Ninguna fecha mejor que esta del 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer Trabajadora, para reconocer a Luisa Campuzano Sentí, con la Orden Félix Varela de Primer Grado, la más alta distinción que otorga nuestro país en el campo de la Cultura.
Es el justo reconocimiento a la trayectoria de quien con apenas dieciocho años fue secretaria de Roberto Fernández Retamar en el Consejo Nacional de Cultura, y más adelante Auxiliar de Investigación de un sabio de la estatura intelectual de Juan Pérez de la Riva en la Biblioteca Nacional. Si —como ha recordado ella misma— en el Consejo conoció a Carpentier, Lezama, Servando Cabrera, Graziella Pogolotti, Porro, Ardévol y Mirta Aguirre, en la Biblioteca se benefició de la generosidad de Cintio Vitier, Fina García Marruz, Friol, Zoila Lapique y Moreno Fraginals.
Graduada de Letras Clásicas en la Universidad de La Habana y doctorada en Filología Clásica en la Universidad de Bucarest, durante más de treinta años la doctora Luisa Campuzano (o, simplemente, Luisa) ejerció como docente de la Universidad de La Habana, además de prodigarse como profesora visitante en universidades de Francia, México, Brasil, España, Italia, Bélgica y los Estados Unidos. Su labor editorial incluye la de secretaria de redacción de la Revista de la Biblioteca Nacional, directora de la revista Universidad de La Habana y, durante veinticinco años, directora de Revolución y Cultura.
A lo largo de cuatro décadas ha recibido la Distinción por la Educación Cubana y la Distinción por la Cultura Nacional, así como las Medallas u Órdenes José Tey, Frank País, Carlos J. Finlay, Alejo Carpentier y 23 de agosto, esta última otorgada por la Federación de Mujeres Cubanas. Ha obtenido en más de una ocasión el Premio de la Crítica, y en 2014 el Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello le otorgó el Premio Nacional de Investigación Cultural por la obra de la vida. Un dato curioso: con treinta y tres años en la Academia Cubana de la Lengua, es —después de Miguel Barnet—, nuestra académica de mayor antigüedad.
Su arrolladora erudición, que brota en la conversación más trivial con ese humor suyo en que se mezclan la gracia de sus queridos Plauto y Terencio con la chispa criolla, aparece de modo natural en una obra integrada por libros como Breve esbozo de poética preplatónica (1980), Las ideas literarias en el Satyricon (1984), Quirón o del ensayo (1988), Carpentier entonces y ahora (1997), Las muchachas de La Habana no tienen temor de Dios. Escritoras cubanas, siglo XVIII al XXI (2004), Narciso y Eco: Tradición clásica y literatura latinoamericana (2006) y Dos finales para El siglo de las luces y otras indagaciones críticas (2019); este último, por cierto, reseñado por Margarita Mateo en el más reciente número de la revista Casa de las Américas.
A Luisa debemos, además, manuales sobre Historia de la literatura latina e Introducción al latín, que décadas después de su aparición continúan siendo biblias para los estudiantes de Letras. Ha prologado volúmenes, lo mismo de clásicos latinos como Virgilio, Petronio y Apuleyo, que de otros mucho más cercanos como Gertrudis Gómez de Avellaneda y María Teresa León. Su vastísimo horizonte de intereses le ha permitido preparar libros de o sobre la Condesa de Merlin y Aurelia Castillo de González, o escribir, para mencionar solo los aparecidos en años recientes, artículos y ensayos sobre viajeras y poetas cubanas del siglo XIX, Plácido, Casal, Dulce María Loynaz, Lezama, Georgina Herrera, y también sobre la Casa de las Américas, su revista, o la modificación del canon que implicó el apoyo de esta institución al género testimonio. Imposible no mencionar en estas breves líneas una de sus grandes pasiones: Alejo Carpentier, a quien ha dedicado libros, decenas de ensayos y cuarenta años de trabajo.
