Una banana de 6 millones de dólares que no vale absolutamente nada
La venta de la obra Comediante de Maurizio Cattelán en 6.2 millones de dólares en Nueva York evidencia la grave crisis que atraviesa la relación entre el arte y el mercado en la actualidad. Concebida como una reflexión en contra precisamente de esos efectos nocivos de la compraventa sobre la creatividad y la esencia de una pieza, el efecto bumerán se ha dado de forma casi automática. Las personas solo ven en esta propuesta el escándalo mediático, la repercusión banal y la notoriedad fatua ganada a partir de las redes y de los circuitos de arte vendidos a los millones de una industria que solo busca el beneficio del aparato del arte. Todo ello pone en tela de juicio y lanza una sombra cínica sobre si de verdad Cattelán quiso desmontar la maquinaria o si simplemente se montó en la ola y la ha potenciado. En todo caso, la crítica ha ponderado este tipo de arte en el cual se puede observar una absoluta desvalorización de los procesos complejos que están en al núcleo de la creación y por ende una traslación desde el propio sujeto artista hacia el universo paralelo de las ventas.
Pareciera que para todo existe una explicación desde la teoría o la filosofía. Se ha dicho que Comediante posee sus raíces en el dadaísmo y en Duchamp y que, como aquellas obras, no busca una vida como pieza de arte, sino como una absoluta broma cuyo cinismo tendrá los límites que la sociedad le permita. Hay que pararse y preguntarse qué pasaría si no hubiera todo un mundo de mercado del arte con estas piezas que obviamente no respetan la representación en su esencia, sino que la usan como trampolín para su relación con el dinero. La contradicción entre el arte y el mercado se explica a partir del fetichismo de la mercancía. Algo tiene valor en cuanto a su utilidad, pero a la vez existe un valor añadido en el cual cabe todo lo que el comerciante en su operatividad de ventas sea capaz de concebir. Ese es el origen de la industria de la publicidad, que vende no solo el objeto, sino el deseo de tenerlo. En el campo subjetivo de los seres humanos, en las representaciones de jerarquías irracionales y en las relaciones entre la percepción y la realidad, caben muchos aspectos susceptibles de ser modificados por el bombardeo de la publicidad. La gente busca gratificación, ser aceptada, reconocida y formar parte de una comunidad mayor. En estos signos hay que inscribir un fenómeno como el de la obra Comediante de Cattelán, que busca jugar con todo eso y, en teoría, desmontarlo.
“Las personas solo ven en esta propuesta el escándalo mediático, la repercusión banal y la notoriedad fatua ganada a partir de las redes y de los circuitos de arte vendidos a los millones de una industria que solo busca el beneficio del aparato del arte”.
Pero resulta que si usted vende ese objeto arte en 6.2 millones y antes de eso realiza toda una operatividad de mercadeo que comenzó en 2019 en Miami y cuyo foco de origen fue una feria, el concepto de arte rebelde que se enfrenta a las estructuras no es muy creíble. Eso se compara con luchar contra la monarquía coronando al rey. Dicho de otra manera, los hechos dicen más que las palabras del artista en su intención primaria. Existe una sospecha entonces que se funda en los resultados de este tipo de arte y no precisamente en sus intenciones o en la forma en que el sujeto concibe los signos que lo sustentan.
También cabría la defensa de que el mercado resignifica la obra y la transforma en algo que es distinto de su núcleo, pero es que todo lo que Cattelán hizo desde el momento cero era potenciar el comercio, la fama y por ende la banalidad de la cual en teoría dice estar en contra. Y este es el tipo de análisis que habría que hacer con el arte conceptual, el de si es o no consecuente con las ideas que dice sustentar, a pesar de que a su favor se use la inconsecuencia como un recurso paródico y hasta retórico. Si la modernidad líquida es algo que sustenta y explica la no esencia de la obra de arte posmoderna, habría que ponderar desde los espacios de legitimación que esos sujetos asuman una responsabilidad hacia aquello que hacen y no solamente permitirles la parodia, el juego o peor aún el mercadeo a partir de la burla.
