Teorizar como forma esencial de la lucha política
20/5/2019
Escribo estos comentarios con algunas semanas de retraso. Concluyó hace varios días en Holguín el Congreso de Pensamiento Memoria Nuestra. Antes, en La Habana, se desarrolló la décima edición del Taller Pensamos Cuba. Ambos encuentros, promovidos y organizados por la Asociación Hermanos Saíz, colocaron luces críticas sobre el estado, las oportunidades y las perspectivas que caracterizan a las ciencias sociales cubanas en el siglo XXI.
La reflexión apuntó esencialmente a la crisis de los modelos académicos, el peligro que supone la desestructuración de las redes de trabajo intelectual, las limitaciones para el acceso a las fuentes, la insuficiente diversidad de las agendas temáticas y los problemas acumulados en la socialización de los resultados investigativos. De otro lado, los tabúes en cuanto a la marca juvenil y su interpelación a formas, autores y enfoques establecidos y el estado vegetante en el que se encuentra la crítica artístico-literaria. Por su carácter general y las consecuencias que de él se derivan prefiero apuntar solo algunas ideas —no concluyentes— sobre el primero de los temas, es decir, el estado, las oportunidades y las perspectivas que caracterizan a las ciencias sociales cubanas y el debate en torno a ellas.
La coyuntura actual se encuentra reñida por riesgos que conspiran contra su desenvolvimiento. Como en la fábula de la rana hirviente, nuestra sociedad está recibiendo múltiples cambios incrementales. Contrario de lo que pudiera parecer obvio y natural, la analogía explica mucho más que un involuntario acto de inmovilismo. Las referencias que propone anclan una lectura cultural que incluye el diseño de la participación, el ejercicio político y su contenido, las prácticas intelectuales y la posición que vamos adoptando ante los problemas. Al encarar estas dificultades, nos reubica en el cenagoso terreno de la memoria colectiva, su uso estratégico en la lucha por la preservación del poder y su permanente reconfiguración.
El campo de enfrentamiento cultural en el que nos desarrollamos acude hace décadas a la normalización de pautas destinadas a minar las fortificaciones ideológicas opuestas a él. Dentro de esa estrategia a largo alcance, lo principal ha residido en la reconstrucción posmoderna del sentido común y la desmemorización calculada del sujeto social. En virtud de su determinación funcional, los estudios de consumo, la diversificación de formas en que se conciben y analizan las relaciones de producción, avanzaron muchísimo a nivel global en la segunda mitad del siglo pasado. Comprometidas con la fijación de conductas humanas, estas prácticas científicas extendieron la resignificación de las ideas estético-filosóficas e impactaron sensiblemente los mecanismos de construcción y recepción simbólica la realidad.
También en Cuba esos límites de interpretación fueron desbordándose. Un cruce de corrientes relativizó el universo ideológico propio del mundo histórico que recibió la Revolución en 1959. El subdesarrollo inducido que sufrieron el pensamiento y las ciencias sociales cubanas a inicios de los años 70, propio de una visión torcida por las remanencias de un estalinismo tropical, nos fueron colocando en una situación desventajosa.
Ese es un conflicto bastante declarado, pero a mi entender no agotado en su integralidad. La ciencia histórica que había obtenido logros importantes, por ejemplo, redujo su potencial divergente y anuló por muchos años el debate sobre los problemas históricos y sus contradicciones. La sociología y las ciencias políticas se excluyeron como perfiles en la educación universitaria. Se contrajo la etnología y antropología. Un opaco cuadro que invisibilizó, además, temáticas como la pobreza, la marginalidad, la emigración, la estratificación social, la violencia, la corrupción y los fenómenos de recepción.
En efecto, la dogmatización y burocratización en el campo del pensamiento y las ciencias sociales redujeron el tonelaje crítico de estos saberes. Hicieron extensiva una práctica verticalista y autoritaria, de signo muchas veces conservador, que se ha sostenido acudiendo a la amplificación de fuerzas, enemistades y tensiones.
La táctica de plaza sitiada acabó pasándonos factura. Las secuelas de los teleologismos y las simplificaciones terminaron volviéndose crónicas e impidieron, mediante una empobrecida unificación de criterios, identificar disensos, actualizar enfoques teórico-metodológicos y responder con mayor organicidad a las exigencias de un campo cultural en expansión.
