Vientos apocalípticos y oídos sordos
21/12/2017
“Hasta hace muy poco se discutía sobre el tipo de sociedad en que viviríamos. Hoy se discute si la sociedad humana sobrevivirá.” [1] Leer esta frase de Fidel Castro -el único líder en el mundo que supo y pudo cumplir sus sueños de justicia social y que siguió soñando y cumpliendo metas cada vez más altas, impensables para muchos- provoca una real preocupación. Él, que dedicó toda su vida a modelar un tipo de sociedad diferente, mucho más justa, confesaba que en la actualidad lo que estaba en juego era si la sociedad humana podría sobrevivir. Y ese mensaje fue escrito en el año 2009.
Mucho celebró el mundo el nacimiento en diciembre del 2015 del París, adoptado en la Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático o COP 21. Este, no obstante, era en realidad una imprecisa declaración de intenciones que ha cobrado valor ante la inusitada decisión de EEUU de retirarse y la de muchos otros países de incumplirlo. Hay que tener en cuenta que, aunque demandemos hoy por su observancia, los compromisos de disminución de emisiones presentados por cada país en París (Contribuciones Previstas y Determinadas a Nivel Nacional o INDC por sus siglas en inglés) son de cumplimiento voluntario y la suma de estos compromisos lleva en su conjunto al incremento en 2,7 grados Celsius o más de temperatura de la atmósfera con respecto a los niveles preindustriales; es decir, muy por encima de los 2 grados que establece el acuerdo y mucho más del 1,5 que se pretende alcanzar como meta.
De las discusiones previas al Acuerdo de París quedaron, irresponsable y conscientemente excluidas, las causas reales de la crisis: el crecimiento sin límites, la búsqueda de ganancias a toda costa, el consumo desmedido, la depredación de los recursos naturales, en fin, la lógica del sistema capitalista.
Es evidente que los líderes actuales de las potencias capitalistas desarrolladas no van a comprometerse voluntariamente con obligaciones que se enfrenten a estos principios. Pero tampoco los de los países llamados en desarrollo pueden asumir aquellas que exigen más sacrificio para sus expoliadas naciones, porque el hambre y la pobreza constituyen para ellos el principal problema ecológico. A las metrópolis de siempre, responsables del mayor acumulado histórico de emisiones contaminantes y del saqueo permanente de los recursos dentro y fuera de sus territorios, les corresponde el deber de asumir los compromisos más fuertes, hacer las transformaciones necesarias en sus economías y brindar el financiamiento necesario a los más pobres.
Es por este motivo que todas las negociaciones climáticas son difíciles. Las potencias capitalistas emplean todo tipo de maniobras para retardar o impedir el avance del proceso de la negociación: cuestiones de procedimiento, ajustes al mandato otorgado a cada órgano, aspectos de orden, cualquier asunto puede servir como pretexto. A la vez, favorecen opiniones no consensuadas, tratan de pasar por alto otras de raigal importancia, admiten el lobby agresivo de empresas contaminantes, tratan de que la discusión de los textos se haga sin la participación de los delegados más cuestionadores y de definir los asuntos álgidos a puertas cerradas. Todo eso lo describe Fidel cuando reflexionó sobre lo sucedido en la COP 15 de Copenhague.
La COP23 realizada en Bonn durante el mes de noviembre de 2017 fue más de lo mismo. Salvo el compromiso de algún financiamiento –muy por debajo de la cifra imprescindible para lograr los mínimos avances que se planteó París- volvieron a quedar para más adelante (esta vez para el “Diálogo Facilitador” de 2018) las precisiones necesarias.
Desde que se estableció el Fondo Verde del Clima en el año 2009, que pretendía lograr 100 mil millones de dólares estadounidenses anuales para 2020, muchas han sido las discusiones, debates, redefiniciones, que han retrasado su puesta en funcionamiento. Tipo de financiamiento, cifras, concepto, fuente, destino, transparencia, siempre hay un nuevo aspecto que discutir y que posterga su ejecución real. A ocho años de aquella fecha, no se ha alcanzado la cuantía esperada y a partir de ella están edificados los compromisos de reducción de emisiones de muchos de los países en desarrollo.
“Ya han pasado ocho años, se esperaban 100.000 millones de dólares anuales, y eso no ha ocurrido. Lo que hay en la cesta son 6.000 millones” explicó la ministra de Exteriores de Ecuador, María Fernanda Espinosa, que representa al G77 y China (un total de 134 países) [2].
Nadie parece percatarse de que cada año perdido se traduce en un agravamiento en las condiciones climáticas que irán acelerando la irreversible crisis ecológica del planeta.
