Un catauro de ideas contra la indiferencia y el olvido
La presentación esta tarde del número 40 de la revista Catauro, la víspera del cumpleaños de don Fernando Ortiz, en este majestuoso patio de su nueva sede, es un acontecimiento que nos complace a todos los que hemos compartido, durante más de un cuarto de siglo, la aventura científica de la Fundación que honra la memoria del sabio habanero, y de cuya obra antropológica, etnográfica, bibliográfica y académica, la revista es quizás su expresión más elocuente. El epígrafe que la preside, y que reza: “la indiferencia es el peso muerto de la historia”, según quiere el valioso teórico marxista italiano Antonio Gramsci, nos anuncia desde el pórtico que jamás habrá espacio en estas páginas para la pereza intelectual, la desmemoria o la indiferencia.
“La indiferencia es el peso muerto de la historia”, decía Antonio Gramsci.
No por evidente debo dejar de mencionar y debemos hacerlo siempre como prenda de gratitud, que esta revista ha sido uno de los dispositivos más eficaces para el conocimiento y la divulgación de las ciencias sociales y humanas en las últimas décadas en nuestro país, y se inscribe ya, por derecho propio, dentro de la gran tradición ilustrada del acervo de publicaciones periódicas cubanas. Por supuesto, es además faena mayor del intelecto y el espíritu, que deposita en el sagrario de la erudición criolla contemporánea, su ideólogo y hacedor principal, el poeta y etnólogo de variadísimos saberes, don Miguel Ángel Barnet Lanza.
Alcanzar el número 40 en cualquier publicación de esta índole, demuestra no solamente una constancia notable, sino revela al mismo tiempo la madurez de un equipo de trabajo, que ha permanecido fiel al renombre alcanzado desde sus primeros entregas, guiado con mano maestra por su director, quien ha sorteado no pocas dificultades y obstáculos sin cuento, y ha salido siempre triunfador. Es a ese prestigioso grupo de hombres y mujeres de ciencia y de pensamiento, al que en vida pertenecieron criaturas tan entrañables como mi inolvidable amiga Ana Cairo, al que gentilmente he sido invitado a colaborar, sabiendo de antemano el honor y la enorme responsabilidad que ello implica. El 40, por último, es el número de uno de mis peloteros favoritos, don Agustín Marquetti, primo de aquel gran bolerista, Luis Marquetti, y que, jugando para los Industriales de uniforme azulado, dijo una vez que el color que prefería era el rojo, porque era hijo de Changó.
Entrando en materia, este número de Catauro es particularmente enjundioso, y destaca por la gran variedad de temáticas que aborda, todas ellas relacionadas íntimamente con las áreas de trabajo de la Fundación Fernando Ortiz, y que han constituido el alfa y omega de la revista durante toda su existencia. Desde luego, todos los ensayos revisten gran interés, pero sería imposible hacer un recuento pormenorizado de cada uno de ellos, tarea ímproba y fatigosa, sin agraviar la paciencia de este ilustre auditorio. Me detendré brevemente pues, en aquellos que me han parecido más novedosos o polémicos, o que su lectura puede abrir nuevos caminos a la investigación.
Como sabemos, ninguna exégesis mayor ha sido hecha entre nosotros sobre el sabio alemán Alejandro de Humboldt, que la que Ortiz realizó en 1930, cuando publicó su Ensayo político sobre la Isla de Cuba en la prestigiosa Colección de Libros Cubanos (vols. XVI y XVII), con una extensa introducción bio-bibliográfica, en la que afirma: “Alejandro de Humboldt está íntimamente enlazado a la historia de la cultura cubana y de la conciencia nacional, pues fue uno de los que, a comienzos del siglo XIX, estudiaron los caracteres culminantes de la sociedad que aquí vivía y sus factores geográficos, físicos y económicos, abriendo trocha en la fronda por donde después penetraron José A. Saco, La Sagra, Poey, Rodríguez Ferrer y tantos otros”.
