Es un arte que expresa a maravillas, por medio del clasicismo,
justamente el fracaso de éste; porque el clasicismo pretendió
idealmente dar un orden al mundo de carácter unitario y abstracto,
mientras la rica variedad real fluía a sus pies; usted ha roto estas
amarras en cuanto al mundo que expresa que es de otro orden, sin
encasillamientos, mundo fluido en el que la realidad sin
abstracciones tiene su propia unidad.
Justino Fernández
Wifredo Lam quiebra lanzas por la cultura cubana y caribeña al situar el sincretismo cultural de algunas de nuestras realidades en un lugar privilegiado dentro de su sistema iconográfico, y con ello contribuir, al menos, en el nivel reflexivo de análisis, a la diagramación de las tradicionales fronteras que se habían usado para soslayar, consciente o inconscientemente, ciertos segmentos de nuestras realidades culturales. No es fortuito que Alejo Carpentier y Fernando Ortiz, en los años que corren entre 1942 y 1950, descubran en la obra del pintor rasgos coincidentes con sus respectivos sistemas de pensamiento y se establezca un diálogo enjundioso con la pintura de este maestro que logró plasmar lo “real maravilloso” del mundo de la “transculturación”.
Lo que con mucha frecuencia se ha asumido como presencia de la realidad ritual cubana de antecedente africano a través de figuras como Eleguá, hachas dobles, herraduras, cuchillos, ruedas, flechas, etcétera, son signos hipercodificados a lo largo de la cultura y, por consiguiente, no atribuible su exclusividad a ninguna práctica religiosa cubana de antecedente africano. Esas figuras no devienen, necesariamente, indicadores de determinada identidad nacional o una manifestación específica de la autoconciencia étnica. Todos aquellos signos, aunque son reconocibles en los complejos rituales cubanos de antecedente africano y en particular en la Santería, pertenecen también a otros sistemas conceptuales de diferentes órdenes lógicos; por consiguiente, la descontextualización de sus ámbitos originales y su recontextualización ─en el discurso del artista─ no puede perder de vista los cambios de significado a que son expuestos los signos cuando se introducen en textos ajenos a los medios reales en que pueden ser localizados, ya que el significado es “inseparable de la organización de los elementos del texto; por consiguiente, se halla en estrecho vínculo con la composición, puesto que sin ordenamiento ni siquiera es concebible en lo absoluto”.[1]
El significado de un objeto es de naturaleza cultural, y al decir de Umberto Eco, “en todas las culturas una unidad cultural es simplemente algo que esa cultura ha definido como unidad distinta de otras”;[2] esta relativa diversidad facilita que se multipliquen las tasas de valoración y los matices semánticos de las matrices estructurales que los soportan y les otorgan determinada posición en el sistema de valores vigentes. Indudablemente, el o los significados originales a ellos atribuidos, en los sistemas que funcionan en la realidad, son introducidos en la obra artística, pero, al decir de Lajos Nyiro, son desplazados a un segundo plano en virtud del nuevo significado que nace del contexto.
“Wifredo Lam quiebra lanzas por la cultura cubana y caribeña al situar el sincretismo cultural de algunas de nuestras realidades en un lugar privilegiado dentro de su sistema iconográfico”.
Los Eleguá, las herraduras, las flechas, et.al., empleados por Wifredo Lam, funcionan para el receptor como elementos de entrada a un discurso abierto, a los que Poglioli denomina “sincretismo de las artes”[3] y María Elena Jubrías, “sincretismo de tendencias”,[4] es decir, la intención de abolir diferencias, de borrar las fronteras entre las manifestaciones de la cultura artística, y ocurre de modo semejante con las ganancias pictóricas de los diferentes “ismos”; es indiscutible que Lam se inscribe en este empleo libre de las partes.
El modo de representación “escasamente figurativo”, esencialmente antimimético de la pintura de Wifredo Lam, advierte al receptor del carácter altamente connotativo de la obra producida a partir de 1942. La necesidad de apresar esencias, valores universales, se observa en el empleo de un repertorio iconográfico reducido, pero altamente convencionalizado, susceptible de significados múltiples en diferentes sistemas culturales. Resultará difícil descubrir el propósito que oculta ese modo explícitamente antimimético y en apariencia poco coherente de las configuraciones expresivas si intentamos una deconstrucción del discurso a partir del significado lexical de los posibles redundantes reales. Ello abriría un proceso de búsqueda que, por una parte, estaría limitado por el repertorio de signos empleados por el creador y, por otra, haría infinita su localización en el proceso histórico-cultural de la humanidad, en virtud de la hipercodificación de que han sido objeto en los discursos histórico-culturales.
