Yo maldigo estar aquí evocando a Virgilí, a Salvador Virgilí Suñol. Hubiera preferido una, dos, mil veces, otro gerundio: bromeando, riendo, peleando, escuchando, bebiendo, caminando… y cualquier otro ando, endo, to, so, cho que la imaginación asista.

Me temo que no seré muy ortodoxo en esto de ordenar mis recuerdos, de bordarlos de aquí, de allá. Lo primero que asoma son sus dedos. Largos, sarmentosos, sin parar. Un poco así, a lo ET. Sé que él se reiría de la ocurrencia, que sacaría aquella su carcajada estruendosa, inconfundible, profunda.

Sus dedos eran su extensión. Eran él.

Podía usarlos para suavizar en el aire una palabra, para enfatizar una idea, para completar una orden. Podían doblarse en el aire cual un signo de interrogación ―toda su mano― o posarse en tu hombro, con toda la intención, despacio, a la caza. Incluso, caer amenazantes sobre el pecho o como un aguacero, como una arremetida ya, sobre la espalda del operador, un poco a lo Yiyiyi, a lo Lupe Yolí, la excéntrica y legendaria intérprete de San Pedrito, que estremeció los circuitos del mundo.

No sé por qué, por qué, lo imagino también cantando como ella, como la Lupe… según tu punto de vista, yo soy el malo…

“Un poco sin saber, sabiéndolo, Virgilí fundó su propia mística en los estudios”. Imagen: Naskicet Domínguez

Mi amiga Katiuska Ramos Moreira ―radialista antes de nacer, radialista después de las sombras― tiene su propia imagen. Es una lapidaria, de la época de las invictas cintas magnetofónicas: “Los dedos de Virgilí funcionaban como un carrete”.

Un poco sin saber, sabiéndolo, Virgilí fundó su propia mística en los estudios. Podía desbordarse y aderezar la ráfaga de dedos, con una palabrota. Creo que las disfrutaba, y dichas por él, ya no resultaban obscenas, sino coloridas, y si se me permite, más utilitarias, más gallardas.

Mira que quise invitarlo a mis espacios literario-culturales, mira que quise darle un homenaje, decirle unas palabras. Aquí, en la librería, en el salón de la catedral, dondequiera; pero siempre me dejó plantado, siempre lo esquivó. Me dejó incluso un cake, una tarta de chocolate preparada por obra del milagro. Los nacidos en este archipiélago hemos sido siempre un poco Merlín, un poco Houdini.

Quise matarlo a la primera, pero lo disculpé a la segunda. No insistí más. Entendí que este chico largirucho, este Quijote de ácana, este personaje, no era de homenajes ni de nada semejante; o acaso estos habría que dárselos en cada encuentro, cada vez.

En cierta ocasión, le di mi primer libro de poemas. Era prestado, pero naturalmente, él se lo apropió. Había unos versos que hablaban del Moulin Rouge, de los impresionistas, de aquel ambiente de bohemia y bulevares. Reparó en él y me soltó toda una conferencia sobre esos sitios. Se regodeó en la pronunciación gutural, en la erre francesa. Me llevó a París.

Salvador Virgilí Suñol era un cinéfilo empedernido y un crítico contumaz. Un hombre capaz de hablarte de los emperadores romanos, del Renacimiento, de Monteverdi, de la última exposición de la Galería Oriente, de la reina Isabel. Y de los orishas, de las deidades, del otro mundo: era devoto.

Era de élite, sí, pero de la élite de la vida.

“Nuestro Virgilio está ligado a un programa de leyenda en la radio santiaguera, el policíaco Objetivo X, y por supuesto a Imagen, la radio-revista cultural de las tardes de Santiago de Cuba”.

Lo recuerdo una tarde frente a un tambor, con las manos danzantes, tragándose con los ojos el sudor que corría por los músculos de sus ejecutantes, de sus ancestros seguramente.

Virgilí era un cruce entre Tombuctú y La Sorbona, pasando por Songo La Maya. ¿Cómo hacía ese camino diariamente? ¿Con cuántos esfuerzos intentó mejorar su casa? ¿Cuánto gastó y cuánto gozó en esas contiendas cotidianas?

Era un maestro en recrear épocas y situaciones, en exprimir acordes. Creaba la cinematografía de la radio, asumía la musicalización como ciencia. Eso sí, podía ubicarte con todas las de la ley si atisbaba un anacronismo, lo mismo que deleitarse largamente si encontraba un acierto.

