Ustedes lo ven así, risueño, dispuesto y encantador, pero yo lo conozco, mascarita, y hoy, como excepción, revelaré secretos que ni él mismo sabe que yo sé, al menos no debe acordarse, porque empiezo por decir que su memoria está como la carne de res, perdidita, perdidita. Basta decir que debo recordarle los cumpleaños de toda la familia y de amistades, así como el suyo propio, además de que todas las mañanas me pregunta en qué mes estamos. Sigo. Ha sido el mejor padre del mundo mundial, y lo digo así, con absoluta convicción, porque haber resistido que Robin lo llamara “pintorriete” hace más de un cuarto de siglo, que Rubén le estampara un hacha en el centro del cráneo, y las majaderías de José Manuel cuando había que ponerle penicilina, es algo que desborda la paciencia de un humano normal. Aunque en honor a la verdad, la infinitud de su paciencia incluye la mano de veces que me acompañó a sacar a Rubén de los calabozos de este país, a donde era llevado por pintar grafitis, patinar en la vía pública o romper botellas en el corazón de la calle G, pues se sabe que la policía se pone miki miki incluso fuera de La Habana.

“Revelaré secretos que ni él mismo sabe que yo sé”.

Recuerdo una noche en Santa Marta, Varadero, a donde fuimos a descubrir la felicidad y lo que nos encontramos fue a José Manuel y al mismo Rubén presos, y a mí me dio por explicarles a los compañeros representantes de la ley y el orden que no era correcto, como decían ellos, que los niños anduvieran haciendo “dibujos extraños en los muros”, sino que eso se llama arte pop, cuyo máximo representante fue Andy Warhol. Y el capitán mío, no el de la estación de Santa Marta, me sonó un pellizco que hasta hoy me duele, y entró en el calabozo y sacó a los infantes, que estaban, por cierto, divertidísimos tratando de pintorretear las paredes calabozianas.
Sigo. Se ocupó de llevar a Robin a unas clases infames llamadas “lucha canaria”, y de protestar ante el profesor porque indicaba ejercicios que el capitán mío consideraba abusivos, tanto así, que una vez tocó entrenamiento en el parque Martí y se dedicó a cargar a Robin, que no alcanzaba a los nudos de las sogas que había que escalar, motivo por el cual fueron expulsados ambos del gimnasio, claro está, sin sospechar nadie que años más tarde Robin se convertiría en el atleta que es hoy. José Manuel, por su parte, daba tremendos bateos en sus escuelas de futbol, y allá iba su padre a justificar lo injustificable; ocasiones en las cuales se vestía de teniente coronel, aunque a veces lo hacía de marinero, con gorra de plato incluida, sobre todo cuando Robin le decía “pintorriete”. Íbamos con los tres deliciosos niños a visitar un barco por dentro, momentos en que nos volvía locos a todos con sus explicaciones de cómo funcionan el motor, la propela y las palancas, cómo se llena la bitácora, y lo peor, cómo bajar las estrellas en medio del océano si toda la modernidad falla, porque él aprendió eso en Rusia, en Bakú específicamente, por mucho que él diga que pasó seis años en Europa, así, sin decir sitio exacto. Bostezábamos, y él entendía que lo que nos gustaba a los niños y a mí era pasear en barco y no aprender, pero le agradecíamos igual. Siguiendo con actividades marítimas, y también como muestras de su ejemplar paternidad (ahorraré la cantidad de chivichanas, casitas para árboles, tirachícharos, arcos, flechas y carricoches que creó para los niños), enseñó a los infantes a pescar, lo mismo en la bahía de Cienfuegos que en un charco del parque Lenin, en el Hotel Jagua y en cuanto espacio acuático apareciera a la vista, fuera una presa o el océano en sí. Bueno, a pescar no tanto, sino más bien a lanzar anzuelos, porque nunca logramos capturar ni un gupi, por lo cual, nos alimentábamos con croquetas inventadas cada vez que salíamos divertidamente a lo que él denominaba pescar.

