La fotografía de Cecilia Barreto en la Fototeca de Cuba

“…La historia tiene la realidad atroz de una pesadilla; la grandeza del hombre consiste en hacer obras hermosas y durables con la sustancia real de esa pesadilla…”.

Octavio Paz

No hay como contemplar la Catedral de México, levantada sobre el Templo Mayor de los aztecas, para entender qué fueron la conquista y la colonización de América. De eso, pero en clave posmoderna, habla la obra que la fotógrafa mexicana Cecilia Barreto trajo a la Fototeca de Cuba, desde el 26 de marzo. Se trata de una exposición colectiva titulada Horizontes inestables, la cual comprende, además, piezas de fotógrafos como Belén Rodríguez y Paz Encina, de Paraguay; Marcela Magno y Sebastián Verea, de Argentina; Berhard Lang y Gabriele Rothemann, de Alemania; Renata Roman, de Brasil, y el colectivo FIBRA, de Perú.

Cecilia, la mexicana, es menuda, afable y habla sin dobleces sobre su obra. Me cuenta que, desde que visitó Canadá, en 2019, tuvo conciencia de las “energías limpias” y comenzó a cuestionarse el saqueo de su país por las grandes corporaciones extranjeras. Obviamente, es algo que viene sucediendo en México, en América Latina, en el Tercer Mundo desde hace siglos. ¿Qué es la historia del subdesarrollo sino la historia del saqueo? Pero los dueños del lenguaje suavizan la realidad cuando les conviene: a las naciones, subdesarrollantes, las del Norte, las llaman “desarrolladas” y a las desarrollantes, las del Sur, las denominan “subdesarrolladas”, y así, con malabares lingüísticos, convierten la explotación en virtud y el atraso en vergüenza.

“Adormecida por los cantos de sirena de un capital que disimula la sangre y el lodo que sigue manando por sus poros, mucha gente mira hacia otro lado cuando se enfrenta a una obra como la de Cecilia Barreto”.

Cecilia habla de México, que es quizás la nación más compleja del continente americano, donde los hombres tienen tantas capas como su historia. Pero no habla del México costumbrista o turístico, sino del que queda como un hueso roído después que las empresas extranjeras le clavan el diente. Su denuncia es sutil pero contundente. Dice la verdad, y la dice con belleza.

En este caso particular, crea un contrapunto de imágenes entre las minas a cielo abierto, que quedan como zonas despobladas y estériles, y los abstractos y pulcros patrones económicos que edulcoran la realidad del subdesarrollo. En una pared, que está al fondo de la terraza del segundo piso de la Fototeca, el joven cubano Ernesto Bruzón reprodujo para ella, con carboncillo y tiza, una foto que representa una mina a cielo abierto, que es donde la voraz explotación es más evidente. Queda el suelo minero como un sistema de terrazas horrendas, donde solo crece la aridez. Se diría que por allí pasó una plaga. Sobre esta imagen, Cecilia inserta una bella esfera azul que recoge, cifrada, la información económica. A un lado, otros patrones matemáticos, de barras negras y amarillas, traducen el hecho económico en geometría. Es el infierno concreto disfrazado irónicamente en abstracto paraíso. Sufrir se vuelve cifrar.

“¿Qué desarrollo puede erigirse sobre el desastre ecológico? Uno bastante precario porque, si el hombre es naturaleza, destruir la naturaleza es destruir al hombre”.

Las imponentes pirámides mayas y aztecas, algunas de ellas cobijadas hoy por la selva, han quedado como testimonio de civilizaciones antiguas que se integraban con la naturaleza, que la respetaban y veneraban; pero estas tristes mastabas modernas son la prueba de que la civilización burguesa ha cortado el cordón umbilical que conectaba a la humanidad con la Madre Tierra. La ganancia del capital da pérdida al planeta. ¿Qué desarrollo puede erigirse sobre el desastre ecológico? Uno bastante precario porque, si el hombre es naturaleza, destruir la naturaleza es destruir al hombre.

Adormecida por los cantos de sirena de un capital que disimula la sangre y el lodo que sigue manando por sus poros, mucha gente mira hacia otro lado cuando se enfrenta a una obra como la de Cecilia Barreto. También lo hizo cuando Sebastián Salgado reveló aquellas escaleras infinitas, que descendían hasta el infierno minero del Brasil, por las que ascendían hombres de barro, cargados de piedras, como auténticos esclavos modernos.[1] Sebastián exalta con realismo el drama humano; Cecilia revela en clave pop el apocalipsis de la naturaleza; ambos visibilizan el otro lado, el incivilizado e invisibilizado de la civilización actual. Efectivamente, la sociedad moderna es una pirámide en la que la civilización de los de arriba descansa sobre la barbarie de los de abajo.

Cecilia habla de México, pero no del México costumbrista o turístico, sino del que queda como un hueso roído después de que las empresas extranjeras le clavan el diente.

Hartos estamos ya de la imagen del sacerdote cruel con su cuchillo de obsidiana extrayendo el corazón, aún tibio y latente, de la víctima que se retuerce, sujetada por brazos fanáticos, en lo alto de la pirámide precolombina. Pues ¿qué es el crimen de sacrificar a un individuo comparado con el crimen de saquear a un pueblo?

En el cuento “La noche bocarriba”, de Cortázar, un motociclista tiene un accidente y, mientras yace en una cama del hospital, tiene flashazos de otra realidad en la que se siente cargado en hombros, por los túneles de una gran pirámide, hacia el altar del sacrificio. Finalmente, las realidades se intercambian y el sacrificado es el que se siente, a flashazos, como un hombre en una extraña ciudad con calles ruidosas, que viaja montado en un aparato incomprensible y de pronto se accidenta…

Es tan dura la vida cotidiana, tan difícil la subsistencia diaria, que la mente anhela el esparcimiento que relaja, la alienación que alivia, la belleza que refresca y da de lado a la denuncia, por más que esté hecha con arte. Pero ¿qué pasará cuando la humanidad despierte maltrecha en el hospital de la historia y descubra, entre flashazos de memoria, que la están llevando en hombros del dinero al altar del sacrificio? Entonces no podrá apartar los ojos de la obra de Sebastián Salgado o Cecilia Barreto, porque sus fotografías —como todo buen arte capaz de crear universos— serán la realidad misma.


Nota:

[1] Véase el documental La sal de la tierra.