Un Kinof en el Icaic
26/6/2019
Una de las singularidades en la Política Cultural cubana a partir del 1ro. de enero de 1959 es la pronta proclamación de una ley que permitió crear, en marzo de ese mismo año, un Instituto para la producción y exhibición cinematográficas, convirtiéndose en la primera acción jurídica dirigida al arte en el gobierno revolucionario, que propició el surgimiento del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (Icaic).
Desde sus primeros logros, esta institución aporta una expresión indivisible a la Revolución triunfante, unión que celebra, en este 2019, 60 años de creada.
Con esta entrevista al cineasta cubano Raúl Rodríguez Cabrera, Premio Nacional de Cine 2017, continúa una serie realizada a los iniciadores del Icaic, hoy veteranos de voz dispuesta a la acción de la memoria; ayer jóvenes que en franca aventura, lograron que la idea creciera para bien de la nación y sus valores.
De quiénes eran antes del reto y cómo soñaron hasta llegar a él, va el deleite de esta oportunidad.
El cine
“Desde niño tuve proyectores de juguete, era mi regalo favorito. Me gustaba hacer sesiones de cine en ocho o 16 milímetros en casa; me fascinaban esos equipos, su funcionamiento y el cuadro enorme que hacían sobre una pared donde mis amigos y familia disfrutaban de ediciones cortas de películas de Chaplin, Arbuckle o documentales de la Castle Films, que además era subsidiaria de la hoy poderosa Universal Pictures, que ofertaba películas en versión reducida de Abott y Costello, mis comedias favoritas; dibujos animados de Super Ratón y Woody Woodpecker. Estas películas eran muy caras en la época: un rollito de tres minutos podía costar $7.00 moneda oficial, pero yo conocía a personas adultas que me prestaban sus colecciones cuando tenía 10 años y hasta 14. Ese era mi hobby favorito. Eran películas silentes con intertítulos en inglés.
“Un día descubrí en el balcón del cine Villa Clara lo que eran los proyectores de 35 milímetros. Eso fue en los primeros meses del año 1952, tenía 12 años. Me extasiaba mirando los cambios de rollos de un proyector a otro, cómo sustituían los carbones de las lámparas en la medida que se iban gastando y eso me resultaba interesantísimo. Hasta que decidí hablar con el operador de la caseta de proyección, el posteriormente inolvidable amigo Rolando Cárdenas Marcial, persona noble y de mucho prestigio, un verdadero personaje, conocido como “el secre”. Me costó mucho poder romper mi silencio por la fascinación que me producía ese lugar, pero un día que rebobinaba unos rollos de película rompí mi timidez y hablé con él traspasando los umbrales de la puerta, como le decían en aquel tiempo.
“Así transcurría mi adolescencia y juventud, hasta que logré tener mi primera cámara de ocho milímetros; resultó un premio por un curso de cine por correspondencia que había terminado satisfactoriamente. Me la mandaban de Estados Unidos por barco y fui solo hasta Cienfuegos a buscarla, aquel viaje fue una de las grandes hazañas de juventud. Con ella realizaba pequeños documentales silentes, hasta que ingresé en el instituto preuniversitario y allí fundamos, en 1959, un Cineclub que nombré Kinof, una mezcla de la palabra rusa kino (cine) y la “F” porque es la inicial de la palabra inglesa fans (fanáticos) finalmente pretendía decir: fans al cine.
“A los socios del pre no les llegó a cuadrar mucho este nombre, pero a mí me encantaba y se mantuvo hasta febrero de 1961; incluso cuando me establecí en La Habana dirigí importantes cineclubs en los bajos del hotel Habana Libre y en el actual cine Yara, los domingos a las 10.00 a.m., con la siguiente leyenda: Cineclub Kinofans, El arte del director de fotografía”.
Historias… en Santa Clara
“En el año 1960 se produjo un acontecimiento importante para todos los santaclareños, principalmente para la gente que le interesaba el cine, como yo, que tenía 20 años en ese momento y que vimos llegar el equipo del Icaic a filmar el tercer cuento de Historias de la Revolución, película de Tomás Gutiérrez Alea.
“Llegó aquel equipo y nosotros estábamos como asombrados del equipamiento que tenía la película, de los actores, y eso nos descubrió un mundo del que no teníamos idea.