Tomemos por ejemplo las figuras andróginas: con ellas penetramos en la arcaica fórmula de la coexistencia de todos los atributos, comprendidos los sexuales, en la unidad divina; se acepta en muchas culturas que el Ser primordial se manifiesta como andrógino anteriormente a su polarización y a su separación en dos mitades, macho y hembra, cielo y tierra, ying y yang o, específicamente, en los Bambara, en que lo andrógino se concibe como una ley fundamental de la creación, y que cada ser humano es a la vez macho y hembra en su cuerpo y en sus principios espirituales.
La presencia de las aves es una de las constantes en la obra de Lam; sólo los gallos aparecen explícitamente identificados, el resto de los iconos sólo son reconocibles, genéricamente, como aves. En ellos no se expresa ninguna individualidad que permita identificarla como un tipo específico localizable en tiempo y espacio. De asumirlos como símbolos podrían ser:
- Indicadores de relaciones entre el cielo y la tierra.
- Símbolo de la ligereza, la liberación de la pesadez terrenal, como ocurre entre los taoístas.
- Representación de los ángeles de acuerdo con los postulados del Islam.
- En el Corán se considera el lenguaje de las aves como el de los dioses.
- En África, especialmente en las máscaras, a menudo simboliza el poderío, la vida y la fecundidad.
Entre los Bambara se relaciona con el don de la palabra, y entre los Yoruba puede aparecer vinculado al poder divino y al mundo de los espíritus.
La luna, otro ejemplo presente en el discurso de Lam, aparece, desde una perspectiva simbólica, correlacionada con el sol, de donde se derivan dos caracteres fundamentales: por una parte, está privada de luz propia, y por otra, atraviesa fases diferentes, cambia de forma; se asocia, entonces, a la dependencia y al principio femenino, así como a la periodicidad y la renovación. Se considera también símbolo de:
- Transformación y crecimiento.
- Ritmos biológicos.
- El tiempo.
- El conocimiento indirecto, discursivo, progresivo, frío (en el sentido teórico, racional, conceptual).
- Principio pasivo, pero fecundo; la noche, la humedad, lo subconsciente, la imaginación, el psiquismo, el sueño, la receptividad, la mujer, todo lo inestable y transitorio, lo sujeto afluencias.
Las figuras que en “La Jungla” (1942-43), “Presencia eterna” (1945), “Belial, emperador de las moscas” (1948), “Novia para un Dios” (1950), “Niños sin alma” (1964), podemos asumir como la representación de lo humano, tienen rasgos que recuerdan al mundo de la zoología; en ellas se reconocen fauces, cuernos, colas pezuñas. Si adoptamos los significados simbólicos atribuidos al hombre tendremos, entre múltiples variantes las siguientes:
- El hombre como la imagen del mundo en función de detentar la conciencia del cosmos.
- El hombre como expresión de lo universal.
- El hombre como símbolo de diversos estados inherentes a él. Cualquiera de estos significados y muchos otros pueden ser atribuidos a sus figuras y articularse en cadenas de significados y sentidos muy diversas. Los signos conformados y conformadores del discurso artístico no son absolutamente decodificables en supuestos significados unívocos, entre otras razones, porque es imposible reducir el arte a una convencionalidad absoluta, y porque los significantes o configuraciones expresivas convencionalizadas en el discurso del artista no encuentran un mimético redundante en la realidad. Ellas son creadas. Aquellas que pueden tener algunos significados muy fijados por el uso, la costumbre, el hábito, tampoco escapan a la atribución de nuevos significados.
Tomemos el ejemplo de “Belial, emperador de las moscas”; según Lam, está inspirado en una leyenda caldea, y los números que allí aparecen son cábalas mefistofélicas y no listas de lotería; [5] curiosamente, más del 50% de los números empleados por el artista coinciden con fechas significativas de su biografía. Si como convención aceptamos el número 19, que se encuentra en el centro del subcuadro numérico más enfatizado y lo asociamos al resto de los números, tendremos:
En el eje vertical:
1936 – Guerra Civil Española. Exposición de Picasso en España.