Justamente a indagar en algunos aspectos poco conocidos en la obra enciclopédica de Humboldt, dedica su ensayo el profesor berlinés Hans Otto Dill, un importante traductor y estudioso de las literaturas y lenguas romances, y autor de un libro titulado La metafísica de la tierra de Alejandro de Humboldt, entre cuyas tesis centrales está la del sabio tudesco como una suerte de “precursor intelectual de la globalización”. En consonancia con ello, y luego de discutir la condición de Humboldt como “segundo descubridor de Cuba”, —polémica en la que no entraré, aunque lo considero descaminado—, Otto Dill postula en su artículo sobre su compatriota, la condición de precursor en la visión crítica del colonialismo europeo en las Américas, haber leído y comentado con mirada descolonizadora las crónicas y libros de los conquistadores, sin distingo sobre la nacionalidad de estos (habla de una “internacional de los colonialistas europeos”), y recoger en sus escritos con ademán enjuiciador, todas las acciones genocidas y violentas que protagonizaron en el Nuevo Mundo, el robo de las tierras a los aborígenes y lo que Dill denomina sus “actividades antiecológicas”. Es muy notable, y el autor lo reconoce, la influencia del filósofo por excelencia del movimiento romántico, Johann Gottlieb Herder, en esos aspectos del pensamiento humboldtiano. No debemos olvidar que Herder es el creador del concepto moderno de cultura y se le considera precursor de un tipo de saberes etnológicos relacionados con el lenguaje. A pesar de todo lo sugerente y novedoso que puede resultar esta lectura revisionista del pensamiento de Humboldt, que lo sitúan inequívocamente dentro del espectro más progresista entre los próceres cultos de su tiempo, me parece un tanto arriesgado conjeturar algún tipo de relación con la reflexión de Marx sobre el surgimiento del capitalismo, y tampoco creo que debamos hacer aprovechamientos parciales de determinadas zonas de su pensamiento, en el afán de sustraerlo a su instrumentalización como paradigma de la actual Unión Europea. A esto en historia llamamos anacronismo.
El profesor berlinés Hans Otto Dill considera a Alejandro de Humboldt un “precursor intelectual de la globalización”.
El trabajo del antropólogo danés Leif Korsbaek, docente con más de cuatro décadas de trabajo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México, persigue igualmente un interés revisionista, en este caso relacionado con la supuesta primacía atribuida al etnólogo polaco Bronislaw Malinoswki como fundador del canon moderno de la investigación etnográfica, con su famoso libro Los argonautas del pacifico occidental, publicado en 1922. Por cierto, ese propio año de gracia de 1922 el británico Radcliffe-Brown dio a conocer su influyente libro The Andaman Islanders, y se me ocurre pensar que de igual forma esta revolución metodológica en el trabajo de campo antropológico, desplegado esencialmente en las Islas de Melanesia y el Pacífico Sur, fue contemporáneo de la otra gran subversión que produjeron en la literatura la aparición del Ulises de James Joyce, La tierra baldía, de T. S. Elliot y de dos de las novelas del ciclo En busca del tiempo perdido de Marcel Proust.
De cualquier modo, el texto de Korsbaek va por otro camino, en este caso el de la erudición antropológica británica, con énfasis particular en exponer la vida y obra de Gerald Camden Wheeler, un etnógrafo que realizó su trabajo de campo a inicios del siglo XX en las Islas Salomón, durante el periodo marcado por el predominio de los estudios sobre el totemismo. En contraste con esta tendencia, Wheeler se inclinó más por los hallazgos lingüísticos, la recopilación de mitos y relatos folclóricos y el análisis de ritos funerarios, como resultado de los cuales publicó varios libros, entre ellos cabe mencionar The Tribe and Intertribal Relations in Australia (1910) y Mono-Alu Folklore (1926). En su valoración de este investigador un tanto olvidado, Korsbaek señala: “Wheeler es un antropólogo y etnógrafo de una apreciable versatilidad, en su obra combina una notable sensibilidad lingüística con un interés en la dimensión histórica, y también un interés por la pregunta de cómo se manifiesta la lengua en los mitos y demás productos literarios de un pueblo, y cómo se reproducen y transforman esos mitos. Aparte de todo eso, se interesa también por la dimensión política”.
