A la memoria de Lázaro García
Descuelga su guitarra con el mismo desenfado de siempre.
El desayuno no estuvo mal, aunque no fuera como el del Jagua… ni siquiera como el del Pasacaballos.
Tampoco el sol está demasiado fuerte, de modo que puede elegir entre caminar el par de kilómetros que lo separan del pequeño escenario improvisado (que lo espera en el almacén de la empresa que acaba de recibir la bandera de vanguardia nacional) o sacar la bicicleta, ya bastante acostumbrada a andarse la ciudad con su ciclista encima, desafiando los numerosos, casi queridos —casi entrañables— baches y ondulaciones que dan un cierto colorido autóctono a las calles de su niñez, de su adolescencia, de su primera y segunda juventud, y esperan alegremente seguirlo acompañando ya entrada la madurez, hasta su lamentable retiro en un año todavía impensable.
Decide caminar, porque al final, un poco de ejercicio matutino no está nada mal, y porque la guitarra terciada en su espalda, si bien cuando camina se le ha ido volviendo más pesada con el paso de los años, montado en la bicicleta es verdaderamente más incómoda, sobre todo desde hace poco, cuando prefiere hacerse acompañar de su hijo, que estudia en la escuela de arte algo así como música en serio, y parece estar orgulloso de su papá.
En la primera esquina, está la tarja que todos los años es pulida poco antes de que los cojines y ramos de las flores posibles le recuerden al paseante que allí, justo en ese punto de la geografía local, se produjo un hecho trascedente, donde posiblemente cayó un poeta, un obrero, un miliciano, o muchos poetas, obreros, milicianos… gente buena para recordar. Allí está la tarja donde, cada año, vuelve a cantar la canción que escribió aquella vez sin que nadie le pidiera escribirla. A veces, en esa fecha, el coro profesional de la ciudad lo acompaña con su versión polifónica, magistral. Hace algunos años, incluso la grabó en la emisora de radio, y la emisora la envió a algunas emisoras nacionales donde, según le han contado, alguna vez ha sido trasmitida. Él supone que debe haber sido alrededor de esa fecha importante.
No siempre ha sido así. Algunas canciones le fueron encargadas. Tampoco pasó siempre el mismo trabajo. Más allá de algunos lugares comunes, fue relativamente simple cantarle al verano (eterno por demás) que tantas diversiones traería sumadas a profundas reflexiones sobre la importancia de ser joven. La paz fue tan simple de cantar como difícil de lograr en un mundo preñado de calamidades que el nuevo siglo estuvo presto a conjurar. Más difícil resultó la epopeya del cortador de caña, y casi imposible la tremenda virtud del genio creador de ciertos anticuerpos monoclonales. Pero ha logrado salir airoso de todos los encargos, sin tener que bajar la cabeza cuando alguien le echa en cara ese particular oficio de cronista.
En la otra esquina, siguen vendiendo algunos dulces típicos que él inmortalizó para sus coterráneos en una guaracha muy pegajosa, que no tendría nada que envidiar al Manisero de Moisés Simons ni al Carbonero de Chappottín. Su estribillo está escrito (pintado) con letras desiguales y brillosas en la pared del quiosco. Tal vez sea ese ego innato del artista, pero, la verdad: ¡no puede evitar pasar la vista por aquel letrero, ni que los ojos le brillen tanto como las propias letras rojas de la pared!
“(…) sabe que la canción no va a morir porque debe seguir combatiendo”.
Un poco más adelante, van comenzando a aparecer las desdibujadas lomas cercanas, con sus palmas, algarrobos, flores silvestres y viviendas de materiales sencillos, alcanzables, mágicos. ¡Ahí está! El paisaje que tantas canciones le ha arrancado al inagotable pozo de su ingenio personal, de su lírica, a veces demasiado clásica, repetida y chapada a la antigua, a veces implacablemente moderna, vanguardista, triturando tropos y recombinándolos, dueña de sonidos insospechados y epatantes. El paisaje que lleva su mismo nombre y su apellido, su santo y seña, sin el cual no existirían los amaneceres ni los relinchos ni las noches estrelladas ni los deseos de bañarse en el río, desnudo como nació… ni la luna estaría esperándolo en los charcos del patio.
