Una Revolución “de los humildes, por los humildes, para los humildes” que alienta todavía
I
Un 24 de marzo de 1983 —en una inolvidable gira, la primera, por varias universidades norteamericanas— puse los pies en el fastuoso Faculty Club de la Universidad de Harvard que era, para entonces, un nombre prohibido para alguien con mis orígenes. ¿Había sido un sueño? No. Era una realidad palpable, cercana, en donde conocí cómo podían deshacerse las fronteras artificiales entre dos culturas, en realidad, dos modelos antípodas de vida y sociedad en este hemisferio.
Invitada por el Centro de Estudios Cubanos de Nueva York —que había fundado la periodista Sandra Levinson— disfruté una experiencia única, pues comprobé que existen ideales y presupuestos que te enriquecen más allá del marco en que se produzcan. Viajé de un lado a otro, este y oeste, de los Estados Unidos leyendo poemas e intentando armar las coordenadas de un mundo que, hasta el momento, solo era valorado en su condición de minorías.
¿Qué eran las minorías? Exactamente, las grandes mayorías rechazadas por un poder hegemónico desde cuya mirada pretendían definirlo todo. Todo lo que no comprendían era puesto en duda y, de hecho, marginado, colocado en un lugar subalterno al servicio de lo que, en aquel tiempo, se reconocía como el dominio de la categoría WASP.
“El arte no tiene patria, pero los artistas, sí”
Leer los poemas escritos en mi primera juventud ante un público de académicos y escritores de altísimo rango intelectual, me hace recordar hoy que, primero, en un gesto de gran nobleza fueron alabados por nombres más que establecidos en la poesía de lengua española como lo eran, desde entonces, los del mexicano Efraín Huerta y el cubano Nicolás Guillén. Como sabemos, Harvard es un emblema de la Academia y, asimismo, del conocimiento y la erudición occidentales que no deberían someterse a los vaivenes de coyunturas transitorias cuya esencia no debería sobrestimarse ni estar por encima de la transparencia necesaria que requiere la práctica de un oficio, insustituible, que se debe al rigor de impartir docencia. Esa práctica no debe ser enturbiada en nombre de ninguna opción por válida que fuese.
Esa experiencia fue la palanca fundamental para que el poeta griego Stratis Havarias me invitara a leer en el exquisito Poetry Room de la Biblioteca Lamont, de Harvard College, en Cambridge. Aunque maltrecho por la falta de piedad de ciertos huracanes, todavía conservo con afecto el bello cartel que Havarias me entregó como anuncio y reflejo de una acción a favor, siempre, del intercambio cultural, antesala de un diálogo político insoslayable.
II
Las consideraciones expuestas por varios centros docentes integrantes de la prestigiosa Universidad de Harvard mediante una declaración esencialmente politizada nos obligan a precisar algunas de sus intenciones y ciertos términos allí empleados.
“Los artistas cubanos, de la Isla o de su diáspora, han podido manifestar, por su cuenta y riesgo, ideales propios de libertad civil o artística”.
Partiendo de la defensa del legítimo derecho de la comunidad intelectual y científica de la isla de Cuba a mantener un diálogo —sustentado hasta hoy en relaciones de colaboración e intercambio, de “larga data”— basado en el respeto mutuo, consideramos que en dicha declaración se subvierten principios nunca negociables. Así, quisiera dejar dicho que:
- Debemos marcar la diferencia entre artistas y activistas.
- Los artistas cubanos, de la Isla o de su diáspora, han podido manifestar, por su cuenta y riesgo, ideales propios de libertad civil o artística.
- Ninguna institución, ningún centro docente, están en el derecho de trazarles pautas.
- Nadie ha condenado nunca el derecho de los artistas a su legítima expresión, a sus presupuestos estéticos. Nunca ha sido así.
- Si los medios “desacreditan” a activistas que, a la vez, son artistas a causa de su sumisa entrega, remunerada o no, al enemigo —siempre hostil, que es el imperio— deberá ser por informaciones de primera mano que así han quedado demostradas; o por el despliegue de acciones subversivas a favor de un antiguo proyecto extranjero contra la soberana integridad de la Isla.
- El “movimiento” San Isidro radica en el barrio del mismo nombre, instalado alrededor del puerto de La Habana, famoso por su pintoresca estampa y, más aún, por haberse instalado, por derecho propio, en el imaginario popular capitalino desde el siglo XX. San Isidro acogió en su seno a las capas más humildes de la sociedad urbana. No obstante, es inadmisible aceptar la afirmación de que “es un barrio pobre habitado mayoritariamente por afrodescendientes”. Estamos ante la evidente manipulación de un término cuyo uso es indiscriminado en cierta literatura antropológica que lo manipula sin analizar el firme contorno civil que de allí se debe desgajar. Así, se desconoce el concepto de nación. Los afrodescendientes, según esta idea, viven y mueren en una bolsa marginada que solo aguarda por los galeones coloniales que los devuelvan a África, su cuna natural. Antihistórica y con una evidente voluntad de segregación racial, el término convoca a la más solapada confusión. En nuestra América: Somos cubanos. Somos uruguayos. Somos mexicanos. Somos panameños más allá de nuestro origen étnico. La nación no es una suma de etnias. ¿O es que los aparentemente blancos cubanos tendrían que reclamar sus orígenes asturianos, gallegos o andaluces? Antonio Maceo sería entonces un afrodescendiente. José Martí, ¿un canario hispanodescendiente? ¿A cuál etnia pertenecerían cada uno de estos próceres?
- “Las vidas de los negros cubanos importan”. Pero, ¿estarían a salvo sus vidas bajo las bombas de los invasores? Las bombas cuando caen; las balas cuando alcanzan piernas y brazos, no escogen a sus víctimas por el color de la piel. Así que, en semejante confrontación —tan anunciada como posible— las vidas de los cubanos son las que importan.
- Los cubanos —en sus barrios capitalinos, en montañas y llanos, en sus costas, en todo su archipiélago— y su Revolución tienen derecho a existir y, por supuesto, a defenderse ante la pretendida intención anexionista que ahora se disfraza de inquietud artística y diálogo civil. Recordemos que el arte no tiene patria, pero los artistas, sí. El arte no dialoga, no representa nunca un valor de cambio, ni de negociación.
- El exterminio de la injusticia social —en constante vía de restauración—, sin condición ni tiempo, siempre será la clara bandera de una Revolución “de los humildes, por humildes, para los humildes” que alienta todavía.
- Asimismo, hago también un llamado respetuoso a las conciencias, a la moral y a los sentimientos humanitarios de quienes se enfrentan —mediante sus estudios e investigaciones académicas— a la desigualdad galopante, a la opresión enmascarada, a la enajenación, ahora virtual, fruto de esa diversidad que nos define y nos hace saber que “un mundo mejor es posible”.