Dentro de los acercamientos a cuestiones literarias y antropológicas, no por conocido deja de ser loable el trabajo de Celín González Martínez, enfocado a la presencia de la trilogía “esclavo-negrero-cimarrón”, en algunas figuras y obras emblemáticas de la literatura cubana del siglo XIX, con destaque para esa gran novela que es Pedro Blanco el negrero, de Lino Novás Calvo, de quien se reproduce aquí, en la sección de Archivos, un preciosa semblanza de Ortiz y su entorno familiar y humano.
El texto de Ianela Rodríguez Quintero, de gran densidad teórica y epistemológica, entra en honduras acerca de la relación entre lo que denomina el “racismo idiosincrático” y el “racismo ideológico”, ilustrado a través de los chistes y burlas explícitamente racistas, que proliferan en no pocos territorios de la sociedad cubana, y que son tolerados a pesar de su flagrante matiz discriminatorio. Encontrar los resortes psicosociales profundos, que permiten la producción y reproducción de estas variantes denigrantes del choteo criollo, pienso que es uno de los aportes fundamentales de esta penetrante meditación, por lo demás de una impresionante actualidad.
En una línea más cercana a lo histórico, se mueve el ensayo de Leyani Bernal Valdés, quien indaga en los derroteros del imaginario positivista, evolucionista y eugenésico de las élites criollas, cuyo paradigma fue la ciencia médica decimonónica y todavía de las primeras décadas del siglo XX, enfrascada en postular que la biología del cuerpo social debía ser intervenida y eventualmente perfeccionada, a partir del mejoramiento de las razas mediante cruces selectivos, la llamada homicultura y el establecimiento de barreras de índole seudocientífica a la introducción de grupos humanos considerados inferiores. Los corolarios de esta combinación racista, de perfiles claramente criminológicos y afines al mundo de la zoología, son visibles en aspectos tales como “abogar por la esterilización de criminales y débiles mentales en los casos más radicales, al control de los matrimonios y la procreación, las leyes de inmigración selectivas, la adecuación de los códigos penales fundamentados en la criminología italiana, el control de la prostitución, el juego, la bebida, las campañas para erradicar y prevenir las enfermedades transmisibles y hereditarias, y la protección a la madre y el niño”.
En el recinto, siempre presente en la revista, de la gratitud y el homenaje, aparecen resaltadas dos figuras femeninas que no necesitan presentación entre nosotros y cuya obra es bien conocida y se agranda con el paso del tiempo: Lydia Cabrera y María Teresa Linares. Otras dos mujeres se encargan de interpelarlas: Natalia Bolívar y Trinidad Pérez. En el caso de Natalia Bolívar, es sin discusión la más aventajada discípula de Lydia Cabrera, a cuya obra le rinde respeto y reconocimiento como una de las más importantes literatas y científicas sociales del siglo XX cubano, en sus dos mitades, incluyendo aquella zona de su obra que siguió escribiendo en el exilio. En las emocionadas palabras de Natalia se trata, en el caso de Lydia Cabrera, de: “una persona anticipada a su época, de imaginería poderosa, dueña de una sutileza de criatura fundacional, alguien que existe en un tiempo sin límites o en los dominios de una cosmogonía de orden fabuloso”. En un breve y lírico pasaje, Miguel Barnet la sitúa igualmente dentro de una tradición literaria, que le viene por vía paterna, y en una dimensión poética donde fue capaz de “recrear la saga cubana en cuentos, leyendas y mitos que ella escogió con el microscopio de su aguda sensibilidad (…) Esa poética es parte inherente de nuestra identidad. Y un factor que dio fisonomía propia a lo criollo. Se adelantó, pues, al análisis antropológico y sus disquisiciones. Reveló el secreto de la selva oscura y lo iluminó con su intuición y genio creador”.
Según Miguel Barnet, Lydia Cabrera “reveló el secreto de la selva oscura y lo iluminó con su intuición y genio creador”.
