Ha salido a la luz pública el retrato oficial del rey británico Carlos III. La obra muestra a un monarca en medio de llamaradas rojas que lo deforman y que ocultan su figura vestida a la usanza de la guardia galesa. Una mezcla de tradición y de modernidad se propone como la base de esta obra que, sin embargo, ha causado un impacto tremendo en el mundo del arte y en los debates que tienen lugar en torno a las representaciones del poder. Sin dudas la aristocracia es un tema que aún atrae miradas llenas de pasión. Por un lado, persiste el juicio de que en los tiempos que corren la sangre no debería ser el criterio a la hora de construir una determinada estructura política, por otro se pondera el peso de la ancestralidad y de las instituciones estables como garantía al menos simbólica de que un determinado sistema funcione. El arte, como dimensión espiritual del debate, tiene el deber de reflejar las contradicciones, de no ser complaciente, sino de ir hacia aquellos aspectos que de alguna manera prefiguran una inconformidad, un cuestionamiento, una propuesta de rebeldía.

Jonathan Yeo es el artista que está detrás de la autoría del retrato, un pintor que en otras ocasiones se ha destacado por lo polémico de sus obras. En el pasado hizo imágenes de George Bush y de Berlusconi con recortes de revistas para adultos, lo cual impone una lectura de la realidad desde el más puro criterio agudo, informado e incisivo. Yeo no quiere complacer solo al retratado, sino de alguna forma colocarlo en situación, cuestionarlo, hacer un guiño a la historia. Y eso posee algún mérito, tratándose de una pieza por encargo de una de las casas reales más perpetuadas y poderosas de las que se tenga memoria. El rey Carlos subió al trono ya con una avanzada ancianidad, luego de estar a la sombra de la inmensa figura de su madre. Él asume una institución cuestionada, que posee aristas polémicas, pero debe representar además a un país cuyos valores cambian en medio de la globalización más implacable. Por ende, la marca del reinado es la transformación, el tránsito, la mutación. De ahí un conjunto de símbolos que el artista ha incluido en la pieza. Pero más allá de ese debate, la humanidad tendría que reflexionar en torno a cómo el poder se ve a sí mismo y se construye a través de las representaciones del arte. Reino Unido ya no es la superpotencia de antaño, pero pervive en el imaginario cultural como el centro de la anglósfera que aún domina buena parte del consumo de las masas y de las percepciones sociales acerca de lo real y lo aceptable.

“Jonathan Yeo es el artista que está detrás de la autoría del retrato, un pintor que en otras ocasiones se ha destacado por lo polémico de sus obras”.

Por ahí va parte del debate que entraña la popularidad del retrato del rey. Pero más que eso, el cuadro asume el imaginario de un pueblo en torno al pasado de su monarca y la relación con el poder. El color rojo alude a la sangre, a los uniformes coloniales y a la naturaleza violenta de la expansión del imperio. Pudiera verse una crítica implícita a partir de cierta simbología cromática, pero de inmediato damos con la mariposa que revolotea a la figura real y eso le imprime otra vuelta de tuerca a las interpretaciones. El animal marca una pauta de paz y de armonía en medio del rojizo tono del infierno, de hecho, se trata de un segmento de la obra en el cual pareciera detenerse el ritmo de la violencia y del sarcasmo que caracterizan las lecturas de la historia que hace Yeo. La mariposa pertenece a la especie monarca y según el autor de la obra eso representa la transición del príncipe hacia el estadio de rey. De hecho, existen otras muchas lecturas, hay quien dice que se trata de una encarnación de la reina que revolotea desde su influencia en la historia, otros se refieren al traspaso de época que significa la llegada de la cuarta revolución industrial y el papel que Inglaterra juega como potencia y como centro de la anglósfera. Se trata pues de una obra que, ya sea por la ambigüedad de sus símbolos como por el contexto en que se produce, genera todo un fenómeno de recepción en los públicos y en las instituciones.

“El cuadro asume el imaginario de un pueblo en torno al pasado de su monarca y la relación con el poder. El color rojo alude a la sangre, a los uniformes coloniales y a la naturaleza violenta de la expansión del imperio”.

