Una Infanta levantisca
1/9/2016
La figura egregia que nos mira desde la foto parece poner en duda lo que ve. Se llamó María Eulalia Francisca de Asis Margarita Roberta Isabel Francisca de Paula Cristina María de la Piedad. Había nacido en Madrid el 12 de febrero de 1864, era más conocida como María Eulalia de Borbón y fue la tercera hija de su majestad Isabel II y de su consorte don Francisco de Asís de Borbón, duque de Cádiz, a quien el vulgo hispano llamaba en secreto “Paco Natillas”.
Foto: Cortesía del Autor
La imagen no hace justicia a la dama en cuestión [1], que parca y adusta, y en situación ecuestre, tiene como escenario el patio central del Palacio de los Capitanes Generales de La Habana, a donde llegó un día de mayo de 1893.
Completaba el séquito, como parte de la Familia Real, el esposo de la infanta, don Antonio de Orleans y Borbón, duque de Galliera, mientras que en representación del gobierno estaba el duque de Tamales. Seguía en jerarquía el duque de Veragua, descendiente del Gran Almirante y llamado también Cristóbal Colón; una dama de honor, la Marquesa de Arco Hermoso —amiga personal de la alteza—, y como secretario particular del consorte real, don Pedro Jover.
La visita fue un gran acontecimiento político y social. Los salones más ricos de la capital cubana se disputaron a los príncipes y se multiplicaron las lidias de toros y gallos, las paradas y bailes populares.
Se afirmó entonces que la estancia era una escala en el tránsito hacia los Estados Unidos. Pero todos sabían que algo andaba preparando la Corona española.
Años después se diría que la princesa María Eulalia en sus Memorias, publicadas en París, trató con desdén a los cubanos al usar frases que resultaban mortificantes. Otros serían más certeros al asegurar que fueron justos los príncipes al despreciar a los súbditos que les adulaban, cuando eran míseros colonos.
La misma princesa dejó escritas pinceladas curiosas y ubicados análisis en torno a las circunstancias de su viaje:
María Cristina me llamó una tarde.
—Tienes que ir a Cuba –me dijo con el tono autoritario que solía poner cuando se trataba del interés nacional– y, de allí, a los Estados Unidos (…). Tendrás que prepararte para una difícil labor diplomática.
La misión era comprometida. Yo conocía solo por referencias superficiales el problema cubano y no podía formarme un juicio personal oyendo solo la opinión cerrada de la Corte.
(…)
El viaje debía iniciarse a mediados de 1893 para estar unos pocos días en La Habana y llegar a Chicago en junio. Traté, durante todo el tiempo de la espera, de ponerme al tanto de los problemas políticos de la Siempre Fiel Isla de Cuba (…), pero encontré poco material aprovechable, ya que los que estaban más a mi alcance eran todos adictos a la corona o se guardaban de decir lo contrario.
En Madrid residía un jefe revolucionario de mucho prestigio, el General Calixto García, pero hubiera sido escandalizar a mis compatriotas el recibirlo. Me puse, empero, en contacto con García por intermedio de un amigo común, y gracias al culto “cabecilla” cubano puede penetrar un poco en la realidad del problema. Llegué a pensar que, al fin y al cabo, les sobraba razón a los cubanos en sus deseos de libertarse (…). Una noche, poco antes de mi partida, dije todo esto en la comida de Palacio y la ira estalló fulminante contra mí. Cánovas [2] me contaron que se puso rojo a la mañana siguiente, pero como era más inteligente prefirió convencerme a tener que increparme.
(…)
En la cuestión de Cuba, Cánovas era un intransigente ciego frente a mí, que veía el problema con más claridad. Casi todos seguían, sin embargo, a Cánovas, cuya frase “el último hombre y la última peseta” para sostener la soberanía de España en Cuba, costó ríos de oro y sangre, inútiles y dolorosos.
Esa era la situación cuando la gloriosa dama divisó la capital de Cuba “ya entrada la mañana del 8 de mayo y, bajo un sol magnífico, de fuego, crepitante casi, que blanqueaba los muros, devoraba los colores y encendía los rostros, se detuvo el barco a esperar el práctico”…
Mucho se sigue especulado sobre el hecho de que al desembarcar en el puerto de La Habana, la infanta apareció ante los cubanos vestida con los colores de los insurrectos de la Isla.
