Cuando me inicié como lector —muy tempranamente en mi vida— pensé que podría leerme todos los libros del mundo. Tanta era mi voracidad, tan grande y buena la oferta, que de veras lo pensé. Lo primero que cayó en mis manos fue la edición de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, entrega inaugural de la Imprenta Nacional de Cuba. Mi tío lo adquirió por unos centavos en marzo de 1959.
Al poco tiempo nos mudamos, de la ciudad de Santa Clara al batey del Central Carmita, donde no había biblioteca ni librería, pero los libros siguieron entrando a mi casa, procedentes de distintas manos; las de mi hermana mayor, estudiante de bachillerato entre 1963 y 1966, las más promisorias. Por algo más de tres pesos compró, en la feria del libro que uno de aquellos años se celebró en Santa Clara, el equivalente a una maleta de ejemplares.
“Las Ediciones Huracán, las colecciones Cocuyo, Radar, Espiral, Pluma en Ristre, Contemporáneos, Manjuarí, La Rueda Dentada, Literatura Universal, Voces y muchas más estuvieron durante décadas al alcance de todos los bolsillos, pues rara vez el precio de un libro sobrepasaba un peso”.
Así fue que tuve en mis manos los cuentos de Edgar Allan Poe y Robert Luis Stevenson, la compilación de Cuentos norteamericanos, preparada por José Rodríguez Feo, Memorias del club Pickwick, de Charles Dickens, Crimen y castigo, de Fiódor Dostoeivski, Mobi Dick, de Herman Melville, La princesa de Cleves, de La Fayette, Papá Goriot, de Honorato de Balzac, La vida es sueño, de Calderón de la Barca, El Don apacible, de Mijail Sholojov, y algunos más, que leí entre los 14 y 15 años.
Los libros siguieron acompañando mi adolescencia, juventud y madurez desde la creciente industria gráfica cubana y un sistema editorial que no paró de acopiar y poner al servicio de un pueblo ya alfabetizado —y escolarizado en su máxima expresión— todos los libros del mundo.
Las Ediciones Huracán, las colecciones Cocuyo, Radar, Espiral, Pluma en Ristre, Contemporáneos, Manjuarí, La Rueda Dentada, Literatura Universal, Voces y muchas más estuvieron durante décadas al alcance de todos los bolsillos, pues rara vez el precio de un libro sobrepasaba un peso. En ese sentido tengo la satisfacción de que el primer libro mío que pasó por la red comercial —el decimario Y dulce era la luz como un venado— publicado por la editorial Letras Cubanas en 1989, se vendió al precio de 0.40 centavos; el segundo, de 1991, por 1.20. Ambos se agotaron; el libro en aquellos días no competía con tanta desventaja contra el pan.
La crisis de impresión de libros que vivimos hoy, derivada de las agudas carencias asociadas a una economía bloqueada y en tropezosa reestructuración, no es la primera. Igual las que vivimos a inicios de los años setenta y en la década de los noventa.
De ambas el libro siempre salió airoso, porque en todo momento tuvo el respaldo de una voluntad política que parte del principio de que la construcción del socialismo, aun en las más complicadas situaciones, es una tarea de hombres cultos. La prueba de la permanencia de ese principio la tenemos en la Feria Internacional del Libro de este año, inaugurada recientemente en su trigésimo segunda edición.
En relación con las crisis precedentes, me atrevo a comentar: a inicios de la década del setenta, recién emergido el país de la que se llamó “zafra de los diez millones de toneladas de azúcar” (fue de algo más de ocho) casi todas las industrias, incluyendo la gráfica, habían sido paralizadas para volcarse a las tareas de epopeya productiva; las librerías, a falta de novedades para vender, pasaron a una modalidad alternativa: el intercambio de libros.
“En las dos primeras décadas de este siglo se pudo incluso pasar a lo que se llamó ‘masificación’ de la cultura, que propició el nacimiento de muchas editoriales a lo largo del país y la consolidación de las que ya existían”.
La dinámica era sencilla: usted veía uno que le interesaba y se lo podía llevar, sin costo, siempre que dejara otro. Quizás muchos no sepan que fue así, o no lo recuerden, pero es real. Antes de que se recuperara la producción, desde mediados de la década del setenta hasta finales de los ochenta, nuestras visitas a las librerías no eran para la adquisición, sino para el trueque.
En 1990, como es conocido, colapsó el que llamábamos “campo socialista” —Unión Soviética incluida— y las publicaciones fueron de las primeras en sufrir el impacto: las editoriales y revistas recesaron. Fue entonces que se concretó el proyecto que llamaron de las plaquettes, experiencia que materializó eficazmente lo que hoy llaman “encadenamiento productivo”: el Instituto Cubano del Libro y la Integración Poligráfica instrumentaron un acuerdo mediante el cual, con la recortería de papel y los sobrantes de las bobinas con que se tiraban los periódicos, se producirían textos literarios en sueltos que se embuchaban en una cartulina doblada. Fue una variante de emergencia que salvó de la muerte a la circulación de la literatura. A medida que la crisis se iba superando, retornamos al libro.
Recordemos que en 1993 se despenalizó la divisa y que muchas producciones, entre ellas la del libro, pasaron a financiarse con esa moneda. También que aquellos días, por decisión del gobierno, la cultura disponía de todo lo que lograra ingresar, porque de esa forma, a través del esquema de financiamiento cerrado del Fondo para la Cultura y la Educación (Fonce), se recuperó con creces la producción de literatura impresa.
“La lectura y estudio de algunas de las variantes asumidas en las crisis anteriores pudieran tener utilidad para analizar y resolver el enorme problema que parece rebasarnos”.
En las dos primeras décadas de este siglo se pudo incluso pasar a lo que se llamó “masificación” de la cultura, que propició el nacimiento de muchas editoriales a lo largo del país y la consolidación de las que ya existían. Algunas de esas editoriales, con el tiempo, les subieron la parada a las nacionales en materia de excelencia de sus catálogos, diseño y acabado de sus libros. Con ellas se rompió una de las bases más dolorosas del fatalismo geográfico.
La crisis de hoy, seguramente más aguda que aquellas, nos presenta como alternativa la producción de libros digitales, en detrimento coyuntural del libro de papel. Pero me consta que existe la certeza de que es necesario recuperarlo en ese, su formato tradicional.
La lectura y estudio de algunas de las variantes asumidas en las crisis anteriores pudieran tener utilidad para analizar y resolver el enorme problema que parece rebasarnos. Y si a ello le sumamos la presencia de variables inéditas, como la existencia de nuevos actores económicos y —una vez más— la solidaridad de amigos del mundo, tendremos un repertorio posible para reanimar la producción.
Todos los libros del mundo esperan por sus lectores cubanos. La mayoría de los cubanos esperan por los libros. Hagamos que desborden nuestras bibliotecas en todos los formatos posibles, atesorables, acariciables, descargables, legibles, cada vez más bellos y profundos, ajenos a los criterios mercantiles con que se manejan en tantos sitios de alta tradición literaria. Ganemos el pan y hagamos el verso. El verso, aunque en otro sentido, alimenta tanto como el pan.