Volver a Pedro Juan
29/1/2020
Este año se cumplen cuarenta y cinco de que conozco, o creo conocer, a Pedro Juan Gutiérrez, y eso fue en los tiempos en que ejercía como periodista, uno de sus varios oficios reconocidos, en el Pinar del Río de sus mayores. No recuerdo si fue en Boca de Galafre o Playa Bailén, uno de esos paisajes pinareños pintorescos ―y propicios a la conversa y al ron―, pero sí tengo presente que fue en un encuentro literario, otro excelente pretexto para los ritos espirituosos y espirituales.
De entonces acá hemos coincidido o dejado de vernos, de forma intermitente. A fines de los 80 le publicamos algunos textos en La Gaceta de Cuba, sobre poesía visual y pintura, dos de sus pasiones; y nos rencontramos después en el parteaguas de los milenios, ya él como un escritor acreditado, consagrado por las editoriales y los lectores. Desde entonces y de forma asidua hemos compartido colaboraciones suyas en la revista, presentaciones de libros, lecturas de preferencia y, ahora con la sensatez de los años, pero sin renunciar a los principios, las sempiternas libaciones en mi terraza y en mi entorno familiar, que va siendo suyo.
Para Pedro Juan, el azar y el destino en sus personajes, en los que el paisaje y el contexto se diluyen, lo lleva a recrear un tiempo reiterativo dejándonos la impresión de la fluctuación del próximo minuto, en el que cada cual improvisa donde se encuentra y cómo sobrevive. Para ellos, como un reclamo o un grito, la vida es absurda, porque “quizás sea cierto y vivamos dentro de un cómic. Sumergidos en el absurdo y la realidad”, y refrenda en otro momento: “La combinación de cómics y de cine (en la infancia) creó… una visión muy fotográfica del mundo… Una dinámica del diálogo rápido, de atrapar al lector con escenas cortas”. En esa realidad nuestra donde, como me gusta repetir, Kafka es un escritor costumbrista, o al decir del fraterno cineasta y escritor Arturo Sotto, “Bretón es un bebé”.
El autor nos coloca frente a la imprecación, serena y amarga, de esas historias en que deambulan sus protagonistas contra la vida y sus imperativos. Para él cifrar el destino en sus personajes, abocados por la incertidumbre de compartir todas las interrogantes sin ninguna respuesta, es desencadenar lo paradójico de la vida cotidiana. Igual sus seres irrumpen en la historia como los antihéroes que son, “en la vidita de los márgenes y estancias”, como comenté sobre otro raro de nuestras letras, el entrañable Miguel Collazo. Pedro recuerda: “siempre he pensado que la literatura es más útil para comprender la historia. Y es que la historia la escriben los vencedores”, amén de que en las crónicas oficiales los olvidados, los muertos, los vencidos… al decir de Stefan Zweig, “nunca tienen la razón”. Carlos Marx, ya citado por Pedro Juan en su momento, nos lo hace saber en su muy conocida reflexión sobre Balzac.
Tal vez algún día nos acerquemos no solo al narrador, al poeta, al periodista, o al personaje, sino al pintor, algo que se siente en falta. Pues en el tramado de esa “arte poética” están sus cuadros y dibujos, con un trazo “rápido y furioso” ―identificando su culto a los cómics―, que son motivo de curiosidad para quienes quieren conocerlo. O regresemos a polemizar sobre otras de sus influencias, cuando ha sido comparado con Bukowsky ― “Bukowsky tropical”, una etiqueta que, por repetida, objeta a conciencia―, y con Miller ―más conocido por nuestra generación―, o con Raymond Carver ―donde se religa el minimalismo y el “realismo sucio”― o Salinger, con el drama de la soledad. Seguro hay otras influencias legítimas, pero, como le comenté alguna vez, prefiero afiliarlo a Caldwell, al que tuvo entre sus lecturas cuando era apenas un adolescente. Mencionado por él en más de una ocasión, no es citado entre sus autores favoritos ni sus libros aparecen en el listado de las preferencias, aunque para mí es una lectura que asocio de forma particular, no en el estilo narrativo, sino en esa sordidez sureña que le caracteriza, igual que siento esa respiración sobresaltada en sus personajes.
Caldwell, uno de los preferidos de Faulkner, desde su primer libro fue un escritor maldito. Uno de sus protagonistas nos recuerda: “Alguien nos ha jugado una mala pasada. Dios nos puso en cuerpos de animales, pero quiso que nos comportásemos como personas. Ese fue el principio de todos los males”.
En otra dirección estética, Alejo Carpentier tal vez sea una de las lecturas indispensables en su genealogía literaria, como lo es, pasando igual por la admiración, su relación con Julio Cortázar, lo cual lo emparenta con otro narrador cubano imprescindible, Antonio Benítez Rojo, quien reconoció en un texto que nos entregó para La Gaceta… a unas semanas de su desenlace final:[2]
Pienso que entre los escritores contemporáneos que más han influido en mis libros se encuentran, principalmente, Julio Cortázar y Alejo Carpentier. Esto es, un narrador que pudiéramos llamar nocturno, atraído por lo onírico, por lo surreal, y el otro atraído por las problemáticas propias de la historia, de la identidad cultural […] en mi caso me parece advertir un deseo de acercarme a la vez a Minotauro y a Teseo. Así, si esto fuera cierto, mi escritura estaría ocupando el espacio entre estos dos puntos de tensión.
En ese viaje por el laberinto que subyace en toda sociedad, Pedro Juan posee, en su trayecto como hilo guía, el juego de espejos de la identidad de sus personajes, que generan la existencia de la aventura, y se expresan en los dilemas humanos. En sus libros hay una dramática galería de actores sumidos en la miseria material y moral, pero que no renuncian a la rebeldía y a la ternura, como una luz en la más profunda caverna. Ya en otra ocasión apunté con relación a su obra una especulación, que no por repetida deja de ser válida, y es que la mayoría de los escritores son, al final de su vida profesional, autores de un solo libro, que cambia de título, protagonistas, e incluso de género, pero conforma un solo discurso escritural, donde las excepciones confirman la regla. Y eso, más allá de argumentos reiterativos o recursos del oficio, cuando se hace como representación orgánica, con la autenticidad de que la forma expresiva implica exigencias, muestra la solidez de una escritura.
Esa condición atávica del ser humano ―Dios nos puso en cuerpos de animales― es la complicidad que reivindica el autor con el espectro que nos acompaña en nuestro día a día con ecos que recuerdan a Rimbaud: “Me disfrazo de Pedro Juan. Me apropio de mi sombra… soy yo, pero no soy yo”.
La línea oscura se titula una compilación de veinte años de su poesía que es tan parecida a su prosa… o viceversa. Por sus líneas desfilan Pedro Juan, el propio Rimbaud, Nicolás Guillén, Luis Marimón, John Snake, Raymond Carver, Truman Capote, Lezama Lima… En esa “línea oscura” se vislumbran las eternas fronteras y horizontes del hombre.
El poema que da título a esa antología sintetiza, en el primero de sus versos, el espíritu de este diálogo instruidor y humano entre el personaje y el autor: “Hace mucho tiempo llegué a la línea oscura. Y me detuve”.