Al doblar, encuentra algunos personajes conocidos, hablando y gesticulando en un idioma que no parece español ni cubano. Tampoco es la lengua del enkame, ni la que consagraría las ofrendas de la nganga, ni latín apostólico-romano. Los ha visto nacer y morir. A algunos los ha visto ascender en ciertos cargos importantes, alejarse de los muchos que los quisieron alguna vez, sentirse superiores, intocables, hechos de alguna sustancia especial que los convierte en oráculos y sabedores, y chocar contra una pared intangible que un buen día los devuelve al polvo del camino. Otros negociaron, han negociado, negocian con sus múltiples necesidades, le cobran lo incobrable, lo han hecho parecer como un bufón cuando, invariablemente, su guitarra suena terca y violenta acompañando su voz a gritos diciendo esas verdades que siempre le han atravesado las partes más blandas del sentimiento, donde están la dignidad, la honradez, los grandes desafíos y los pequeños detalles con que se conforma la Patria. Los mira, y sabe que la canción no va a morir porque debe seguir combatiendo.
De vez en cuando, sus canciones han comenzado un vuelo desmesurado. Saltaron de su pedazo de escritorio y aparecieron… en un concurso quizás. Una muchacha con peinado francés, maquillada más de lo necesario, pero bella, deseable, televisiva, con voz de Edith Piaf y Celine Dion, canta sus textos irreconocibles entre el ostinato de las cuerdas, la excitante grandilocuencia de los metales y el cambio al tono superior cuando repite el estribillo. En esos casos, y a pesar de tantas recomendaciones en sentido contrario, ha subido a recoger el premio con su desesperante humildad.
También ha deambulado por esos mundos de Dios. Alguien lo mandó a un festival desconocido, a una guerra seguramente justa (pero cruel como todas las guerras), a la toma de posesión de algún presidente amigo, a una misión barrio adentro, corazón adentro, certeza, locura, fidelidad adentro. Lo han aplaudido en todos los idiomas. Vio los rascacielos de Nueva York, pero no puso la cara de “buen salvaje” que esperaban los que lo fotografiaban para algún cortometraje solidario, así que no salió en la postalita.
Lo han invitado a “quedarse” de todas las maneras posibles, pero él no sabe despertarse sin esa deuda permanente con los sueños que lo han perseguido desde que tuvo razón y nombre propio.
Eso sí… compró un ventilador con el que todavía se burla del verano caribeño, una grabadora japonesa hecha en Taiwán, algunas boberías que le pidieron para la fiesta de su sobrina quinceañera, y un marco dorado para poner el retrato en sepia de su padre, con su inseparable sombrero jipijapa y su sonrisa tan enigmática como la de cualquier Gioconda.
Su padre había sido cantante y maraquero de un trío sin nombre, aunque se ganaba la vida como bracero en el puerto. Él pasó su niñez escuchándole sus aventuras artísticas, no por dudosas menos extraordinarias: su vieja amistad con Orestes (“antes de que la orquesta se le fuera a La Habana cantando Los Tamalitos de Olga”); sus mano-a-mano con Inocente (“al que ahora llamaban El Jilguero”); sus serenatas interminables con Bartolo (al que ahora llamaban Benny); sus escapadas interprovinciales con Teofilito por los bares de Trinidad, su memorable encuentro con Sindo (la única vez que cantó en La Habana). Él no puede dejar de recordar la canción de Cri Cri cuando, cada noche, su madre, infelizmente anciana y achacosa, repite el rito de acercarse al retrato con su marco dorado, decir unas palabras por lo bajo, y persignarse antes de irse a acostar.
Pero, sobre todo, entre una esquina y la otra, entre algunas ya largas ausencias y todas las permanencias, en cualquiera de los bancos de los muchos parques cercanos, en los troncos de tantos árboles milenarios y en la sombra de portales que exigen su impostergable reparación, en oscuridades cómplices (y cómplices escaleras que van a lugares que no pensaba visitar), en la mínima gota de un imposible rocío mañanero… le van apareciendo nombres y voces, rostros de niñas olvidadas, sonrisas que nunca llegaron a ser besos (y besos que tomaron por sorpresa a la sonrisa), temores, sobresaltos, promesas, decepciones, ternura, tablas de salvación en un océano siempre insondable y desconocido, amores eternos que duraron toda una noche, amores eternos que incluso duraron más de una noche, amores eternos que permanecen unidos a su vida, sus recuerdos, su total incapacidad de dejarse vencer, amores eternos que aún esperan por él en todos los rincones, que esperan del poeta su canción desesperada. Está condenado a componerlas. No hay antídoto. Él lo sabe.
Descuelga su guitarra con el mismo desenfado de siempre.
Está listo para la pelea.