1944 – Se casa con Elena Holzer. Invitado a Martinica. Fallecimiento de la madre.
En el eje horizontal:
1937 – Participa en la defensa de Madrid.
1943 – Concluye “La Jungla” y pinta “La Silla”.
En el eje diagonal:
1918 – No encontramos nada.
1920 – Matricula en San Alejandro y exhibe en la Asociación de Pintores y Escultores.
1912 – Muerte de Estenoz.
Este cuadro y los números que allí aparecen, entre otras tantas posibles interpretaciones, podrían también remitirnos al grabado de Durero, “Melancolía”. Al significado iconográfico pueden sumarse el biográfico y el estructural.
En “Presencia eterna”, la cercanía del cuchillo y Eleguá pueden llevar a pensar en Ogún, dios supremo de la Santería pero también es hierro que fragua en fuego y se enfría en agua y pudiera interpretarse como símbolo de agresión, defensa y trabajo. La imagen puede aludir al origen del objeto, a su función o a la significación cultural que se le atribuyera en determinada localidad, región y país. La herradura en “Natividad” (1946) pare un huevo.
“El modo de representación ‘escasamente figurativo’, esencialmente antimimético de la pintura de Wifredo Lam, advierte al receptor del carácter altamente connotativo de la obra producida a partir de 1942”.
Lam dice de este icono que está asociado a la fertilidad, pero no dice que no siempre, porque si bien muchas de ellas están asociadas a esa función, otras, al cambiar de posición y forma, están en condiciones de asumir nuevos significados. Lam formaliza un tipo de configuración expresiva susceptible de intelectualizarse como representaciones antropomórficas, zoomórficas, zooantropomórficas, todas ellas en constante mutación. Se percibe el desarrollo de la función de revalorización, estética, a la que se liga como consecuencia de la anterior la revalorización ética, moral, social, planteada en términos de una revolución del espíritu: su arte no persigue, expresamente, el cumplimiento de la función social. Es cierto que no aparecen íremes, mojigangas, ceibas, maracas pero tampoco explotadores y explotados, patronos y obreros, hombres, mujeres y niños, blancos y negros. Invita al espectador que pueda, a la reflexión, a la interacción discursiva a partir de ubicar en el contexto el elemento de entrada, de localizar en la obra una clave que desate un hilo de pensamiento. Al estudiar las constantes transmutaciones a las que somete a sus configuraciones expresivas, puede aseverarse que representan el “caos antillano” (Desnoes), “el mundo en constante transformación y metamorfosis” (Michel Leiris), “la vida y la muerte” (Desiderio Navarro), “un mundo ritual imaginario que descubrió en secreta comunión con sus ídolos” (Loló de la Torriente).
“El significado de un objeto es de naturaleza cultural”.
Esta circunstancia no escapó a la realidad interpretativa de intelectuales como Lydia Cabrera, Alejo Carpentier, Pierre Mabille, Jorge Mañach, Fernando Ortiz, Adelaida de Juan, Graziella Pogolotti, quienes, desde posiciones diversas, han reconocido la universalidad de su propuesta pictórica y también la inserción de la “cultura negra como cultura y no como dato”.[6] A partir del criterio de estos autores se puede modelar un sistema interpretativo que facilita penetrar el acontecer pictórico de Lam; claro que esos juicios no han sido los únicos, pues se han sumado otros que redundan en los ya hechos, pero no logran penetrar la realidad artística propuesta por Lam. Se lee en Loló de la Torriente:
(…) En Lam no hay jamás un racional que busca, hay siempre un intuitivo que descubre. (…) pinta sin razón y solo para descubrir el extraño horizonte de su fantástico mundo. Un mundo ritual imaginario que descubrió en secreta comunicación con sus ídolos. Un mundo complicado que sorprendió en París, pero que trajo a La Habana a mezclar, asimilar y confundir con los orichas y objetos rituales yorubas.[7]
Una actitud crítica hacia estos testimonios la encontrarnos en el siguiente fragmento de Eduardo Abela:
Su arte se supone inspirado por la religión africana, que tan arraigada está en Cuba, entre negros y mulatos (…), yo he visitado en diferentes momentos de mi vida lugares donde se practica la religión africana y en ninguno de ellos he podido encontrar algo parecido a esos bichos provistos de tarros, pinchos y púas que con inimitable fiebre imaginativa, crea este pintor.[8]