Pero, ¿qué utilidad tiene para la crítica de arte desmontar las cuestiones en torno al retrato del rey Carlos? En una primera instancia la obra replantea la relación entre el poder y la creación y nos ofrece la oportunidad de un debate riguroso que no se quede en la simple noción de lo representado. La política como fuente de belleza y de cuestionamiento a las propias estructuras que la definen siempre será un tema peliagudo, sobre todo porque a lo largo de la historia los retratos de esta misma esencia han servido como vehículo para expresar conceptos artísticos más allá de las ideologías. Hay que remontarse a las aportaciones de un Velázquez por ejemplo que colocaba a los reyes en un plano muy relegado y ponía por delante a la figura del artista. De esa manera se cuestiona la noción de sujeto logocéntrica que está detrás de la esencia del poder en la política occidental moderna y se abre un camino hacia la deconstrucción de procesos de toma de sentido.

El retrato del rey intenta ser también el de una época y se mueve en un punto intermedio entre la complacencia con el poder y la crítica al mismo, se introduce en códigos compartidos con la masa que serán consumidos de diversas formas en dependencia de la segmentación de los públicos. Para una porción importante de la audiencia, la obra reactiva los conflictos del pasado en torno a la relación del rey con su esposa y las filtraciones que hicieron trascender una conversación privada en la cual él declaraba el deseo de convertirse en un tampón para el uso de ella. Pero más allá de esa fase chismográfica y frívola hay que ir hacia las bases de una relación arte-poder en la cual no solo se cuestiona a la autoridad, sino que se la desautoriza a partir de elementos gráficos. El rey aparece en medio de un río de lava hirviente que para muchos posee una referencia en las pinturas de William Blake acerca de los pecados y de las estampas del averno. La indefinición de la figura en ese magma encendido pudiera apuntar hacia una casa real en crisis y un modelo que ya no puede esconder su esencia o sea el viejo capitalismo moderno que entraña una decadencia que lo coloca dentro de lo peor de las experiencias existenciales de la especie. Las lecturas más escatológicas de este suceso de las artes hablan acerca de la presencia de una figura oculta de un ente luciferino, incluso hay quien señala que el monarca tiene una cola.

“El retrato del rey intenta ser también el de una época y se mueve en un punto intermedio entre la complacencia con el poder y la crítica al mismo, se introduce en códigos compartidos con la masa que serán consumidos de diversas formas en dependencia de la segmentación de los públicos”.

Esta porción del público que acude a representaciones ocultas de Baphomet (simbología del demonio según la escatología cristiana) se apoya en un rejuego que de manera inteligente hace Yeo. La crítica de arte Avelina Lésper le señala al autor que falló en su concreción cromática al no usar el rojo intenso que caracteriza a los uniformes de los guardias británicos. En realidad, Yeo se refiere con el color fucsia a los mapas del antiguo imperio británico, que eran rellenados cromáticamente de esa manera. La alusión no es militar ni se centra en los uniformes de las tropas, sino geopolítica. A su vez, el imperio aparece representado en el más allá como una realidad que pervive y que juzga al monarca a partir de los sucedidos violentos. De esa manera, los crímenes imperiales no desaparecen, sino que esperan a los reyes más allá de la vida en la Tierra y se convierten en una marca moral ante la historia. El uso de los elementos escatológicos, por parte del artista, no solo recrean un universo de culpa y pecado, sino que bloquean la capacidad de redención a partir de cómo queda representado el rey. Con una sonrisa irónica, el monarca sostiene una espada en sus manos entrecruzadas. La calma con que nos mira pareciera ser la de una persona que no tiene remordimiento y que está consciente de su peso como figura. En otras palabras, el infierno juzga al rey, lo coloca en el centro del fuego satánico, pero a pesar de ello no aparece la conciencia, ni el arrepentimiento. El poder, en su naturaleza más descarnada, nos muestra hasta qué punto se siente constituido por la impunidad.