“Yo era un aficionado que hacía películas en ocho milímetros, fotografiaba, editaba y dirigía esas películas documentales y para mí el cine tenía una fascinación enorme. Pero no pude integrarme a las filmaciones de Historias de la Revolución como lo hicieron otros compañeros —Manolito Herrera, por ejemplo, que después logró ingresar al Icaic— porque yo tenía trabajo.
“Trabajaba desde los 14 años, y además, era estudiante del Instituto Preuniversitario donde estaba terminando el bachillerato, o sea, mi vida en aquel momento era muy complicada, solo por las noches iba a ver cómo se filmaba, cómo se iluminaba, cómo eran los movimientos de cámara, cómo el director hablaba con los actores, cómo el fotógrafo hacía su trabajo, en fin, todo lo que tiene que ver con una puesta en escena cinematográfica.
“En esa época estaban trabajando en la película los jóvenes, los que serían después directores de cine del Icaic; era el caso de Saúl Yelín y Octavio Cortázar, que era asistente de producción. Desde luego, nosotros nos relacionamos más con los asistentes de producción, porque era la gente a la que resultaba más fácil llegar.
“Manolito Herrera me presentó a Octavio Cortázar, con quien tuve mucha afinidad desde entonces porque era un cinéfilo, y además tenía experiencia como productor en un canal de televisión donde había trabajado en el año 1959: el Canal 9 de televisión, que exhibía películas norteamericanas y europeas que no exhibían los grandes canales nacionales, y de eso hablábamos, del cine que se veía en aquel momento, de esa Nueva Ola, no francesa precisamente, sino estadounidense, que se estaba produciendo. Eran años muy especiales porque ese cine evolucionaba hacia un cine más barato, hacia un cine de autor.
“Octavio me sugirió que viniera a La Habana, ya que me interesaba el cine, y hablara con Alfredo, que era una persona muy receptiva y estaba tratando de que los nuevos cuadros del cine cubano estuvieran vinculados con los cineclubes, experiencia que yo conocía porque pertenecía a un cine club en el instituto preuniversitario. Saúl Yelín me había hecho la misma sugerencia”.
“Historias” en La Habana
“Vine para La Habana a mediados del año 60, con la intención de hablar con Alfredo Guevara, que era el director del Icaic, y así trabajar en el cine cubano; el encuentro no me resultó fácil, pero fue mejor de lo que imaginaba. Primero contacté con Santiago Álvarez, que era uno de los que aprobaban los nuevos ingresos al Icaic, pero fracasé. Me dejó pensar que no le resulté una persona confiable y me pidió que volviera dentro de un año. Para mí fue inaceptable esa respuesta y pude contactar a Saúl Yelín, quien fue el productor principal de La batalla de Santa Clara, e inmediatamente me puso en contacto con Alfredo. Por su parte Santiago no me aceptaría totalmente por muchos años. Incluso trabajando juntos en el Noticiero. También es cierto que, ya retirado, cambió radicalmente su actitud hacia mí y siempre que nos veíamos su trato era afable y preocupado por mis trabajos.
“A Guevara le interesó mi trayectoria de cineclubista y mis conocimientos de cine, muy actualizados, en el caso del cine norteamericano y europeo. Me pidió que llenara una planilla muy extensa con preguntas que no solo tenían que ver con el cine, sino con otras artes y con política nacional e internacional. En resumen: cultura general. Me preguntó: “¿Qué te interesa del cine?”. Yo le dije: “Primero la fotografía, después el sonido, y tercero la edición”.
“Me dejó probar en el Departamento de sonido, pero al Departamento de sonido no le pareció lo mismo, a pesar de que yo había hecho un curso por correspondencia, pero la gente de sonido no me quería y Alfredo me dijo: “La posibilidad que te queda es trabajar como editor”.
“Esto ocurrió en el segundo semestre del año 1960. Aunque mi nombramiento oficial estaba fechado un tiempo después, el 28 de enero de 1961. Entonces me quedé trabajando como aprendiz de editor, porque yo lo que hacía era ver la película con una lupa y cortarla con una tijera, por lo tanto eso no era montaje, eso era ordenar el material.
“Fui asistente en la edición de la película Realengo 18, con el editor Julio Chávez, que no me daba la menor oportunidad para aprender, no me dejaba ni tocar la película, lo único que me dejaba hacer era buscarle las meriendas a la hora del almuerzo. Pero estaba Eduardo Manet, que ya era director y aunque no había dirigido esa película, asumió la postproducción.