El acercamiento a la obra de Lam no debe ignorar ciertos enunciados que formuló el artista y que se corroboran en su discurso pictórico:
En “Natividad” y “Belial, emperador de las moscas”, entre otras, Changó está representado por una herradura terrible; simbólicamente, la herradura vomita sobre un huevo para fertilizarlo, aunque no soy dado a hacer uso de una simbología precisa.[9]
Esta aseveración del artista constituye un golpe mortal para todos aquellos que pretenden o han pretendido convertirlo en un ilustrador de mitología o en un pintor religioso; el análisis de su obra confirma y acredita las palabras de Lydia Cabrera cuando afirma que en la pintura de Lam “no hay palmeras, ni ceibas, ni piñas, ni congas, ni nada típico, descriptivo, psicológico o anecdótico”.[10] Fernando Ortiz, al aludir al simbolismo de Lam, considera:
Al querer analizar la simbología de Lam se ha aludido al vodú haitiano, a la santería afrocubana, a los ñáñigos habaneros, a los bozales, cimarrones y rebeldes, etc.; pero en verdad muy poco de esto aparece en la obra de aquel. En sus óleos y aguazos nada hay de pintoresco, descriptivo o que represente la esclavitud ni la cimarronería, ni látigos, cadenas ni cepos. En aquellos tampoco salen tambores ni maracas, “diablitos” ni otras “mojigangas”, ni liturgias voduistas, santeras o ñáñigas, ni fetiches, maracas o ídolos.[11]
La conformación visual del universo santero es escasamente antropomórfica; la tendencia dominante en la representación de los orichas es la agrupación de objetos naturales o creados, se articulan en complejos semánticos a partir de su individualidad y heterogeneidad morfológica. Suele ocurrir que las herramientas representativas de algunos orichas, sobre todo las que se colocan dentro de los recipientes que acogen los “secretos del santo”, sean afines a la acción atribuida al dios. Por ejemplo, en el caso de Yemayá, los remos, anclas, boyas, etcétera. Los otros elementos de afinidad suelen ser el color y el material.
Una de las excepciones es la modalidad representacional, tomada por Wifredo Lam para significar al oricha dueño de caminos y encrucijadas. Este modelo plástico representativo de Eleguá es un punto intermedio entre las antiguas piedras y caracoles que sirvieron para designarlos y las tallas uni, bi y trifásicas convencionalmente figurativas que aún se conservan en casas de santo y museos. De todo el repertorio iconográfico de Eleguá, Lam adopta la variante más extendida cuantitativamente, no la más creativa dentro de los principios simbólico-constructivos vigentes en el ejercicio ritual. Su individualidad en el sistema iconográfico santero es mediada por la condición de invariancia, es decir, todos los Eleguá de este tipo son cuneiformes, con ojos, nariz, boca, y una pequeña azuela en la parte superior.
“La necesidad de apresar esencias, valores universales, se observa en el empleo de un repertorio iconográfico reducido, pero altamente convencionalizado, susceptible de significados múltiples en diferentes sistemas culturales”.
La analogía entre la imagen que introduce Lam en su discurso y el redundante real es evidente, aun cuando lo modifique al ponerle dos o más cuernos. Esta circunstancia resulta inusual en la representativa producción pictórica del artista, pues el resto de sus configuraciones muta constantemente y sus cambios obedecen, entre otros factores posibles, a una reducción promedial de sus áreas, que en yuxtaposición cubren todo el marco de referencia, a la combinación repetida de formas geométricas primarias y a la desjerarquización de la figuración empleada.
Lo anterior contrasta con la canonizada representación de Eleguá y con la intención del artista de nominarla de acuerdo al referente real. Es conveniente hacer constar que de un repertorio de 704 reproducciones y originales consultados solo en cuatro títulos se alude al oricha: “Altar para Eleguá” (1944); “Eleguá” (1959); “Ozun y Eleguá” (1962) y “Eleguá para Yemayá” (1963).
