Uno se maneja de otra manera
3/6/2020
Éramos jóvenes, veinteañeros, inquietos y comprometidos políticamente con la izquierda. Como muchos, teníamos un ojo puesto en nuestro país y el otro afuera. Tal vez porque nos creíamos internacionalistas ejemplares era que el mundo nos resultaba angosto y propio, y las causas de los pueblos eran tan nuestras como si estuviesen ocurriendo a la vuelta de la esquina.
Por supuesto que Cuba, la Revolución cubana, era foco de nuestra atención dispersa. Tratábamos de estar al tanto, y si bien en aquella época la mayoría nos manejábamos más por el entusiasmo y las consignas (practicábamos a diario algo así como un Mayo francés de entrecasa), buscábamos informarnos: los viernes en Marcha y cuando el correo lo permitía en las publicaciones que llegaban desde la Isla. En mi caso abrevaba en la revista de Casa de las Américas.
En ese cruce de información me fui familiarizando con nombres y apellidos que, al cabo de citarlos y de alardear con ellos, pasado el tiempo sentí que me pertenecían. De esa manera me hice de una cantidad de amigos imaginarios que contribuyeron a mi aprendizaje y que más de una vez me hicieron ganar alguna discusión, de aquellas frecuentes en las que incurríamos por entonces. El de Roberto Fernández Retamar fue uno de esos nombres. Y ocuparía un lugar preeminente en especial en el 71, año problemático para los cubanos, y febril para los de afuera, que nos esforzábamos por comprender lo que estaba ocurriendo allá lejos, y a la vez justificar errores ajenos que nos importaban como si fuesen nuestros.
En aquel lejano 1971 (que es analizado en toda su complejidad en El 71, el esclarecedor y valiente libro de Jorge Fornet), una serie de malas decisiones de dirigentes cubanos relacionados con la cultura generó la inmediata reacción de la intelectualidad veleta, principalmente europea, aunque algunos latinoamericanos no se quedaron atrás y también apuntaron en la dirección que soplaba el viento. Los ofendidos no solo cuestionaban la política cultural cubana sino que en el fondo se solazaban poniendo en entredicho a la propia revolución. Unos cuantos de ellos salían a cobrarse cuentas viejas, otros hacían méritos para desmarcarse de un pasado que suponían perjudicial para sus carreras personales, y muchos que tocaban de oído en nuestros países se hacían eco de aquella música escrita principalmente a orillas del Sena. Los ataques arreciaban y el fuego cruzado ocupó por unos meses las páginas de diarios y revistas, y en nuestro caso las conversaciones de café.
Hacia fines de aquel año intenso llegó a nuestras manos el número 68 de Casa (septiembre‒octubre de 1971), que resultó un respiro, un soplo vivificante con argumentos de peso “Sobre cultura y revolución en América Latina”, tal era el lema general de aquella entrega. Teníamos a nuestra disposición 195 páginas escritas por algunos de mis amigos imaginarios, que sentí venían en mi ayuda. Estaban allí Juan Marinello, Manuel Galich, Carlos Droguett, Mario Benedetti, Pedro Jorge Vera, Alejandro Romualdo, Lisandro Otero, Oscar Collazos y cerraba la lista Roberto Fernández Retamar, firmando un contundente ensayo: “Calibán”, que pronto se publicó como libro, también en Uruguay. Fue el acabose, o mejor dicho: el principio de una relación con ese texto que aún perdura, y el inicio de la admiración que desarrollé y profundicé con el tiempo hacia la obra y el magisterio de Fernández Retamar.
Cuarenta y pico de años después de abrir por primera vez el número 68 de Casa, tuve la suerte de conocer personalmente al hombre que, sin saberlo, me había dado una mano grande en aquel verano del 71, para entender lo que ocurría en Cuba y también bajo nuestros pies. En esa oportunidad no le dije nada de esto que ahora cuento. No era necesario. Con los amigos imaginarios de toda la vida uno se maneja de otra manera.