Cuando hoy día presenciamos las negativas consecuencias que trae consigo las migraciones de centroamericanos hacia los Estados Unidos, la vida y obra de la artista cubana Ana Mendieta, retoma una evidente actualidad y dimensión estético-comunicativa. De hecho, su vocación artística se desarrolla a partir de una exigencia existencial de fuerte impronta identitaria: reencontrarse con su ser en su patria después de vivir el desarraigo de un exilio involuntario en los Estados Unidos. A este país llegó la Mendieta en 1961 con solo doce años de edad, donde fue recluida en un orfanato de Iowa, como parte de la llamada Operación Peter Pan.[1]
En consecuencia, su perspectiva de vida empezaría a definirse en el exilio, en el choque con una realidad que la margina hasta el desgarramiento interior, dejándole solo dos opciones: “o ser una criminal o una artista”, según sus propias palabras. Por suerte, esto último fue lo que se impuso durante su breve existencia: crear a través del arte una experiencia de vida que la reencontrara con su ser y con la tierra en que nació; o sea, con lo que en realidad había sido y era: mujer-cubana-latinoamericana.
En 1969, Ana se graduó de profesora de arte en la Universidad de Iowa. Y pinta al óleo figuras cuya pose las relaciona con ciertas imágenes de ídolos y santones sedentes. “Fui pintora hasta 1970”, diría sobre esta primera etapa. Esta iniciación pronto quedará superada al percatarse que su verdadera expresión estaba en su propio cuerpo, al entenderlo como sujeto de su arte y emancipación. Este auto reconocimiento se manifestará a través de las primeras relaciones que establece de manera directa con la tierra, gestando figuras que serán un anticipo del componente esencial de su poética visual: sus desnudos performáticos y las llamadas “siluetas”.
En cuanto a los desnudos, estos se presentan como un acto consensuado entre su tiempo y su existencia, en el que se involucra con problemáticas relativas a su género e identidad latina. La obra es su propio cuerpo; la tierra, el soporte… Cuando su cuerpo desnudo se allega a la tierra para adentrarse en ella y expresarse, sus movimientos recuerdan a esos peces que se hunden en la arena para mimetizarse con el fondo marino, como única defensa ante sus posibles depredadores. ¡No otra cosa fue su vida! En esta perspectiva, no faltan otras estrategias a nuevas situaciones, como en su temprano performance Glass on Body (1972), en el que la belleza de su cuerpo desnudo se desvirtúa al oponer partes del mismo contra un cristal traslúcido, paradójicamente, el menos íntimo de los materiales; imagen con la cual neutraliza todo atractivo y, por extensión, la violencia implícita en todo acto de posesión sexual.
En lo que respecta a los vínculos que su vocación establece con nuestro pasado aborigen, puede considerarse como su primer paso el trabajo arqueológico que realizó en San Juan de Teotihuacán, México, bajo la dirección del arqueólogo estadounidense Thomas Charlton, en 1971. Ante la imposibilidad de viajar a Cuba, por el momento, realiza un nuevo viaje a México en 1973; en esta ocasión a la zona arqueológica de Yagui, en Oaxaca, donde concibe esculturas y establece una mayor identificación con las culturas prehispánicas de la región y el pueblo mexicano…, quizás, como una forma de sentirse más cerca del cubano. Las búsquedas e investigaciones continuarían, en particular, las relacionadas con la cultura taína. Dos libros recabarían su atención: Mitología y Artes Prehispánicos en las Antillas (1975) y Leyendas cubanas (1978), de José Juan Arrom, profesor cubano de literatura española y latina en la Universidad de Connecticut.
“…La obra es su propio cuerpo; la tierra, el soporte…”
Tras un viaje a Europa, en 1976, donde expone su obra escultórica en galerías de Inglaterra, Alemania Occidental, Bélgica y Yugoslavia, Ana regresa a Oaxaca, México. Aquí trabaja sus esculturas ambientales dentro de la tendencia internacional del llamado earth art. Volverá en el verano de 1978. Al año siguiente, su sueño mayor, viajar a Cuba, finalmente se hace realidad. Tenía entonces 31 años de edad.
El momento no pudo ser más propicio, una nueva vanguardia se entronizaba en nuestro ámbito artístico, cuya edad promedio y aspiraciones estéticas coincidían con las suyas. De tal suerte, Ana se relacionará con un grupo de jóvenes creadores, entre los cuales destacarían los artistas plásticos Leandro Soto, José Bedia y Juan Francisco Elso.
Tales antecedentes, conjugados con sus nuevos bríos artísticos, llevaron a la Mendieta a realizar sus primeras y más significativas creaciones escultóricas con referencia a nuestro arte aborigen bajo el título de Esculturas rupestres o Siluetas rupestres. El primer acto para la realización de estas esculturas y bajos relieves fue relacionarlos de manera directa con un medio natural en el que había manifestaciones del arte rupestre de nuestros aborígenes. En lo que respecta a la región occidental de la Isla, el lugar escogido fue el Parque Escaleras de Jaruco, específicamente, un abrigo rocoso llamado Cueva del Águila.
En 1980 Ana recibe el Premio Guggenheim en escultura. Y en 1981 participa como artista invitada fuera de concurso en el Primer Salón Nacional de Pequeño Formato, expuesto en la Galería del Hotel Habana Libre. En esta ocasión realizó una acción performática consistente en hundir cinco corazones hechos de raíces de areca en 25 centímetros cuadrados de tierra roja. En 1982 participa en el Salón Premio de Fotografía Cubana, en la Galería de 23 y M. Esta etapa cubana de la Mendieta, por así llamarla, culmina con la exposición personal Geo-Imago en el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana, en abril de 1983. En esta ocasión presentó dos fotografías y dos dibujos realizados con tierra negra y roja, en evidente continuidad expresiva con lo hecho en sus siluetas rupestres de Jaruco.
Su trágica muerte en Nueva York, privaría a las artes plásticas cubanas de una de sus más representativas artistas de la generación de los ochenta. El poema que a continuación reproducimos, de su autoría, es una réplica en palabras del carácter referencial de su cuerpo en su accionar creativo. El mismo fue escrito tras su primer viaje a Cuba. En el poema también se transparenta el amor de Ana por la patria que le obligaron abandonar a la edad de doce años, así como el sentimiento que le embargaba en cada una de sus acciones performáticas con la Madre Tierra, o como ella la llamaba: Mother Land.
Dolor de patria,
cuerpo soy yo que mi
orfandad vivo.
Allá cuando se muere
la tierra que nos
cubre habla
Y cubierta de la tierra
que me aprisiona
se siente al muerto
palpitar bajo ella.
La tierra anima
la vida
es inmortal cuando
se acaba.
Y el vivo que se va, vivo
se graba
de la patria inmortal
en la memoria.
Mas cuando de amor de
Patria lleno mi alma
ando dejando huellas
en la tierra, andar
es la victoria.
Ana Mendieta, 20 de marzo de 1981