Tomamos como referencia la caracterización morfológica y localizamos 15 representaciones del oricha en obras que integran el repertorio en estudio: “Presencia eterna” (1945); “Gran composición” (1948); “Belial, emperador de las moscas” (1948); “Clarividencia” (1950); “Bodegón” (1956); “Babalú Ayé” (1957); “Imagen” (1958); “Personaje” (1960); “Figura” (1962); “s/t” (1962); “Personaje” (1962); “Los niños sin alma” (1964); “Los invitados” (1966); “s/t”, “s/f”, incluido desde 1990 en la Sala dedicada a la pintura de la década del 40 en el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba.
Los títulos de las obras no siempre funcionan como enclaves para establecer una correspondencia artístico-religiosa, sobre todo cuando se conoce la caracterización genérica del oricha y las variaciones conceptuales de que es objeto por parte de los creyentes, en dependencia de sus caminos o avatares. El icono Eleguá no siempre funciona como un elemento de entrada. La función de los elementos de entrada, tal y como la define Sava Sabouk, debe “involucrar en la interpretación de la obra la experiencia humana corriente, las actitudes, conocimientos y estados emocionales corrientes, etcétera”.[12]
En la obra de Wifredo Lam, el análisis de las estructuras compositivas pone de manifiesto una organización sólida, racional y hasta autoritaria que sostiene lo que se dice como universal y eterno.
Técnicamente, esto funciona así en varias de las obras: “Presencia eterna”; “Belial, emperador de las moscas”, “Babalú Ayé”, en el cuadro “s/t” y “s/f” del Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba. Pero, no ocurre de la misma manera en “Clarividencia”, aunque el título tiende a crear una atmósfera que facilita el desencadenamiento de relaciones sintagmáticas articuladas a partir de la focalización del icono Eleguá; las configuraciones estructurales y expresivas forman una red que anula la preeminencia de esta imagen; tampoco se reconoce en “Niños sin alma” y “Visitantes”.
El icono Eleguá podría asumir el papel de reservorio de jerarquías tradicionales; si se concibe como instrumento de sujeción a principios sobrenaturales alude a un tipo de realidad necesitada de transformación; si se valora como signo de rebeldía sustentado por la astucia puede referirse a la desobediencia ante las convenciones. En este contexto pueden inscribirse obras como las ya citadas: “Clarividencia”, “Imagen”, “Niños sin alma”, “Invitados”. Esta dualidad de interpretación remite a un principio de relativa permanencia en la obra de Wifredo Lam: la representación de un proceso de violencia simbólica sustentado en el valor plural de ciertas unidades visuales y en el contrapunto de formas expresivas contrapuestas real o aparentemente.
El análisis de las estructuras compositivas pone de manifiesto una organización sólida, racional y hasta autoritaria que sostiene lo que se dice como universal y eterno. Estas estructuras ocultas están en el límite de tolerancia del equilibrio, lo que actúa con extraordinaria atracción sobre los patrones psíquicos de la tensión visual.
Obsérvese el predominio de verticales y horizontales, triángulos, rombos, sobre las curvas abiertas y cerradas como soportes estructurales de un conjunto de configuraciones expresivas en las que se engarza lo irreverente, cambiante, polivalente, insumiso, provocador, dispuesto siempre a subvertir, a demoler la rigidez de su adversario.
Desobediente ante las convenciones, asume para su pintura el discurso del poder que otorga la autoridad popular en su eterna sabiduría: el desafío a través de la fórmula “lo acato pero no lo cumplo…, siempre que puedo”.
La unidad visual Eleguá está inserta en un sistema iconográfico en el que se observa una constante alteración de la experiencia práctica perceptual, tendente a la generación de un proceso de anestesia colectiva que supone la privación de un sistema de pensamiento autónomo; por ello, produce mezclas y somete su sistema iconográfico a una interacción formal constante, pero muy bien diferenciada de la que se produce en los sistemas mágico religiosos.
