Veladoras: entre el objeto VIP y la fábula de Eros
12/4/2019
La exposición Veladoras Arte Universal, del polémico artista mexicano Gabriel Orozco, tuvo su inauguración el día antes de la apertura oficial de la XIII Bienal de La Habana. Los numerosos asistentes a la Sala del edificio de Arte Universal, del Museo Nacional de Bellas Artes, se toparon con una serie de piezas que reafirman la capacidad de Orozco para trabajar con el objeto. Aquellos conocedores de su trayectoria no solo hallarán continuidad, sino también ciertos giros en el contexto del propósito axiológico, vital para apreciar su obra. Sin embargo, el suelto que sirve de catálogo apenas aporta otra información que no sea la del nombre genérico de la muestra y lo imprescindible del autor. ¿Premura o elección? Nada reveló el autor en sus escuetas palabras de agradecimiento ni, tampoco, quienes lo acompañaron en la ceremonia.
Quienes por vez primera contemplaban una obra de Orozco podrían sentirse un poco en los zapatos de críticos de arte de Avelina Lésper, quien ha llamado a este tipo de procedimiento contemporáneo “objetos VIP”, considerando que “no se trata de arte, sino de imposiciones de conceptos y de determinada propaganda que se desarrolla alrededor del propio ejercicio de conceptualización de objetos y actos performáticos”. Otros, más sensibilizados con los procesos de recepción de los nuevos modos de hacer arte, asumirían tal vez el criterio de Juan Villoro, que contempla el resultado artístico “en esa fábula en la que el artista y su obra se confabulan para justificar la dimensión conceptual de los objetos elegidos por encima de las técnicas convencionales de la creación”.
Sin embargo, la impresión que ofrece Veladoras… rebasa ambos extremos, aunque, justamente, sin dejar de beber de cada uno de ellos. Orozco se ha apropiado solo de una pieza de ropa femenina para reconstruir varias formas de expansión, varias misiones de envoltura, según el concepto que, en efecto, el artista impone al uso del objeto. El objeto en cuestión son medias de encajes que las empleadas llevan en su diaria jornada laboral dentro del recinto, muchas veces tedioso del museo. Todas posan para el espectador como si propusieran sinuosas aventuras. Hay, por tanto, un erotismo que difícilmente podrá ser negado por el más escéptico de los críticos, o por el más ingenuo de los espectadores; erotismo que, coherentemente con la elección del objeto en su espacio natural, imprime ritmo al conjunto de la muestra e integra y redimensiona la manera de detenerse a indagar en cada una de las piezas. Se pudiera, además, intentar visualizar conexiones entre la idea del museo como involuntario opresor del arte mismo y la opresión provocadora que las medias imponen a la piel femenina, pero eso sería otro telar.
La desinformación, no obstante, recupera sentido y se convierte en propuesta, en llamado, en diálogo, desafío conceptual o conato de fábula. Si el espectador partió de negativas reacciones, deberá al menos conceder que las formas geométricas inquietan y preocupan; si lo ha hecho a partir de desconciertos, podrá reconciliarse con alguna que otra de las que facilita el empleo de las connotaciones eróticas; si, a fin de cuentas, se ha detenido a mirarlas con sanos deseos de dialogar, podrá tener conversación placentera y disímiles salidas. La he recorrido indagando entre lo conceptual y el tentador relato. He terminado por quedar con el ritmo que el eros nos sugiere, con el deseo presentido de que ese arte (con vicios de su historia incluidos) que Gabriel Orozco sabe muy bien manipular, vale más que dos misas y una buena escapada.