“Su anhelo principal fue dirigir un restaurante y cocinar para un batallón de comensales”.

He llegado a la parte preferida del capitán, que es la cuestión culinaria. Pero antes, debo finalizar con el tema medicina, en el cual se ha convertido en un verdadero experto. Sus diagnósticos, y sobre todo los tratamientos que él sugiere, merecen al menos reverencias. Según sus profundos conocimientos hipocráticos, la neuropatía periférica se cura con arroz con pollo; un sangramiento bronquial se debe a un moco atorado; el estreñimiento no tiene causa orgánica que no sea falta de playa; el dolor abdominal es debido a falta de sueño; la emergencia hipertensiva se soluciona con un par de cervezas; no sirve de nada empastarse las muelas; la ansiedad es pura carencia de Varadero, y los cuadros depresivos se eliminan chapeando un campo de caña. No existe la neumonía, sino un catarro mal curado; el síndrome vertiginoso se cura con una buena siesta, y en general, su terapia médica integral se resume a un fin de semana con todo incluido en Jibacoa. Lo más curioso es que acierta en el 90% de los casos. Dios y Esculapio nos cojan confesados.
Ahora sí llego a sus habilidades culinarias. Así como el sueño de la mayoría de los niños es convertirse en bombero, en cosmonauta, en cirujano o en aviador, su anhelo principal fue dirigir un restaurante y cocinar para un batallón de comensales. El mejor asado del mundo sale de sus manos, las mejores brochetas, el más exquisito pescado a la plancha, los mejores pollos al horno, y los más suculentos platos de vegetales al vapor, sin desdeñar la caldosa, que lo hizo famoso entre mi grupo de médicos. Todo ello implica no solo largas horas metido en la cocina, sino su negativa a que alguien lo ayude, porque nadie como él, y solo él. Es fácil notar que me tocan los arroces y los postres, espacio que me concede bajo su estricta vigilancia, y va opinando justo como él detesta que le hagan a él, pero hoy estamos en cosas positivas y no sería elegante sacar a relucir su costado cazuelero. Este capitán es quien único se ocupa de mantener impolutas las ollas, el fogón, el piso, paredes y ventanas de la cocina, aduciendo, con toda razón, que es el sitio de la casa donde pasa más tiempo. No es enteramente cierto, la verdad: posee una oficina en el garaje de la casa. Parece un garaje, mejor dicho, pero es su santuario. Entre tuercas, taladros, martillos, sierras, clanes y pinzas, ha construido lo que podríamos llamar el PPV o Palacio Privado de Valladares. Ventiladores, espejos, sillones, sillas altísimas, mesa múltiple que lo mismo soporta serruchos que botellas de ron, han sido instalados en el PPV, de modo que en las escasas veces que él permite que me asome, encuentro un sitio cada vez más sofisticado y acogedor. Allí acuden dos tipos de personas: sus socios de confidencias del barrio, cuyas edades fluctúan entre los cinco años de los hijos de sus amigos y los casi 80 del siempre comilón Octavio, y las infinitas vecinas que van a pedirle que les arregle la batidora, el cable del móvil, la olla que no cierra bien, el televisor, un ventilador, la pata del sofá o la suela de una sandalia. Los malpensados ya estarán creyendo que me dejo embaucar con los pedidos femeninos, pero a todos esos malpensados les diré que llevar 25 años al lado de este capitán implica estar segura de su lealtad, y punto en boca todo el mundo. Los niños que también asisten al PPV, hijos de sus colegas barriales, van solicitando que él les componga tiraflechas, arcabuces, patines, columpios y carriolas, porque solo él les hace caso, para empezar. Carteles de su pasado militar engalanan el local de sus privacidades, incluyendo alegres granadas, obsoletas balas y alguna bomba estéril, además de uniformes desteñidos y charreteras antiguas, fotos del Che y cuanto afiche sale de la casa principal, y muchísimas imágenes de nuestros tres hijos cuando eran niños, y de nosotros cuando fuimos jóvenes. Medio barrio acude a solicitar su ayuda, dado el insólito cartel que puebla una de las puertas y que reza “Favores gratis”, como quien descubre el agua tibia, pero no todos los solicitantes van de buena fe. A pesar de mis reclamos (“Cierra bien”, “Pon candados”, “Usen nasobucos”, “No coman allí ni dejen los platos que ese garaje está lleno de ratones”, “No dejes entrar a tanta gente”, “No compartas tus herramientas”, “Lleva una lista con lo que prestas”, “No regales brochas, clavos, puntillas ni tornillos, que luego no hay”), a los cuales el capitán no hace ni este caso, varias veces le han robado, cuestión que a mí me pone de furia y que él deja pasar porque perdona a media humanidad.
Recuerdo una ocasión en que se celebraba una fecha histórica importante en nuestro CDR y la cuadra estaba adornada con banderas multicolores y música patria, y hasta vino un funcionario del llamado “primer nivel”. Se expresaron las frases habituales y vítores, y el funcionario cedió la palabra al público, que éramos nosotros y la vecindad. El capitán fue el primero en pedir permiso para hablar, cosa que me extrañó sobremanera, porque es un hombre de pocas palabras, por lo cual presté especial atención. Dijo: “Muy emotivo y muy patriótico todo, pero me gustaría saber quién cojones tiene mi taladro”. El del primer nivel abrió los ojos en la misma medida en que mi boca dejaba escapar sonoras carcajadas. Nadie dio el paso al frente ni confesó, de modo que el taladro nunca fue devuelto. Tampoco un serrucho gigante ni las rueditas de una carretilla ni una cosa nombrada picoloro.