El gusto por las analogías, que el mismo artista reconoce, no se limita sólo a variantes tipológicas, sino a lo que éstas representan conceptualmente. En tanto que productos diversos y polivalentes insertados originalmente en tipologías culturales y relaciones espacio-temporales diversas, sus imágenes están permanentemente abiertas a múltiples atribuciones de significado. Recuérdese, por ejemplo, que los cuellos de sus figuras evocan esculturas africanas y también ciertas pinturas que aparecen en cerámicas numantinas; los cuernos no son necesariamente atribuibles al continente africano, se encuentran también en la pintura prehistórica, en Creta, entre los vikingos, en los aquelarres de Goya, en el “Guernica” de Picasso, por sólo mencionar algunos ejemplos.
Las flechas tienen igualmente referentes en diversas culturas y manifestaciones; sin embargo, no es usual en el discurso pictórico relacionado con la iconografía católica ni en la tradición clásica europea; basta revisar los grandes monumentos plásticos del románico al siglo XIX para percatamos de su exigua presencia; podría pensarse en el “Martirio de San Sebastián”, pero en este caso la flecha está empleada como objeto, no como signo itilógico. Estos elementos apuntan a que sea interpretada la universalidad como uno de los principios de la autonomía de la cultura artística.
En la obra de Lam, con mucha frecuencia no se reconocen escenarios que permitan inscribir las unidades visuales en un espacio preciso y determinar así su vínculo con una cultura dada; el entorno es neutro, puede asumirse como un espacio ilimitado o como la negación total de éste. Generalmente es de clave baja, y la configuración no remite al espectador a una situación concreta, es el espectador el que la coloca de acuerdo a sus puntos de referencia y a la tradición cultural de la que sea portador. Por ejemplo, cualquiera puede suponer, desde una perspectiva conceptual, que los fondos neutros son la contraposición de los dorados bizantinos, y otro puede utilizarlo para aludir al mundo de Odua; así cada quien crea su propio universo a partir de los fondos neutros observados.
Una regla bien conocida por Wifredo Lam es la que Kepes formula de la siguiente manera:
Cuando en un mismo cuadro hay unidades figurativas que contienen enunciados que parecen oponerse a la lógica aceptada de los conocimientos, la atención del espectador se ve forzada a buscar las posibles relaciones hasta que da con una idea central que entrelaza los significados en un todo significativo.[13]
La heterogeneidad configuracional del reducido repertorio iconográfico empleado estructura el discurso del artista. Sus unidades visuales pueden dividirse en dos grandes grupos: naturales, en los que se incluyen los seres humanos, los animales, la flora y los astros; y los creados por el hombre: máscaras, flechas, cuchillos, lámparas, ruedas, herraduras, tijeras, sombreros. La presencia a alusiones de los dioses Eleguá, Yemayá, Ogún, Dambala, Babalú Ayé, dados fundamentalmente a través de los títulos, salvo el caso de Eleguá, que ya conocemos, se ubicarán en dependencia de la postura filosófica del receptor.
Ante este reducido repertorio, la variabilidad del mismo es infinita. De curva cerrada a herradura antropozoomorfizada, de herradura a cuellos, de cuellos a ancas. Esta evolución de la analogía formal supone una evidente ruptura de cánones y una apertura a las puertas de la polisemia.
Al reducir la unidad visual a formas elementales: le concede especial importancia al aspecto constructivo; ello puede facilitar el desentrañamiento de la estructura oculta, pero al someter las formas a mezclas constantes, al cambiarlas de lugar y posición en el plano estructural o en el marco de referencia, hace entrópico el nivel de visibilidad por la heterogeneidad de los componentes en juego. La evaluación de las ancas y los contextos en que aparecen situadas constituyen un elocuente ejemplo de lo dicho.
Lam sabía que las unidades visuales organizadas esencialmente de acuerdo a leyes perceptivas devienen algo más que la suma total de sus partes, en virtud de un fenómeno de integración perceptual al que históricamente ha estado acostumbrado el hombre. Operó con esto para desafiar, no sólo en el nivel tradicional de estructura, sino también en el de las operaciones perceptuales y conceptuales. De esta manera se potencian vínculos entre el hombre, el texto y la realidad; el sujeto queda libre para remitir la obra a contextos diversos de acuerdo con el desarrollo de su visión y de su cultura.
Wifredo Lam: “El arte debe denunciar, integrar, depasar y en general modificar el hombre y su mundo tanto en lo social como en lo cultural, consecuencia directa la una de la otra”.