Si para Lésper es un error el uso de la mariposa porque obviamente no existe en Carlos una transición de príncipe a rey en el sentido traumático del asunto (él es preparado para eso desde que nace) sí hay que hablar de ese símbolo en el sentido epocal y como una referencia a los traspasos de poder dentro de la casta globalista. La mariposa sale de su estado inicial y cambia hacia un ser totalmente distinto, pasa de la fealdad a la belleza. De la misma manera el reinado pretende salir de situaciones complejas en el orden moral y de la concreción política para colocar al rey en el centro de un mejor punto de vista dentro del panorama de las relaciones internacionales. Y es que la realeza británica es para Occidente uno de los centros de poder más significativos. No solo porque Inglaterra como potencia posee una ascendencia militar y económica, sino como uno de los signos más relevantes de lo que es el moderno capitalismo. El retrato intenta tener todo eso en cuenta, pero a la vez establece vectores de sentido que lo cuestionan y reflejan la crisis de todos esos significantes. El artista quiere hacer una obra inteligente y se pasa constantemente de un lado a otro dentro del espectro de símbolos. Con ello quiero decir que, a pesar de ser un cuadro por encargo, no estamos ante la presencia de algo que estará desapercibido.

“El uso de los elementos escatológicos, por parte del artista, no solo recrean un universo de culpa y pecado, sino que bloquean la capacidad de redención a partir de cómo queda representado el rey. Con una sonrisa irónica, el monarca sostiene una espada en sus manos entrecruzadas”.

Yeo es el pintor oficial de la corte. Ha retratado al Príncipe de Gales y a otros miembros de la realeza, siempre intentando los mismos rejuegos. La crítica está consciente de que las técnicas de este autor se refieren a elementos irónicos y que para nada se detienen en la simple representación del físico o de las emociones de los retratados. Hay que mencionar aquí que no pocas obras de este autor han sido rechazadas por los personajes poderosos que él ha pintado. Colocar retazos de revistas para adultos como elementos de composición para un cuadro sobre Bush alude directamente a la naturaleza pornográfica de la pintura en relación con la política. Es como si el autor dijera que no piensa callarse lo que piensa acerca de la obra del retratado y que halla cierto paralelismo entre ese tipo de revistas y el núcleo de la producción de sentido del poder. La crítica demoledora no deja lugar a dudas. Pero no es el caso de la sutileza de este cuadro del rey, que además se mueve en elementos entre hermosos y feos, entre delicados y grotescos, entre elogiosos y ofensivos. La obra posee tal ambigüedad que sin dudas va a generar todo tipo de interpretaciones. Y quizás incluso el propio monarca esté buscando ese efecto en los públicos.

¿Qué le queda a estas alturas a la monarquía?, los símbolos. Y eso no es poco. Los reyes son rituales que el poder realiza para reafirmarse a partir de una referencia ancestral. A partir de los usos de elementos gráficos se establecen canales de comunicación entre el pasado y el presente y ello sanciona la corrección del orden estatuido. De manera que no es solo un signo vacío, sino que funciona como elemento que coacciona la resistencia y la introduce en el campo de la obediencia. Se acata al rey porque este posee todos los ingredientes de lo que para un ciudadano británico es lo bueno y lo hermoso. Como ideología de poder la monarquía depende de la actualización de los símbolos para que interactúen con el presente y no dejen lugar a dudas. Ese sistema de gobierno se basa quizás más que ninguno en la alusión al arte y sus diversas representaciones. Más que racional, el lazo sanguíneo de los monarcas requiere de un apoyo emocional, relativo a la porción más impulsiva de nosotros mismos. Al rey se le sirve y no se le cuestiona ya que es un orden que viene predefinido. Pero para reedificar el mito es preciso que el ritual se haga presente a partir del arte y que sea consumido con avidez por las nuevas generaciones ya sea porque se trata de algo de moda o simplemente porque levanta las nociones de la polémica en unos tiempos repletos de frivolidad.

“¿Qué le queda a estas alturas a la monarquía?, los símbolos. Y eso no es poco. Los reyes son rituales que el poder realiza para reafirmarse a partir de una referencia ancestral”.