“Ese proyecto tuvo una filmación compleja, porque se hizo en condiciones muy difíciles, pero el problema determinante fue que Oscar Torres, el director, abandonó Cuba en pleno rodaje, y encima Harry Tanner, que era el director de fotografía, estaba asumiendo un dilema porque la mayor parte de los actores eran negros, y estaban trabajando en exteriores con una luz cenital, difícil de controlar, en un lugar tan intrincado del Oriente de la Isla que no podían llevar equipos de iluminación artificiales, es decir, lámparas, plantas.
“Entonces Harry tenía que trabajar con pantallas de sol, y no resultaban suficientes, no daban el efecto que quería en el rostro de los actores. Hubo que enviar a Jorge Haydú, un fotógrafo muy conocedor de la iluminación, para salvar la situación. Por supuesto, Amaro Gómez, el productor general, tuvo que responder ante esa pérdida de tiempo y de dinero.
“Por eso Manet había seguido la edición, y yo sí me fijaba mucho en toda la técnica que utilizaba para montar una película como Realengo 18. Pero Alfredo me dijo: “Mira, hay un Departamento nuevo ahora que se llama Enciclopedia Popular, donde trataremos, aprovechando que el año 61 será el Año de la Educación, de realizar como pequeños cortos didácticos para ir haciendo una labor cultural con los jóvenes. Allí tenemos a Octavio Cortázar como director, él te conoce y tiene mucho interés en que trabajes en ese Departamento”.
“Recuerdo que llegué a Enciclopedia Popular en un momento en que Octavio estaba muy enfrascado editando un material que había filmado sobre la fabricación de las cabillas en la Antillana de Acero, en el que había logrado sincronizar los movimientos de las cabillas, cuando todavía estaban al rojo vivo, con las Rítmicas de Amadeo Roldán; un trabajo interesantísimo. Para mí fue maravilloso ver cómo un elemento documental de la vida cotidiana se podía convertir en un elemento artístico, o sea, constatar que la edición era un arte: eso fue muy estimulante para empezar a trabajar en ese Departamento.
“Mi trabajo consistía en la seleccionar, identificar y archivar los materiales de aquella revista cultural, las notas que se hacían en distintas partes del país, pequeños documentales de cuatro o cinco minutos sobre la realidad cubana en aquel momento.
“Había notas escritas y dirigidas por Onelio Jorge Cardoso, Fernando Villaverde, Luis López y fotografiadas por Lopito, Pablo Martínez y Jorge Herrera, que ya eran directores de fotografía en el Icaic.
“Trabajaba y aprendía con Enrique Bravo, el padre de Roberto Bravo, que también fue un editor importante en el Icaic. Finalmente Enrique me enseñó toda la técnica del montaje. Me dieron la posibilidad de ir a estudiar a la República Democrática Alemana, y dije que no. Quizás fue un error de mi parte, pero el cine alemán que veía en aquel momento, que no era poco, no me parecía un buen cine, y producían películas que tenían que ver con la guerra y con el realismo socialista, movimiento que a mí no me interesaba ni en el cine soviético ni en el alemán, y me dije: “Es mejor que me quede en Cuba, que conozca la realidad de este país con más profundidad, que irme a estudiar a un país y una realidad que no tiene nada que ver conmigo”.
“En cuanto a lo que sucedía en la política de formación del Icaic, primeramente se estableció una diferencia entre el cine de ficción y el cine documental, y yo sostengo que hay esa diferencia. La política del Icaic era correcta, es decir, te voy a dar dinero para hacer un documental, y es mucho menos riesgo que si te doy plata para hacer un largometraje de ficción. Para un largometraje de ficción había que saber del trabajo de dirección de actores, había que estar muy claro con los presupuestos, de lo que cuesta una película, lo que significa organizar un equipo de trabajo numeroso, y eso no era fácil para los incipientes directores cubanos.
“Creo que el cine cubano se violentó con la primera película de ficción que realizó, Historias de la Revolución, porque Tomás Gutiérrez Alea no estaba preparado para hacer esa película, tuvo que asumirla porque hacía falta hacer cine de largometraje, de argumento, porque era el cine que la gente tradicionalmente asumía como el más interesante, es decir, aquí no había una experiencia ni un público de cine documental. Cuba en aquel momento, con los primeros documentales que se filman en el año 59, logra muy pronto ser una potencia de cine documental en América Latina, incluso hasta en Europa, porque el documental Historia de un ballet (José Massip, 1962) gana Paloma de Oro en el Festival de Leipzig, y Colina Lenin (Alberto Roldán, 1962) gana el premio de cortometraje en el festival de Sestri-Levante, Italia, y el tercer premio en el Symposium de Karlovy Vary, Checoslovaquia.
