Un proyector de cine nombrado Juan Padrón

Hugo Luis Sánchez
23/3/2021

Aun antes de que Juan Padrón tan siquiera dibujara los primeros trazos del storyboard de lo que luego sería ¡Vampiros en La Habana!, yo “vi” la película completa, de principio a fin y en la mejor locación, dado que de cine se trata: estábamos a solo, digamos que, a unas escasas cuadras de Transilvania, la hipotética tierra de Von Drácula o, concretamente, Vlad Drăculea, ateniéndonos a que es húngaro el real origen de la novela de Bram Stoker.

Hugo Luis Sánchez y Juan Padrón. Fotos: Cortesía del autor
 

Era como si Padrón llevara un proyector insertado. No, es mejor decir que tenía desde su nacimiento un proyector entre sus órganos. A mí solo correspondía, pensémoslo así, el estar sentado de espectador, acomodado en una butaca de esta imaginaria sala oscura y de frente a la pantalla.

Conversábamos pues en Budapest, en la oficina de Prensa Latina, en la calle Budakesi 55. Juan se hallaba invitado por PannóniaFilm, los estudios de animación de Hungría, yo era corresponsal y ahí, en el tercer piso del edificio, en un bosque, Padrón me “proyectó” su filme.

Fue una mañana de la primavera de 1982 y aún faltaban tres años para el estreno del largometraje. ¿A qué me refiero? Solo y sencillamente a esto: ¡Vampiros en La Habana! ocupó lugar 50 en la primera encuesta mundial sobre los 100 mejores títulos del cine iberoamericano, además de ser la única animada de la lista, y para ello le bastaron 75 minuticos en la versión en español y cinco al pasarla al inglés.

Padrón empezó ante mí con un esbozo de sus vampiros caribeños, ¡sí, vampiros en el Caribe!; el vampisol, esa fórmula que les permitiría tomar sol incluso en las playas donde, los de aquí bien lo sabemos, más y mejor sol hay… y de inmediato se desdobló en los personajes. Hacía las voces, los ruidos de estos seres, las garras arañando, los colmillos, fácil de imaginar chorreando sangre, gruñidos… y luego pasaba al habla de los gánsteres, hasta el mismo final en que Pepito toca la corneta, es decir, en este caso, Juan toca la corneta. ¡Vaya lujo que me di!

¡Ah!, por poco lo olvido: también traía acoplado consigo un radar. Rastreaba todo lo que ocurriera a su alrededor y que, por inside, se daba cuenta de que podía venirle bien a algo en lo que pensaba o simplemente lo guardaría en su memoria hasta una mejor oportunidad. Una noche, al salir de hacer la guardia obrera en el Icaic, alguien en la parada de la guagua en 23 y 12 le preguntó “¿Tienes un cigarrito por ahí, Rey del Mundo?”, frase que pasó a ser una de las más célebres en ¡Vampiros…!

Luego de eso, recién lo acababa de conocer en vivo, directo y a todo color, cada vez que nos vimos, y fueron muchísimas, Juan me contaba las historietas que pensaba realizar o ya estaba haciendo, me mostraba los dibujos en la mesa de trabajo al fondo de su casa…

Creo que esta faceta del proyector de Juan Padrón es poco conocida, no sé si existen algunas tomas de él narrando ―sería una verdadera lástima que no―, en ese estilo único de contar; apasionado con lo que hacía o pensaba hacer y desde la modestia que lo caracterizó: jamás aceptó su grandeza, y ante los elogios, se encogía, a veces avergonzado. Si algo le faltó, fue vanidad o, al decir nuestro, nunca se creyó cosas.

El libro del mambí y más

Juan dejó pendiente de publicar El libro del mambí, en el que me permitió apoyarlo con la edición, es decir, lo que debiera ser un segundo lanzamiento de la obra, solo que él mismo consideraba que, dado lo mucho que había enriquecido el texto original, este en verdad pudiera pensarse como el primero.

La obra demuestra, este es su valor añadido, todo el inmenso y muy serio estudio que existe detrás de cada muñe que uno ve y dice para sí: Pues muy bien, me gusta, me encanta, la volveré a ver al menor chance… Y sueña que quiere montar sobre Palmiche, ese “caballo de pelea” y ser Elpidio Valdés o María Silvia…, solo que desconoce que los toques de corneta no son inventados ni tomados al azar, son los que corresponden a cada ocasión, igual ocurre con las voces de mando, las cargas al machete, el armamento, los uniformes de un bando y del otro, los fortines y los pasajes históricos. Pongamos por caso el animado del cañón hecho con tiritas de cuero, algo tan insólito que parece un invento del realizador, fruto de su imaginación ―desbordante, por cierto― y que en cambio sí existió.

Entonces hay, en esencia, seriedad y respeto por la historia de las luchas independentistas cubanas. Una seriedad contagiosa.

También se le quedó en el tintero una saga de cartones sobre los servicios secretos de los mambises, ya tenía bien ubicada la información; y un libro que incluyera las frases más célebres de sus muñequitos con la imagen del momento en que se dicen por primera vez. Mi frase preferida ―¡esta es la mía!―, aparece al final del corto El fusil cuando Fico, refiriéndose a su nueva arma, le dice a Elpidio en el momento en que se la va a entregar: “No me lo ensucie, mi coronel”. Yo quiero tener uno de esos ejemplares, uno de los primeros.

Estoy seguro de que El libro del mambí va a constituir una especie de Biblia del ejército libertador cubano, algo que cada padre y madre querrán tener al alcance de la mano, pongamos por caso, en la mesa de noche, de ahí lo de Biblia, a fin de leerlo cada vez que se tenga una oportunidad o el cuerpo así lo exija.

 

Para su lanzamiento teníamos, y ahí espera a buen resguardo, una botella de Aberlour, whisky ―nosotros preferimos renombrarlo wisconsin― escocés de diez años y una sola malta, como corresponde al acontecimiento, no faltara más. Vamos a brindar ese día. Nadie, ni Dios, nos lo va a impedir: ¡Por ti, Juan!

Ahora me voy a sustraer al impulso de llamarlo por teléfono. Es decir, otra vez. De todas formas, marcaré su número y, al primer timbrazo, cuelgo para que en su casa piensen que es el mismo equivocado de a cada rato.