Teté Linares, por su parte, es evocada en una extensa y vigorosa entrevista que le realizó Trinidad Valdés, donde al lado de aspectos poco conocidos, y muchos de ellos controversiales, relacionados con su fructífera y extensa trayectoria profesional, nos encontramos con una cubana esencial, de carácter fuerte y dinámico, dueña de una particular sencillez y un inefable optimismo, siempre dispuesta a ayudar a los más jóvenes o a iniciar trabajos de campo en el ámbito de la musicología, a pesar de su avanzada edad. Jovial y entusiasta, Teté Linares nos descubre en este diálogo algunos aspectos considerados quizás triviales de la existencia, pero que forman parte de nuestra condición humana, como pueden ser los gustos gastronómicos, la coquetería en el vestir o los perfumes y adornos de su preferencia. Las lágrimas que se derraman al evocar la figura del esposo amantísimo y compañero de tantos años, Argeliers León, Teté Linares no las oculta, como tampoco malgasta un minuto en anunciar, al finalizar la conversación: “Entonces, a trabajar. Son las doce del día y hemos perdido mucho tiempo. Ahora, a retomar nuestra faena diaria con entusiasmo y fervor”.
Barnet nuevamente complementa el afecto, con su personal evocación de las figuras de Teté y Argeliers, un matrimonio ejemplar en la cabal extensión de esa palabra, a quienes no se puede separar en la faena creadora, como nunca lo estuvieron en lo personal. Fueron, dice Miguel, dos eternos enamorados y “estaban investidos de esa aureola que ciñe la cabeza de los elegidos”. Predestinados para enseñar, para fundar y para compartir sus saberes enciclopédicos con los más bisoños.
He dejado para el final, pues ya anuncié que no iba a transitar por todos los senderos de la revista, el prolijo examen que hace Grisel Terrón de la Colección Facticia de Emilio Roig de Leuchsenring. Se trata de una labor benedictina y meticulosa, que he tenido la dicha de compartir y ver crecer, en la misma medida en que su autora se introducía de lleno en la inmensa espesura erudita que es la obra de Roig, al que ha estudiado y conoce como pocos en Cuba. Un resultado paralelo a este trabajo fue la publicación, en cuatro exuberantes volúmenes, de una selección del epistolario del primer historiador de La Habana. En el caso de la Colección Facticia, gracias a la devoción, paciencia y desvelo de Grisel por desentrañar sus secretos, contamos hoy con la más completa cartografía de todas las temáticas, materias y soportes que atesoran sus minuciosos tomos, fruto de la infinita curiosidad de Emilio Roig, que están siendo digitalizados de manera acelerada y pronto podrán ser consultados en línea desde cualquier rincón del planeta.
“Teté y Argeliers [fueron] un matrimonio ejemplar en la cabal extensión de esa palabra”.
Y no podía terminar sin referirme a la imagen que ilustra la cubierta de la revista, obra de mi querido amigo Manuel López Oliva, manzanillero de pura cepa y hombre de gran ilustración, que une a sus grandes dotes como pintor la de crítico y cronista de nuestra vida cultural, y que ha reflexionado con agudeza sobre muchos asuntos polémicos del quehacer artístico cubano. Quizás algunos ignoren que López Oliva es un pintor muy cercano a la Oficina del Historiador, y en particular a Eusebio Leal desde sus tiempos de juventud, y hoy disfruta de un modesto taller en el barrio de San Isidro, donde pinta sin descanso sus máscaras de exquisita factura, convertidas en personajes inquietantes y rebeldes, en diálogo fecundo con la mejor tradición del teatro clásico y contemporáneo. Sigo pensando, y aprovecho para decirlo ahora públicamente, que le debemos desde hace muchos años a Manuel el Premio Nacional de Artes Plásticas, que él tanto merece.
He dicho al inicio que estamos en vísperas del onomástico de Don Fernando, que celebraremos mañana, y el 16 de julio es también el día de mi cumpleaños número 50, diez más que los números de la revista. Doy gracias profundamente a Miguel Barnet por este regalo que me hace, de poder compartir con ustedes algunas ideas en torno a este espléndido ejemplar de la muy querida revista Catauro.