(…) yo, impaciente por desembarcar, terminaba de vestirme en mi cámara el traje que más inquietudes ha producido en torno mío. Era un traje de tela fina, azul celeste, con unos bordados blancos que llevaba en el cuello una fina cinta de terciopelo rojo, idea del modisto que había “creado” para mí el modelo. Al presentarme en cubierta para reunirme con mis compañeros, una exclamación del capitán del buque me dejó atónita y estupefacta: Vuestra Alteza no puede desembarcar vestida de esa guisa. Lleva, precisamente, los colores de los insurrectos cubanos, los colores rebeldes, la bandera misma de la Revolución. Será un escándalo.
Los que me rodeaban secundaron al capitán y un gran revuelo de consejos se armó en torno mío. ¡Pero estaba tan elegante mi traje enviado de París! Además, no veía el escándalo de vestir colores tan corrientes, pues yo ignoraba el verdadero estado de ánimo de los cubanos. Llegué a irritarme ante los consejos. Mi marido estaba furioso por lo que llamaba mi imprevisión.
—¿Pero qué quieren ustedes –interrogué, dispuesta a no cambiarme de ropa–, que baje a tierra vestida de rojo y amarillo, porque esos son los colores de España?
Pero no hubo tiempo ya de seguir la discusión. En su lancha engalanada, llegaba hasta nosotros el Capitán General Rodríguez Arias, con todo su Estado Mayor. Fue preciso desembarcar con el traje “insurrecto” y crucé entre aclamaciones, aplausos, cañonazos y música, mientras los cubanos alzaban sus gritos jubilosos y mis compatriotas desconcertados se preguntaban qué era aquello. Cuando llegué al Palacio del Capitán General —construcción de purísimo estilo colonial que me sorprendió por su severo lujo— tuve que cambiarme aquel traje díscolo, revolucionario e inquietante, que me estaba vedado de usar en Cuba”.
¿Un acto de simpatía a los revolucionarios? Algunos aseguran que sí. Otros afirman que era una autentica monárquica que solo estaba siendo objetiva y pragmática: “entre las fiestas y los agasajos, las recepciones y el cariño, yo no olvidaba mi misión política”.
“Pocos días me bastaron para darme cuenta de la verdadera situación cubana (…). Detrás de las atenciones, de la gentileza y de la afabilidad característica del habanero se descubría su pensamiento político distanciado de la corona… Solo escuché palabras de respeto, de simpatía y de homenaje. Pero vi que en Cuba nuestra causa estaba perdida definitivamente”.
Al regreso contaría a su madre que lo mejor sería vender Cuba a los Estados Unidos o a los mismos cubanos. La anciana saltó indignada…, “como si yo hubiera propuesto una herejía: ¿crees tú, insensata, que se venden súbditos como cabezas de ganado?”.
Conformaría el perfil de Maria Eulalia saber que se había casado en contra de su voluntad y por razones de Estado, el 6 de marzo de 1886, con Antonio, su primo carnal, quien no la hizo feliz, le fue infiel repetidas veces y con poca discreción, y recibió de ella la misma receta.
Algunos recuerdan sus constantes choques con sus hermanas y su madre. “(…) se me hacía más pesada la vida de la Corte, sin libertad, sin sonrisas, sin el aire, el sol y la ligereza a que me habituaba lejos de ella. En la Corte española de la Regencia todo terminaba y empezaba con rezos y, fuera de orar, nada se hacía”. También tuvo desavenencias con su sobrino, el rey Alfonso XIII, por escribir un libro titulado Au Fil de la Vie, prohibido en España por ser una obra de carácter feminista y demasiado modernista.
La estancia en La Habana de la infanta terminó el 15 de mayo de 1893, cuando a las cuatro de la tarde subía al buque-correo Reina María Cristina, de la Compañía Trasatlántica Española, para seguir viaje hacia Nueva York.
De sus días habaneros lamentaría “un calor asfixiante, se me hacían interminables aguardando la noche, en que me extasiaba frente a un cielo magnífico”, y tomaría nota del derroche y el lujo del que hacía gala la alta sociedad habanera.
Entonces escribiría: “Al partir, mi corazón se ha apretado como si nunca más tuviera que volver a pisar esta tierra tan fecunda, este país encantador donde los sentimientos son tan vivaces como las plantas y los árboles…me ha parecido que dejaba detrás de mí algo de mí misma”.
Poco después estallaría la guerra del 95, principio del fin de la dominación española en América.