“No hay ser humano que se le compare en cuanto a generosidad, jovialidad y extraordinario optimismo voluntarioso”.

Otro detalle muy importante, ya que mencioné los himnos, es la música. Este capitán escucha a todo volumen melodías de vitrola; esas tonalidades que solía disfrutar su padre, el mejor barman del Hotel Jagua, de Cienfuegos. Es frecuente que de su oficina particular, mientras él compone pilas del lavamanos de Hilda, el mando a distancia de Tania, la patineta del hijo de Joel, por ejemplo, se escuche “Tú me recuerdas en tus noches de insomnio porque soy algo imposible de olvidar”, o “Quiero sangrar gota a gota el veneno de su amor”, y también “Yo tuve que matar a un ser que quise amar, y aun estando muerta yo la quiero”. De todas estas historias, alguien podría creer que, en resumen, mi capitán es ligeramente loco (señalo que me lo advirtieron hace un cuarto de siglo. “Está medio loco”, me dijeron), pero en la vida real y verdadera, no existe alguien más bondadoso ni más dispuesto, no hay ser humano que se le compare en cuanto a generosidad, jovialidad y extraordinario optimismo voluntarioso.

“El original, el increíble Valladares, el padre de mis hijos, el hijo de mis padres, es mío, de mi total pertenencia y no lo comparto”.

Para finalizar, contaré sobre el primer día que lo vi, hace exactamente 27 junios. Yo llevaba más de 30 años burlándome del llamado amor a primera vista, pero como reza el refrán, “Boca no habló que Dios no castigó”. Cuando este ejemplar masculino, entonces perfectamente musculoso y muy parecido a Robert de Niro, se me plantó delante, quedé hechizada, derretida, conquistada y patizamba. Lo vi, él me habló, y de inmediato pensé: “He de comerme esa tuna o me cambio el nombre”. El resto es historia. Si ustedes ven por ahí alguien con las características ya descritas, túmbenlo, que es de cartón. El original, el increíble Valladares, el padre de mis hijos, el hijo de mis padres, es mío, de mi total pertenencia y no lo comparto, que ya bastante tuve… Deja, mejor no sigo, porque los viejos aconsejan que las infidelidades no se cuentan, jamás de los jamases, y no por gusto mi padre me dijo un día en el año 2008: “Hija, si se te ocurre alguna vez separarte de ese hombre, avísame, que yo me caso con él”. Felicidades, mi amor eterno.

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