La radio empuja al talento y crece con él. Nuestro Virgilio está ligado a un programa de leyenda en la radio santiaguera, el policíaco Objetivo X, y por supuesto a Imagen, la radio-revista cultural de las tardes de Santiago de Cuba. Los dirigía. De allí lo recuerdo con toda nitidez. Se trazó la misión de tener en el estudio o de lograr desde la distancia, el testimonio de lo mejor que pasaba por estos lares o de aquello que venía naciendo, a lo que él le echaba el ojo.

No retengo qué obra le ganó un Premio Caracol de la Uneac ―entre sus tantos galardones―, pero sí el instante. Este es el retrato: el felicitador en el acceso a la emisora CMKC, el premiado, dos o tres peldaños más arriba. Felicidadesss, le solté… Agréguele música si quiere, que toda evocación es una revisitación… ¡Mira!, me dijo con un gesto teatral, y sostuvo entre los dedos el caracol, la diminuta obra de orfebrería que lució como un grano de polen entre el índice y el pulgar virgiliano, para luego emprender una carrera, una carrerita escalera arriba, sandalia arriba, con el bolso colgándole del hombro, digno de un fotograma de Solás.

De hueso y papel

Salvador Virgilí Suñol integró en 2012 el jurado del Lloga junto a ese ángel llamado Iván Pérez y al maestro Manuel Andrés Mazorra, ambos Premios Nacionales de la Radio. Los estudiantes Esperanza Cabrejas y Eduardo Cedeño me habían encerrado en un estudio para que les contara de mí ―es decir del periodismo, es decir de las terquedades―, de cuando fui manisero, de lo humano y lo divino… todo en el peor año de mi vida, el de la partida de mi madre.

No sé cómo, cómo pudieron armar, cómo pudieron dar coherencia a aquel testimonio en un documental de 13 minutos. La obra De hueso y papel acabó ganando para sus autores, el gran premio del 22. Taller y Concurso de la Radio Joven Antonio Lloga In Memoriam, es decir, del “Lloga”. Los cubanos, cuando el camino es largo, tomamos el trillo.

La premiación tuvo como escenario un lugar hermoso, cargado de historia, la escalinata del Museo Emilio Bacardí, en el centro mismo de Santiago de Cuba. Asistía a la premiación como parte de la habitual cobertura periodística y cuando anuncian el premio… escucho mi voz, mi propia voz. Al principio no entendí, porque nadie me había advertido, nadie me había soplado nada.

Virgilí me hizo señas para que subiera, cuando aún me reponía de la sorpresa. No, le respondí moviendo la cabeza. Otra vuelta de tuerca y una nueva negativa. Era hermoso que alguien hubiera reparado en mi historia, mas no era mi hora. Pero Virgilí era mucho Virgilí y sin esperar más, bajó los escalones, me haló con sus manos-garfio y me puso al lado suyo, de los premiados, del jurado. Y ahí está la fotografía, en la que también aparece el tempranamente desaparecido actor Alcides Carlos, Tití, con su grupo de actores.

Virgilí integró en 2012 el jurado del Concurso de la Radio Joven Antonio Lloga In Memoriam. Imagen: Cortesía del autor

De todas mis experiencias con Salvador Virgilí hay una particularmente surrealista. Asistíamos al evento “En busca de una voz propia” que organizaba la radio de Palma Soriano. El día, bien; las sesiones y el paisaje, excelentes… pero qué noche tan aburrida en aquel Motel Mirador Valle del Tayaba. Ni cortos ni perezosos, decidimos irnos a pie hasta la ciudad, que nos parecía tan cercana. ¡Parecía!… La ida estuvo animada, pero el regreso fue tortuoso. Nos perdimos, no sé cuántos kilómetros habremos caminado en la pasmosa oscuridad.

De la fatiga, del dolor en las piernas, del sudor frío solo me salvaron sus contadas. Las hubo de todo tipo: hilarantes, lacrimógenas, sensuales, fuertes, increíbles. Ahora comprendo que fui testigo de excepción del exorcismo de un ser humano que amó a contrapelo, que amó sin cansarse, que amó. A la puerta del Tayaba, casi desfallecido, lo abracé.

No hay como un abrazo.

¡Ay!, Virgilí, Salvador, si no te hubiera hecho la promesa de que aquellas confesiones quedaran en el camino, si pudiera romperla, si pudiéramos volver…

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