“En el campo subjetivo de los seres humanos, en las representaciones de jerarquías irracionales y en las relaciones entre la percepción y la realidad, caben muchos aspectos susceptibles de ser modificados por el bombardeo de la publicidad”.
Y es que si para Cattelán la modernidad en su desvanecimiento puede justificar una forma de arte que se sustente solo en la burla de los otros —que al final es lo que viene quedando— la crítica debería tener un lugar en la perspectiva del consumo que no hiciera causa con aquello que no solo disuelve, sino que enajena el objeto del arte. Bajo la premisa de que cualquier cosa es considerada algo digno de la categoría de ser expuesto y analizado como tal; entonces un cuadro de un principiante también merece ese mismo juicio o incluso cualquier cosa que antes haya sido considerada basura.
Sin limitar los horizontes de la cultura, la crítica tendría que jugar un papel de contención en el cual no haga de policía malo, pero sí de alguna manera de creador de sentido en el ámbito de la deconstrucción. Más allá de buscar una operación de marketing, Comediante no posee un ámbito de movilidad y de sentido y no debería ser válido algo como eso, porque termina siendo una pescadilla que se muerde la cola. Se crea un objeto arte para supuestamente criticar la esencia de la relación entre el mercado y el arte y se termina favoreciendo la enajenación en el comercio de la esencia de la cultura. Si bien la paradoja pudiera tener algún tipo de valor aquí, es obvio que el autor, totalmente beneficiado por una fórmula tan absurda, lo que hace es jugar con los mecanismos y estructuras del arte y enriquecerse de toda esa hipocresía.
La realidad líquida del arte va más allá de lo planteado por Cattelán. Y no me estoy refiriendo solo al hecho de que exista la performance en la cual la persona que compra la obra luego se la come en público y de esa manera sobreactuada y consabida alude al universo del consumo. Captar la verdad de un mundo que muere y que no acaba de dar paso a otro que dibuje claramente sus contornos, puede estar entre las cuestiones más íntimas y que atañen al arte, pero hacer que una pieza como esta pretenda esa complejidad es como comprar cualquier cosa y luego decir que es una joya invaluable. Y aunque la representación posee un valor, las cosas en realidad son lo que son y no siempre la alusión a algo más, porque el universo de la alusión y de los signos no es lo real, ni lo que nos interesa. El arte ha existido dentro de un marco simbólico en el cual nos ha interesado siempre no solo la alusión, sino la conflictividad y la destrucción de los juicios preconcebidos o sea lo que conocemos como la deconstrucción. Y aunque esto ya sea hace tiempo un lugar común, simplificar tanto las funciones del arte no lo vuelven ni elevado, ni valioso ni arte. Y algo que no pretenda ser arte, en mi modesta opinión, no merece serlo.
Cattelán es fruto de lo que está pasando hace tiempo en las artes y que concierne a la fetichización de la creatividad. Un proceso al cual casi ningún circuito es hoy ajeno y que posee líneas de conexión con el mercado y su forma de resignificar todo desde el consumo. Él, como sujeto consciente del cinismo de su medio, lo que hace es propiciar una vía para que el símbolo siga su curso en el cauce de las formas de enajenación y a tenor con ello, justificado por ese mecanismo, sacar un rédito que valide la obra en sí misma. En otras palabras, son los 6.2 millones lo que la convierten en arte, además de colocarla en una galería con prestigio. Y uno termina preguntándose por esos genios del pasado que en no pocos casos no pudieron exponer o jamás vendieron su obra. Quizás estemos, con esta lógica de poder del capital dentro del mundo de las artes, favoreciendo fórmulas de involución que, en lugar de promover la acción transformadora del arte, lo que realiza es una parálisis de sentido.
“El arte ha existido dentro de un marco simbólico en el cual nos ha interesado siempre no solo la alusión, sino la conflictividad y la destrucción de los juicios preconcebidos (…) Simplificar tanto las funciones del arte no lo vuelven ni elevado, ni valioso ni arte. Y algo que no pretenda ser arte, en mi modesta opinión, no merece serlo”.