“Entonces estos directores, que eran fundadores del Icaic, podían asumir con más coherencia, con más habilidades, el cine documental que el cine de ficción, del cual no sabían casi nada, pero eran personas estudiosas; por ejemplo, Massip había estado al lado del holandés Joris Ivens, uno de los documentalistas más importantes de la historia del cine. Su documental más famoso es Tierra española (1937-1938), realizado durante la Guerra Civil Española. Massip había estado también trabajando con un gran amigo del Icaic y de Cuba, el cineasta italiano Zavattini, cuando hizo los guiones de El joven rebelde (Julio García Espinosa, 1961) y estaba vinculado a películas de Titón como Historias de la Revolución (1959). Es decir, estos directores cubanos que hacían documentales, inmediatamente fueron violentados a hacer largometrajes de ficción, no estaban preparados para hacerlos, pero tenían que hacerlos.
“Recuerdo el caso de Octavio Cortázar, que es el primero que regresa del extranjero graduado de director e ilusionado con realizar ficción en 1968, y Alfredo Guevara lo trata de proteger. Para sorpresa de Octavio, Guevara le dijo: ‘Tienes que empezar por el cine documental, demostrar tu talento para poder hacer ficción’. Alfredo pensó entonces que era importante no violentar a Octavio, y Octavio lo asumió porque para sus necesidades artísticas, y el momento que estaba viviendo Cuba, el cine documental ofrecía posibilidades enormes, un país que iniciaba una Revolución social, en el que todo estaba en efervescencia.
“Ivens estuvo en Cuba realizando talleres de documentales, incluso algunos directores tuvieron la oportunidad de trabajar con Ivens en la filmación de dos documentales dirigidos por él en 1961: Pueblo en armas y Carnet de viaje, y colaboró con Santiago Álvarez en Escambray, documental en el que se logró filmar momentos de la lucha contra bandidos.
“De todo ello resultó que el documental cubano se convirtiera en un producto interesante para los espectadores, algo importantísimo porque el público cubano no tenía antecedentes en las pantallas de ese género. En eso jugó su papel el Noticiero ICAIC Latinoamericano, que se convirtió también en un producto atractivo, porque se hicieron cosas que no se hacían en los noticieros americanos ni en los europeos: era una nueva forma de asumir la noticia, que resultaba novedosa y al mismo tiempo interesante. Se descubrió que a través del noticiero se podían lograr pequeñas obras maestras, como fue en un momento determinado el reportaje especial de Muerte al invasor, dirigido por Tomás Gutiérrez Alea en 1961, un material importantísimo porque fue la descripción de la batalla de Girón, hecha entonces por un realizador cubano, donde, sin dejar de ser noticia, la estética y el montaje con materiales de archivo no se parecían a un noticiero tradicional”.
El fotógrafo
“Trabajaba en Enciclopedia Popular, cuando se necesitaba proyectar en el quinto piso del Icaic los copiones de trabajo de una coproducción con Checoslovaquia que se estaba filmando, titulada Para quién baila La Habana, y me autopropuse porque siempre me ha gustado proyectar películas, más si se trata de proyectores viejos.
“Así me vinculé con el fotógrafo checo Vaclav Hanus, muy famoso en aquel tiempo, y me metía en las filmaciones para ver todo el trabajo. Allí estaban mis amigos Manuel Herrera y Cortázar como asistentes. Tanto me relacioné que le serví al director de la película como guía en La Habana para buscar locaciones.
“Esto me sirvió para acercarme mucho a la fotografía profesional porque este era un director que conocía mucho del mundo de la iluminación para el cine. Él me explicó lo que era una luz principal, la luz de relleno, el contraluz; y me introdujo bastante en la fotografía. Nunca olvido una secuencia fabulosa rodada en la noche durante los carnavales habaneros.
“Fue el momento en que entró al Icaic Enrique Pineda Barnet, director y gran amigo, con el que me inicié como fotógrafo. Mi primera experiencia fue un reportaje con la puesta en escena teatral de Fuenteovejuna por el grupo Teatro Estudio, desde entonces no he abandonado la fotografía”.
En alabanza al aniversario 60 del Icaic, este juego profesional: responder, en menos de 60 segundos, ¿qué es un cineasta?
“Un pobre diablo inconforme con el medio que lo rodea. Que los demás no entienden, y que él, a su vez, no entiende a los demás”.