El rey Carlos no solo es el sucesor de una reina que marcó para siempre un país y que quizás era el cierre de una época en la política internacional. Se trata de un hombre que lleva en sus hombros el peso de un modelo en crisis y que tiene que representar a toda costa un renacer de las nociones relativas a la sucesión, el poder jerárquico, la violencia del imperio y su permanencia en el tiempo. Que todos esos elementos de la ideología estén presentes, pero, además, cuestionados por el artista, habla acerca de la necesidad de mirar el arte como una plataforma para repensar ingredientes duros de la construcción del poder desde la cotidianidad. No solo porque en ello nos va la vida como críticos, sino porque si alguna utilidad tiene la belleza es por su relación con la realidad concreta y con aquellos mecanismos que nos interpelan como seres sociales de un tiempo específico. Dicho de otra manera, el poder y sus derivaciones tienen que ser criticados a partir del arte o se está en presencia de una simple pieza de propaganda. Y eso Yeo lo entiende muy bien. Solo con su aportación, con la subjetividad del artista, se logra que lo que está estancado y muerto retorne a una vida que resulta necesaria, vital, imprescindible para quienes consumimos el arte.

No hay que glorificar al rey, solo representarlo en su infierno. Esa es la realidad detrás de la monarquía, la esencia codificada en la pieza de propaganda, el núcleo de poder burlado por la inteligencia de quien se sabe en una postura superior a la de los reyes: el artista y su noción de la belleza. Por supuesto que, llegados a este punto, quienes hemos deconstruido la obra de Yeo sabemos que su intención no era nada inocente y que incluso el rey queda mal parado detrás de todas las referencias diabólicas, escatológicas, apocalípticas, terribles e históricas. Solo a partir de un ejercicio de desmonte, se desentraña la realidad que el artista sepultara detrás de los trazos de su paleta. Para quienes miren el retrato, habrá una porción misteriosa, algo lóbrega que apuntará al universo oculto. Y esa es la clave que nos toca difundir y trabajar. La tradición gótica, esa que reside en las bases del arte inglés, marca con hierro encendido la presencia pictórica del rey en el panorama de las artes. A su vez, lo que era una pieza de presentación y protocolar pasa a ser un vehículo para el pensamiento, para la rebelión y para la actualización de los mitos y ritos de lo que es hoy la monarquía.

“Estamos en presencia de un poderoso símbolo que apunta hacia la humanidad y su pensamiento más crítico, que nos coloca en crisis y nos indaga acerca de nuestro sitio como seres sociales en la historia. El rey, como todo sujeto de poder, es solo la manera, estilo, el pretexto para un texto”.

En un mundo donde priman las conspiraciones y los significantes que apuntan hacia el poder siempre desde la sospecha, la obra de Yeo constituye sin dudas un discurso interesante que interpela de forma directa a los personajes centrales de la vida política. Ello acontece con la fuerza y el talento de quien ya posee un estilo constituido en el cual por demás la fama, el poder y lo intocable de determinados seres terminan siendo elementos cuestionables, puestos en crisis, rebajados en su esencia.

Quizás el retrato merezca un acercamiento más desde lo pictórico y una relación con la crítica donde pese menos lo político, pero ambas dimensiones se superponen y hacen imposible que el juicio no sea apasionado y parcial desde un posicionamiento frente al tema de las monarquías y a cómo se constituye el poder en el mundo occidental blanco europeo que desde siglos ha dominado el arte y la cultura. Más que un retrato, la obra es un pretexto para dialogar en torno a esos temas que predefinen un debate y que nos conducen necesariamente por los derroteros de la política. Pero eso es lo que desea Yeo, quien con fina ironía pudo representar al rey en perfecta armonía con el medio, pero eligió un infierno irreal, en el cual se purgan las culpas terrenales.

Estamos en presencia de un poderoso símbolo que apunta hacia la humanidad y su pensamiento más crítico, que nos coloca en crisis y nos indaga acerca de nuestro sitio como seres sociales en la historia. El rey, como todo sujeto de poder, es solo la manera, estilo, el pretexto para un texto. Esta temporada infernal viaja a los orígenes de lo más rebelde de las artes y entrega el fuego prometeico a quienes no sientan miedo alguno de interpelar a los poderosos desde la belleza y la denuncia. Es el poeta, una vez más, en esa estirpe que entronca con la tradición del Conde de Leautremont o con la escuela simbolista francesa del siglo antepasado. O sea, la rebeldía.  

3