La inexistencia de un cuerpo teórico estructurado que opere como fundamentación del socialismo en Cuba es una de sus consecuencias más graves. Fernando Martínez Heredia, en los últimos años de su vida, insistió en el riesgo de esta ausencia y en la urgencia de proyectar “un pensamiento social idóneo para analizar en toda su complejidad la situación actual y las tendencias que pugnan en ella, los instrumentos, las estrategias y tácticas, el rumbo a seguir y el proyecto, contribuyendo al único modo en que en última instancia es posible el socialismo: el despliegue de sus fuerzas propias y sus potencialidades, y la capacidad dialéctica de revolucionarse a sí mismo una y otra vez”.[1]
El desgaste de las plataformas tradicionales de participación, los desafíos en cuanto a convivencia, comunicación y creatividad, los vacíos de información, la alteración de narrativas históricas, la especificidad en los estudios culturales, los nichos sociales inexplorados, están enfilándose a favor de las tácticas subsidiarias de la dominación cultural propia del capitalismo. Actuamos desconociendo las facetas sociológicas que determinan las relaciones económicas y de poder, los sistemas simbólicos y la representación de los hechos sociales.
Las capacidades orgánicas de resistencia, en efecto, están siendo quebrantadas. La cuerda se tensa. Discursos imprecisos como el del progreso y la prosperidad empiezan a agrietar la coraza crítica y descolocan un esfuerzo teórico ya bastante dañado por mediaciones políticas e instrumentalismos. La peligrosidad de no “transicionar” en estos aspectos amenaza con reducir el tiempo científico que vive el país a un conjunto de ambigüedades y razonamientos ilegibles. La disyuntiva, justamente, es si saltaremos ante el agua humeante, o la adaptación gradual a la temperatura sacrificará nuestras respuestas instintivas.
El reclamo gubernamental por incorporar a las universidades y centros de investigación al planeamiento y la gestión del modelo de desarrollo social comienza a levantarse en la última etapa. Funcionarios del Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente insisten en la necesidad de transformar las políticas de gestión de la vida científica en el país. Varios congresos y reuniones de intelectuales han apuntado la importancia de provocar un giro en la escasa utilización de los saberes sociales en la cotidianidad nacional y en la toma de decisiones. Todo ello, en sí mismo, constituye sin lugar a dudas un paso positivo. No obstante, concentrar la atención exclusivamente en la gestión, incluso en la óptica de un “criterio experto” en función de los “decisores”, deja fuera, como mínimo, tres problemas fundamentales.
Revisitando un trabajo publicado por la revista Temas en el año 2010 es posible advertir la dilatación en el tiempo de estos presupuestos e interpretaciones restringidas.[2] Un problema principal que continúa sin atenderse, emerge del carácter habanocentrista de las ciencias sociales. Aunque se dieron pasos en el último decenio, los estudios, empalmes metodológicos, jerarquización de resultados, determinación de agendas y validación de experiencias continúan dependiendo del desenvolvimiento de una red de instituciones con sede en la capital. Este síndrome de adyacencia restringe la ampliación de una geografía temática, abre escenarios periféricos dentro del propio archipiélago y afecta bastante lo que pudiera ser concebido como una red de trabajo con una dinámica más horizontal. De ahí que un debate principal no resuelto sea justamente el verdadero carácter nacional de las ciencias sociales en el país.
Una segunda trama vinculada a lo anterior tiene que ver con los emplazamientos propositivos y el llamamiento dogmático a los resultados concretos. A su vez, se agudiza el contraste en relación con el acceso a las fuentes, la conformación de “feudos informativos” y los beneficios por razones extracientíficas a un grupo de investigadores en detrimento de otros.
Un segundo problema radica en la modificación de los enfoques epistémicos y diversificación de las estructuras metodológicas. Para alejarse de los contenedores académicos y burocráticos, las ciencias sociales están exigidas de plantear una lucha interna en relación a las nociones, categorías y objetos de estudio. Ese cambio debería rehuir la exclusividad de los condicionamientos políticos, toda vez que interpela la ciencia política como dimensión fundamental de los procesos culturales, renuncia al asistencialismo y a los análisis binarios.
En este sentido profundo, implicaría el compromiso con un nuevo paradigma de aspiración cualitativa y antípoda de la seudodialéctica. Los propósitos se corresponderían con estudios que no solo se preocupen por los destinatarios, sino que se comprometan con descubrir la lógica de las contradicciones y la interpretación-transformación del universo de relaciones sociales y los conflictos a él vinculados.
El tercero de estos problemas está dado por el lugar social y político que ocupan los científicos. De ahí que sea imprescindible atender y analizar el contenido teórico de la ciencia, pero también los ambientes, condiciones y experiencias en las que se forman y desenvuelven los hombres y mujeres que la desarrollan.
El funcionalismo formativo presente en los centros de educación superior está incidiendo en la simplificación del pensamiento, profundizando los océanos de desinformación y desfigurando los ligamentos propios de la lógica formal. Directamente proporcional al derramamiento de una pereza intelectual preocupante, florece la incorporación acrítica de toda una indumentaria para la deducción del mundo desde configuraciones abiertamente neoliberales y conservatizadoras. Podría estarse inhabilitando a la academia, como ya ha sucedido en buena parte de América Latina, de lograr una consistente práctica intelectual. Los impactos en medio de un deslizamiento generacional pudieran llegar a ser irreversibles.