En todo caso para analizar lo que está pasando con el arte en el mundo no solo hay que tener en cuenta las condiciones de la propia cultura posmoderna, sino los intereses que se mueven dentro de ese ámbito. A saber, el posicionamiento de los galeristas, la figura cada vez más endeble del sujeto creador frente al comerciante performático, la denigración de los oficios del arte y la ponderación de un mercado de ideas que va contra la idea en sí. Todo ello, bajo el manto de la justificación de liberar al arte de sus ataduras con un pasado moderno.
La salida para el caos de la posmodernidad, como lo plantean muchos detractores de la globalización vigente, es la premodernidad o sea de alguna forma un retroceso en el sentido que permita afincarnos y agarrar los contornos. De esta forma, en la premodernidad nos esperan los maestros que hicieron las catedrales, los que fueron descubriendo el uso de la perspectiva y de los planos en el dibujo, los que abandonaron la creación sin mímesis y que fueron adecuando su mente y sus técnicas a la atmósfera de un mundo sólido que estaba por comenzar. En esa premodernidad, el hombre no solo se enfrentaba a sí mismo, sino que tenia a Dios como una presencia sin dudas de peso y debía lidiar con la invención de la visión humanista en un contexto hostil, oscuro, en ocasiones requerido de una estructura. Si traemos todo eso hasta el presente y su ausencia de formas y de contornos, hallamos un clima propicio no solo para entender la posmodernidad sino para no salir intoxicados de sus maneras de ver el mundo y el arte.
“La salida para el caos de la posmodernidad (…) es la premodernidad o sea de alguna forma un retroceso en el sentido que permita afincarnos y agarrar los contornos”.
Hay una gran distancia entre la comedia como la vio por ejemplo Dante y este asunto de Cattelán. Por un lado, existe la verdadera desacralización y la propuesta de un mundo con contornos en el cual cabemos como seres llenos de imperfección. Pero, por otro, solo existe la mueca incoherente de un sujeto que se pretende VIP de las artes posmodernas y que encima justifica conceptualmente su propuesta desde una irreverencia que es pura pose. Para Cattelán solo existe la posibilidad de estar en medio de un panorama en el cual el arte sea otra cosa de sí, esté distanciado de su núcleo y atrapado en el fetiche que le imponen las relaciones mercantiles que han sacralizado su presencia y que desalojaron al arte.
De esta forma, tenemos eventos como las bienales de hoy en las cuales lo que se colecciona es el éxito y no necesariamente la posibilidad de arte. Un éxito por demás que no depende de la complejidad, sino de la adecuación del objeto arte a una lógica de mercadeo en la cual se pierden los contornos de lo que pudiera ser respetable, serio, único o al menos digno de figurar en una galería o en una colección con cierto prestigio. Hemos pasado del arte de los relatos al arte de las narrativas y de ahí al no arte sin esencia. Y ello pudiera ser de beneficio si se usara como un catalizador de la crítica y de la participación activa, pero es que Cattelán actúa como un desmovilizador y en la medida de lo posible como un ente reaccionario contra todo lo que implica cambio o cuestionamiento.
No es que el arte conceptual no tenga un lugar bajo el sol y que ahora haya que ir hacia una premodernidad en todo. No hay que reaprender el mundo, basta con situarnos en él, ya que en este mundo vivimos. Y pareciera que con estas propuestas de arte se nos niega una materialidad tan elemental. ¿Posmodernidad líquida o gaseosa? Los contornos son necesarios, si bien se les puede tratar paródicamente. Obras como esta en cuestión pudieran ser una relectura interesante de estos temas si la pretensión de hacer dinero no fuera tan evidente y sobre todo porque nos negamos a aceptar que el mercado en sí mismo puede poseer un valor al punto de desalojar el arte de este mundo.