“A Luisa debemos, además, manuales sobre Historia de la literatura latina e Introducción al latín, que décadas después de su aparición continúan siendo biblias para los estudiantes de Letras”.
Ignoro cuántas páginas tiene todavía en el tintero pero tampoco puedo olvidar que hace algún tiempo nos deleitó con lecturas parciales de una novela prometida y aún engavetada.
Luisa llegó a esta Casa de las Américas en 1987, gracias a una audaz invitación de Retamar para que dirigiera el Centro de Investigaciones Literarias (CIL). Él, que la conocía bien, sabía que Luisa era mucho más que lo que decían sus títulos y su perfil profesional; entendía perfectamente que la estudiosa y profesora del mundo latino era tan culta como capaz de lanzarse a fondo en la literatura latinoamericana y caribeña. Y así fue. En el lapso más o menos breve en que encabezó el CIL marcó varios hitos por su inagotable capacidad para imaginar y generar proyectos, y para concretar ideas. Recuerdo haber asistido deslumbrado, como estudiante, al Encuentro de Crítica coordinado por ella, que tuvo lugar en esta misma sala en 1988, para el cual convocó, en un diálogo inolvidable, a algunas de las mentes más lúcidas de la Crítica Literaria de entonces. Aquel CIL al que me correspondió llegar poco después y en el que coincidían Luisa y otros dos seres brillantes —cada uno a su manera— como Raúl Hernández Novás y Desiderio Navarro podía ser el equivalente para un recién graduado, salvando las necesarias distancias, de lo que significara para ella su paso por el Consejo Nacional de Cultura y la Biblioteca Nacional varias décadas antes.
En 1994, como parte de un proceso de renovación en la Casa, Luisa cedió su puesto al frente del CIL y fundó el Programa de Estudios de la Mujer (PEM). No había ocurrido aún, cuando ese mismo año el Premio Literario, todavía coordinado por ella, fue integrado por un jurado mayoritariamente femenino. Fue la primera vez en la historia que ocurrió tal cosa, y fue entonces cuando —coincidiendo con el centenario de Camila Henríquez Ureña— nacieron los coloquios de estudios sobre la mujer, que desde entonces han tenido lugar año tras año, salvo durante el hiato impuesto por la COVID. No se trataba de un tema nuevo entre nosotros (no podía serlo en la Casa fundada por Haydée Santamaría) y ni siquiera lo había sido para la propia Luisa, autora de aquella legendaria “ponencia sobre una carencia”, y quien ya había organizado desde el CIL, en colaboración con el PIEM de El Colegio de México, en 1990 y 1991, dos coloquios de escritoras cubanas y mexicanas. Lo que sí hizo desde el naciente PEM fue darle mayor organicidad y consistencia a dichos temas y preocupaciones. En sus casi tres décadas de existencia, el PEM y su coloquio han consolidado como nadie entre nosotros los estudios sobre la mujer en la América Latina y el Caribe, han hecho escuela y creado conciencia, han establecido redes y hasta fomentado una línea de libros ineludibles dentro de la Serie Coloquios del Fondo Editorial de la Casa, creada a su amparo.
“En sus casi tres décadas de existencia el PEM y su coloquio han consolidado como nadie entre nosotros los estudios sobre la mujer en la América Latina y el Caribe”.
Por eso parece un acto de elemental justicia y buen tino reconocer un día como hoy a esta habanera de pura cepa que se siente, según propia confesión, con “derecho a pontificar, opinar, testificar sobre [su] lugar de origen”, y que reconoce que los habaneros son “pretenciosos, parejeros, sabichosos, noveleros”, cualidades en las que con un poco de esfuerzo es posible reconocerla, más allá de títulos y de honores.
Felicidades, Luisa, por esta condecoración que distingue una fecunda trayectoria y una vida dedicada a enriquecer la cultura cubana, y que nos complace a todos los que a lo largo de ella hemos aprendido y reído a tu lado.