Una vez egresados de las universidades, los investigadores sociales se someten a dinámicas salariales poco ventajosas, decisiones administrativas que ralentizan su trabajo, limitaciones para efectuar estudios de campo y exigencias de índole diversa. A ello se suma en la última década el fenómeno de los papers, que obstruye las posibilidades de reconocimiento de estos saberes, sus aportes y protagonistas. Los investigadores, frente a presiones gigantescas para lograr la publicación en revistas de impacto, terminan realizando concesiones en cumplimiento con la homologación teórica, el discurso político y los metalenguajes que exigen las normas editoriales con las que estamos emulando.
En otro orden, un factor principal presente en el desenvolvimiento de las ciencias sociales radica en la contraposición inducida entre conciencia y economía que está jugando todas sus cartas a favor del determinismo social. Se evitan miradas más profundas y abarcadoras en los terrenos de la ética, la política, la economía política, las estructuras de poder y la educación, por solo mencionar algunas. Se prorroga la reflexión sobre los constantes rompimientos ideológicos y los demoledores efectos de un socialismo desinteresado de ello. En particular, este distanciamiento naturalizado es, por sí solo, extremadamente espinoso.
En nuestro caso, ahora más que nunca, ser contemporáneos implicaría ser electivos. El aumento de estadísticas, los ambientes metologicistas, la cuantificación de los saberes, la certificación a partir de categorías diseñadas por centros de poder académico, el compromiso con la reproducción de esquema de ciencias duras y ciencias blandas, no se propone un proyecto de síntesis útil y funcional a un paradigma unificado, descolonizado y creativo que opere a favor de los cambios gigantescos que se está proponiendo la sociedad en términos socialistas.
Pueden aumentar —de hecho se ha conseguido— nuestros resultados en las mediciones estandarizadas por el neoliberalismo, la complacencia a un segmento ortodoxo del funcionariado, incluso incrementar la circulación de información en el país. Eso no quiere decir, sin embargo, que se esté reproduciendo por un conocimiento en pos de las liberaciones, las hegemonías, los entusiasmos y los comportamientos humanos que son, en última instancia, los que definen y hacen perdurables una revolución.
Expedicionario en un cruce de opiniones, el pensamiento social revolucionario cubano no logra pisar tierra firme. Continuamos sin asumir la teorización como forma esencial de la lucha política. La continuidad en el proceso de construcción socialista continúa sin entenderse como un espacio de reflexiones múltiples, coherentes y sistémicas que acrecienten su legitimidad, amplíen su carácter público y científico, y faciliten la identificación con mayor acierto de los niveles de aceptación y participación de las masas ante esa convocatoria.
Se trata entonces de estimular un movimiento convergente, donde las relaciones de subordinación funcionen más por los alcances cognoscitivos que por el lugar que se ocupa en la pirámide. Desarrollar horizontalidad y participación responsable de los científicos sociales es directamente proporcional a robustecer el pensamiento revolucionario que lleva décadas enfrentándose a la reducción peyorativa de “práctica subjetivista”, por su esencia y propósito, altamente contrarrevolucionaria. Lógicamente, implica aproximaciones sistemáticas, errores frecuentes y sinceramiento de intenciones.
Sería pretencioso asumir, por otro lado, que ese remontaje puede darse por sí solo y de una sola vez. Por el contrario, el compromiso reside en dar fuerza a un ejercicio intelectual dispuesto a cambiar el orden del mundo, impedido de acudir a caminos moderados o contenerse para simpatizar con las circunstancias. Un rumbo que logre prevalecer sobre los compartimentos estancos y encuentre tensores que lo impongan sobre el estado esperable de reproducción de la vida social, encargado de todas las cuestiones esenciales y no exclusivamente del redescubrimiento de la razón, y cuyo objetivo verdadero en la disputa por el marco ideológico de la colectividad tiene que ser la liberación de la praxis popular.
Pensar Cuba deviene ahora, como lo fue siempre, en un ejercicio de complicidad con el futuro. Las ciencias sociales no pueden renunciar a los temas económicos o propiamente políticos, pero deben proyectarlos en términos básicamente culturales. Para ello hay que desplazar el mito de la centralidad, ampliar el coro de voces y descolonizar, mediante la ampliación de referentes, la manera en que pensamos y proyectamos el análisis dialéctico de las condiciones, desafíos y perspectivas. Establecer presiones considerables sobre el otro ámbito, el conservador, que trata de que renunciemos al entendimiento de lucha de clases, a las creaciones simbólicas y a la producción de sentidos colectivos. Asumir como único pensamiento verdadero el que emerge de la contradicción. No contentarnos con ver desde la orilla, perezosamente, lo que ocurre en el mar enfurecido.