Esta actitud se hace desafiante, por sobre todas las cosas, hacia los cánones plásticos académicos eurocéntricos, y fundamentalmente a partir de las propias tradiciones de apreciación perceptiva de la obra de arte y de los recursos empleados para transmitir determinados preceptos sostenidos por la tradición clásica y por la propia vanguardia europea de principios de siglo.
Yo pude convertirme en un acusador y representar al Tercer Mundo dentro de la cultura europea por haberme posesionado antes de esa misma cultura. Pude hablar en un lenguaje que resultaba claro. Si hubiera venido un negrito pintando estas cosas seguro que no le iban a hacer caso, porque no tenía el arma, no tenía los instrumentos para traspasar esos contenidos. Yo sí podía hacerlo, porque había estudiado muy bien el arte europeo.[14]
En los textos se conoce como mecanismo regulador la asunción, como canon, del anticonvencionalismo propuesto por la vanguardia a partir de la ruptura con la tradición clásica, pero soslaya ciertos recursos expresivos obtenidos por la vanguardia y hace un uso muy libre de los ordenadores textuales.
Al desplazar la atención hacia componentes morfocompositivos de otros universos visuales ─textos tradicionales, canónicos y folclóricos─, la creación y articulación de sus propias convenciones expresivas va a estar condicionada por la relativa entropía de los referentes. Por éstas, entre otras muchas razones no expuestas aquí, no resulta satisfactoria la identificación entre la religiosidad popular afrocubana y la obra de Wifredo Lam. Sus raigales esencias cubanas y caribeñas no se descubren en la reproducción de orichas, pues su pintura “ajena al documento”, como la calificara Alejo Carpentier, no deviene ilustrativa del folclor, sino que es tributaría de lo que el mismo artista afirmó en 1950:
Las convivencias civiles-sociales-culturales de un pueblo, son producto de su fondo histórico, político, económico y geográfico que le han forjado. Nuestras artes plásticas reflejan, aunque un poco débil, estas causas fundamentales del medio, pero por su lado negativo y pasivo. He tratado siempre de evadirme de toda constante nula y vacía. El arte debe denunciar, integrar, depasar y en general modificar el hombre y su mundo tanto en lo social como en lo cultural, consecuencia directa la una de la otra.[15]
La violación de los preceptos morfoestructurales no es un mero regodeo formal, pues se erige en conceptual, y logra con ello desafiar, no sólo sus fuentes pictóricas, sino con ellas las actitudes eurocéntricas, y proclamar los valores de nuestras culturas. No se trata de parecerse a…, sino de encontrarse en…
* Publicado en la revista Arte Cubano 1/2000
Notas:
[1] Lajos Nyiro. “Sobre el significado y la composición de la obra”. Criterios, 13/20. La Habana 1985-86: 157.
[2] Umberto Eco. Tratado de semiótica general. Editorial Lumen, Barcelona, 1988.
[3] Alexander Flaker. “Sobre el concepto de la vanguardia”. Criterios, 5/1. La Habana, 1983-84: 191.
[4] María Elena Jubrías. “Conferencia sobre el arte del siglo XIX”. Editorial Universidad de La Habana. 1983: 40.
[5] Documental Wifredo Lam, La Habana, 1982.
[6] Loló de la Torriente. Estudio de las artes plásticas en Cuba, La Habana, 1954: 164-65.
[7] Loló de la Torriente. Ob. cit.: 164-65.
[8] José Seoane Gallo. Eduardo Abela cerca del cerco. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1986: 127.
[9] Antonio Núñez Jiménez. Wifredo Lam. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1981: 68.
[10] Lydia Cabrera. “Un gran pintor: Wifredo Lam”, Diario de la Marina, 17 de mayo, 1942
[11] Fernando Ortiz. Wifredo Lam y su obra vista a través de significados críticos. Ministerio de Educación, La Habana, 1983-84: 50.
[12] Sabouk Sava. “Los sistemas expresivos y comunicativos del arte”. Criterios, 5/1, La Habana, 1983-84: 50.
[13] Gyorgy Kepes. El lenguaje de la visión, Buenos Aires, 1976: 207.
[14] Gerardo Mosquera. Exploraciones en la plástica cubana. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1983: 186.
[15] “Entrevista a Lam”. Diario de La Marina, 1950.