan amplia resonancia en las escenas de América Latina y el Caribe, cuando realiza La Chevelure de Falmer”, suerte de altar-instalación para la Exposición Internacional del Surrealismo, en 1947.  

“Huracán”, una de las obras de Lam que afianza la noción de espacio sincrético y lo realza como un maestro del dibujo y la pintura. Imagen: Colección del Museo Nacional de Bellas Artes

Se abre así un paréntesis fecundo, que consolida la proyección internacional de su obra hasta nuestros días. Expone a título individual en casi toda Europa y en espacios de relieve de los Estados Unidos. Lo incluyen en eventos internacionales: se convierte en asiduo invitado al Salon de Mai de París, participa en la Bienal de Venecia de 1972 y en las Documenta II y III, de Kassel, en 1959 y 1964, cita que daba sus primeros pasos sin imaginar nadie que devendría uno de los espacios rectores de hoy en día.

En una época posmoderna y global, signada por la vertiginosa sucesión de acontecimientos y procesos, en la que muy pocas poéticas logran mantenerse en sus altares, la obra de Lam conserva su esplendor. Si bien la posmodernidad, los discursos poscoloniales y translocales permiten en la actualidad a las producciones simbólicas de las periferias culturales salir a la luz con mayor fuerza, ganar espacios en la circulación internacional del arte y contribuir a modificar y enriquecer los discursos centrales, también debe reconocerse que estas aperturas y progresos son posibles, en buena medida, gracias a la existencia de artistas precedentes, “adelantados” a su época o visionarios, como Lam.

“En una época postmoderna y global, signada por la vertiginosa sucesión de acontecimientos y procesos, en la que muy pocas poéticas logran mantenerse en sus altares, la obra de Lam conserva su esplendor”.

Polémico, incisivo, transcendente, Lam contribuyó a abrir caminos para el arte contemporáneo del Sur. Esa cualidad no pasó inadvertida para Édouard Glissant, quien reconoce que el pintor cubano rehabilita el legado negro africano dentro de la “Relación mundial”, lo que en su pensamiento equivaldría a decir, dentro de unos universales realmente inclusivos. Por eso Wifredo Lam es una figura puente entre tradición y modernidad, entre modernidad y posmodernidad; un artista que conecta el siglo XX con el XIX, cuya obra tiene todavía mucho que decir.

*Este texto se publicó en la revista Arte Brasileiros, Sao Paulo, Brasil, 2013.