Con la posmodernidad en la representación está pasando como en la política: los significantes falsos ocupan las funciones de los signos antes considerados verdaderos. Y es que ese juego en el cual lo que cuentan son los puntos de vista y las narrativas puede ser interesante, pero hace que su totalización se viva como una forma de dictadura del sentido. No solo se nos prohíbe construir estructuras, sino que se nos cierra el horizonte y solo existe el caos. De ahí la abundancia de sociedades en las cuales prima la antipolítica del show y de los medios y redes, que ocuparon el lugar de los debates públicos y por ende desprofesionalizaron el ejercicio del poder, pero no lo acercaron a las personas, con lo cual lo que hay es una distorsión.
Ese lugar bajo el sol que está pidiendo Cattelán es la sombra para el arte y por ende el silencio para aquellos que están apostando por un crecimiento ante una industria que no está interesada en otra cosa que timar. Se engaña a los públicos, a la crítica y a los circuitos y luego se nos da a entender que los ignorantes somos nosotros ya que el rey siempre ha estado vestido. Esa desnudez moral en la cual se incurre en esta posmodernidad sin contornos es muy performativa en el sentido de parodiar los valores de la modernidad, pero se torna inhumana y cruel en términos de derecho de las personas a la belleza y a construir sus propias nociones desde la dignidad.
Si el plátano con la cinta adhesiva vale 6.2 millones y ni siquiera se te entrega la obra, sino un papel que acredita como que la idea es suya y la puedes vender; lo que se está trasladando es el poder de timar, de robar y de engañar a otro a partir de la misma broma. Pero no existe valor alguno. En tal sentido, hay un sector de la crítica que califica esto como “hamparte”, una forma de hampa o de timo propios de los sectores del arte conceptual que han tomado los espacios en las últimas décadas desde la segunda mitad del siglo XX y que, para bien o para mal, nos han llevado a reflexionar.
No está mal que se haga hamparte, lo que sí es peligroso es el desalojo del arte para hacer ese otro tipo de obras. No es que queramos que los artistas no buceen en ese mundo de los símbolos y de los sentidos a partir de códigos minimalistas, sino que ello se convierta en la única manera de entender la relación entre los públicos y el objeto arte. El desalojo del arte no puede dar sitio a una nueva forma de arte, sino a la muerte de la esencia misma y el beneficio momentáneo del mercado.
“(…) Hay un sector de la crítica que califica esto como ‘hamparte’, una forma de hampa o de timo propios de los sectores del arte conceptual que han tomado los espacios en las últimas décadas desde la segunda mitad del siglo XX y que, para bien o para mal, nos han llevado a reflexionar”.
Todo lo que sea que se esté haciendo en contra de la creación para favorecer su desaparición y metamorfosis en comercio tendría que contar con el látigo hiriente de una crítica que privilegie la expresión genuina. Pero cuando los intereses se sitúan por encima de lo que desde la modernidad se ha entendido como derechos humanos o la noción de lo que es propio de la dignidad de los seres; no hay mucho que contar. Y no nos puede sorprender que ello pase en un mundo donde quienes ganan las demandas en un juzgado son aquellos que poseen más dinero. El propio Cattelán salió airoso de una querella con uno de los artistas que había contratado. Resulta ser que, si bien este último participó, su nombre no aparecía como parte del proceso. Lo trascendente en términos de galerías y de temática VIP era el nombre de Cattelán. Y aunque el derecho de autor es algo que pareciera lógico y parte de las conquistas del siglo pasado, el artista no ganó la demanda porque Cattelán y la industria fueron más fuertes.
Entonces es la liquidez de estos tiempos la que está determinando una forma de arte que se suicida antes de poder respirar. Esa asfixia en la cual se sostiene apenas la humanidad es la crisis de los viejos paradigmas y la ausencia de paradigmas de reemplazo lo cual posee su correlato en las artes y en toda forma de producción espiritual. Por ello Cattelán cree lógico y coherente no solo negar los derechos de autor, sino usar la estructura del mercado como soporte y como causa primaria para vertebrar una obra sin alfa ni omega. El no sentido pudiera tener una viabilidad hermosa en un mundo que posee esperanzas de hallar un sentido; pero cuando el vacío es la única lógica que se nos deja, el arte entonces no es otra cosa que un mercenario mediocre.