Según los datos y análisis incluidos en el último informe del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, si los seres humanos continuamos permitiendo la emisión de gases de efecto invernadero en los montos actuales, el peligroso ascenso de la temperatura en 2 grados Celsius con respecto a la época preindustrial se habrá alcanzado en apenas unos 19 años. Y recordemos que el propio Acuerdo de París contemplaba la necesidad de hacer compromisos más fuertes para reducir el ascenso a 1,5 grados Celsius, toda vez que los 2 grados implicaban ya grandes riesgos. Hoy vemos lejos esta meta teniendo en cuenta que ya la temperatura ha ascendido 1,1 grados Celsius, lo cual va dejando muy poco margen para la acción.
Quiere decir que, dentro de 19 años, y quizás mucho antes, serán irresistibles las consecuencias del derretimiento de los glaciares, del aumento de los eventos climáticos extremos y del ascenso del nivel del mar, de la pérdida de especies biológicas, de la acidificación de los océanos, procesos que provocarán efectos muy negativos en la salud humana. Habrá para entonces situaciones incontrolables provocadas por la escasez de alimentos, guerras por las fuentes de agua, una irresistible contaminación del aire y grandes migraciones y conflictos por el acceso a los recursos.
Ante este panorama tan amenazante y desolador, lo que la COP 23 presenta como resultado, después de largas sesiones y mucho revuelo mediático, lleno de palabras vacías, es, entre otros muy pequeños avances, un proyecto global que busca proporcionar seguros de riesgo climático a unos 400 millones de personas pobres y vulnerables para el año 2020. Generosa solución que hará pagar — de nuevo — a los más necesitados para enfrentar las consecuencias de los desastres que han ocasionado otros. Una vez más la vida como mercancía, no como un derecho.
Me pregunto cuándo nos daremos cuenta de que el sistema capitalista ha construido una sociedad global disforme, que se nos vende como “normal” mientras permite crecientes desigualdades cada vez más escandalosas y el genocidio cotidiano. Cómo es posible que estemos ante un conteo regresivo de la vida humana en el planeta, que científicos de todas las latitudes nos lo adviertan, y nada suceda.
Por otra parte, el presidente francés Emmanuel Macron, inspirado por la salida de Trump del Acuerdo, decidió, junto con la ONU y el Banco Mundial, convocar a la llamada One Planet Summit, una cumbre “informal” que se celebró en París, muy pocos días después de terminada la COP 23 de Bonn. A esta cumbre asistieron “actores implicados” de la financiación pública y privada, filántropos, grandes empresas y algunos otros convidados.
De esta peculiar cumbre “por invitación” -cuya propia celebración pone en evidencia el real poder de los estados soberanos para decidir sobre el accionar de sus economías y legitima el poder efectivo de los actores económicos capitalistas- surgieron varios acuerdos que han sido publicitados como pasos de avance en la lucha contra el cambio climático: el Banco Mundial anunció que dejará de financiar la exploración y extracción de petróleo y gas después de 2019; la compañía de seguros AXA acelerará su desvinculación de la industria del carbón y aumentará sus inversiones “verdes” ; un grupo de más de 200 grandes inversores, incluyendo HSBC y el fondo de pensión público más grande de Estados Unidos (CalPERS), presionarán a un centenar de empresas de las más contaminantes para que se sumen a la lucha contra el cambio climático; así como otros compromisos “responsables”, dejando claro que “los inversores quieren destinar fondos a compañías cuidadosas con el medio ambiente”. Otro de los anuncios más notables fue el de la Fundación Bill y Melinda Gates, que va a dedicar 315 millones de dólares a la investigación en la agricultura para “ayudar” a las poblaciones más pobres a adaptarse al cambio climático, en particular en África.
Debido a la crítica situación actual, hemos de aplaudir, venga de donde venga, cualquier esfuerzo por aminorar los ritmos de las emisiones contaminantes y contribuir a una transición energética, pero debemos estar conscientes de que trasladar las inversiones de un sector a otro es solo una cara de la moneda, y el ejercicio de la filantropía tiene mucho que hacer para demostrar su eficacia.
No son las empresas capitalistas ni los bancos los que pueden dictar la agenda de las transformaciones que nos salvarán, en tanto su propia razón de ser no se los permite. Cuando en la Cumbre de los Pueblos de Copenhague se lanzó la consigna “Cambiemos el sistema, no el clima”, se estaba enunciando una idea esencial: no podremos detener la catástrofe que se nos avecina si sigue siendo la obtención de beneficios, la “oportunidad de negocios”, la competencia y los egoísmos, los que guíen los pasos de la especie humana sobre la Tierra.
Mientras estos eventos suceden, las falsas noticias y los algoritmos de Internet nos distraen en asuntos efímeros, nos intoxican con la incesante propuesta de consumo de nuevos y más sofisticados productos y nos hacen perder toda capacidad de análisis. Necesitamos hoy más que nunca crear una conciencia crítica sobre lo que está sucediendo a nuestro alrededor – algo sin precedentes y al parecer irreversible —; una mirada lúcida y racional que nos permita interpretar los datos aportados por la ciencia y el derrotero irresponsable y suicida que nos propone el capitalismo global, absolutamente incapaz de hallar soluciones reales.