Teatro palpitante para cuando solo queden las imágenes

Ulises Rodríguez Febles
24/2/2017

Casi todos los días Amado del Pino me escribe desde Madrid. A veces compartiendo sus crónicas o pidiéndome una opinión sobre sus últimas obras. En nuestro epistolario electrónico, que no sé si él conserva, pero yo guardo con mi obsesión de archivista, intercambiamos criterios sobre la escena cubana y mundial, y especialmente sobre la dramaturgia.

Varios aspectos nos relacionan en lo personal y en ciertos rasgos de nuestras escrituras; por eso, cuando viene a Cuba, uno de sus lugares de visita es la Casa de la Memoria Escénica, donde hace donaciones de materiales y bibliografía.


Foto: Internet

En mis estancias en Madrid es uno de mis más cálidos anfitriones, junto a su imprescindible Tania Cordero. Estas preguntas me las ha contestado desde la ciudad donde vive hace algunos años, sin dejar de soñar La Habana; pero yo experimento que fueron respondidas en muchos rincones donde nos hemos encontrado, quizás en un metro que nos lleva a la famosa Residencia de Estudiantes, en las laberínticas calles de la ciudad de Camagüey, en los bares de La Habana donde alguna vez compartió con José Ramón Brene, en los parajes de una serena ciudad como Matanzas o en la entrada de un teatro, para ver una de nuestras puestas, o quizás muy cerca del lugar donde se recuerda a Abelardo Estorino, un dramaturgo que ambos respetamos y admiramos. Aunque fueron escritas, puedo sentir sus inflexiones, su pronunciación, la trepidante manera de hablar con que Amadito nos lleva a descubrirse, respondiendo. Veo su rostro, su gesto, y por un inexacto motivo me recuerda una de sus criaturas dramáticas.

¿Hasta dónde confluyen o se separan en Amado del Pino, personajes, atmósferas e historias de Tamarindo, el lugar donde te criaste, y La Habana, donde desarrollaste gran parte de tu vida creativa?

Nací y me crié en una zona rural del precioso valle de Tamarindo. Tenía mucho campo, animales, gente rústica y noble alrededor y, a su vez, una casa llena de libros. Mi padre era el primer maestro de la comarca y para mi hermana y para mí ir a la escuela era solo atravesar una delgada pared de tablas. De esa infancia y primera adolescencia quedan palabras en mi habla cotidiana y expresión artística, cientos de décimas y dicharachos memorizados, certezas entrañables.
En La Habana he vivido desde los 15 años, andando en círculos intelectuales, pero también entre trabajadores manuales, bohemios, buenos conversadores de la esquina del barrio. Así, en algunas de mis obras —como Penumbra en el noveno cuarto— hay mucho de ese decir pícaro, entrecortado, subtextual del habanero de a pie, y en otras —como El zapato sucio— aflora la esencia del hombre de tierra adentro.

Tren hacia la dicha es tu primera obra. ¿Cuáles son las claves que de este texto permanecen en las siguientes que has escrito?
Tren… es una obra escrita al centro de mi veintena y que ha tenido mucha suerte. Está traducida a varios idiomas, presente en antologías muy importantes como la de la UNAM de México y ha sido llevada a la radio en varias ocasiones; también hay una puesta, muy querida por mí, para la televisión, dirigida por el maestro Silvano Suárez y la entrañable actriz Susana Pérez como protagonista. Para colmo de bienes de lo que era todavía Teatro ICRT, mi maestro de Teatrología, Rine Leal, hizo una presentación del texto y de mi persona que todavía recuerdo. En teatro lo han hecho Pedro Ángel Vera, que se nos fue hace poco, Manuel Miranda, Mario Morales y Laudel de Jesús, y también en algunos países latinoamericanos.
En este texto hay un ímpetu, un sentido del juego teatral y la franqueza de los sentimientos que —aunque en obras posteriores pueden parecer transformadas por amarguras y dolores— persisten de alguna manera en mi dramaturgia y hasta en mi modo de ver el mundo.

¿Por qué la larga pausa en tu dramaturgia desde Tren… hasta El zapato sucio? ¿Fue solo el ejercicio crítico u otros factores los que influyeron? ¿Qué significado adquirió en tu vida volver a escribir para el teatro?

Como quien se enamora de una mujer, me enamoré del periodismo. Fueron años de labor intensa en revistas especializadas y también en el Juventud Rebelde de los ochenta, tan leído. Tengo una vocación comunicativa muy fuerte. Por eso escribo menos teatro cuando no siento la posibilidad de verlo en escena. El periodismo, y más en aquella época, era diálogo, utilidad y también una prueba a la hora de trabajar con el lenguaje y las ideas [1].
Siempre digo que no me arrepiento de esa pausa. No la doy por negativa. Lo lamentable hubiera sido escribir obras que ahora no me complacieran.
Después de años de una vida intensa, como la de cualquiera, y de muchos derrumbes y oscuridades para la sociedad cubana, volver a escribir teatro fue una necesidad espiritual, casi física. Ayudó que nunca me había alejado de la escena porque desde el periodismo ejercí bastante la crítica y el reportaje teatral. Además, ocasionalmente, me desempeñé como asesor teatral, una labor a veces olvidada, pero importante y útil en el proceso de la puesta en escena. También por esa época, el trabajo como actor con Fernando Pérez en Clandestinos fue una forma de adentrarme en la actuación, un arte del que no me siento un oficiante, pero que ilumina y consolida al crítico o dramaturgo.


Amado en la revista tablas, octubre de 1986. Foto: Cortesía Tania Cordero.

El zapato sucio, Premio de Dramaturgia Virgilio Piñera en su primera edición, constituyó tu regreso a la dramaturgia. ¿Qué le debes a esta obra? ¿Por qué precisamente un tema rural? ¿Cómo crees que se conecta este texto con otras obras que abordan lo rural como premisa estética?

El zapato… es una obra muy personal, bastante generacional, que se cuestionaba una imagen idílica y triunfalista de la ruralidad cubana. Está también en varias antologías, y no puedo quejarme de la atención que ha recibido de la crítica y el ensayo en Cuba y en otros ámbitos teatrales.
Había escasos pero valiosos antecedentes en cuanto al abordaje de lo campesino en nuestra dramaturgia. Siempre me interesó mucho, sobre todo por su estructura y la rica teatralidad, La vitrina, de Albio Paz, y Los hijos, de Lázaro Rodríguez, que se asomaba a las aristas conflictivas del campo cubano contemporáneo. Y luego está una obra maestra como Morir del cuento, del ya clásico Abelardo Estorino. Aunque el tema es muy distinto al de El zapato…, está la apropiación poética de lo rural de una manera virtuosa.

¿Qué aportó u obstaculizó tu trabajo como crítico, en una columna hoy desaparecida del periódico Granma, a tu labor como dramaturgo?

Ya había publicado muchas reseñas y hasta ensayos cuando comienzo con la columna Acotaciones en Granma, en el verano de 1999. Fueron siete intensos años en que semana tras semana aparecía un comentario mío de los más diversos grupos, provincias, estéticas, generaciones… El nombre de la columna lo lleva, por cierto, un libro que publicó Unión con mi crítica entre 1985 y 2000, y que recoge una pequeña parte de esa etapa.
Medio en broma, evoco la circunstancia supuesta de alguien que está casado con una mujer, la dan por muerta y cuando anda por las segundas nupcias reaparece la difunta. Así me ocurrió con la crítica y la dramaturgia. Por ético que uno procure ser, por la pasión que le anime al deslindar intereses, lo ideal va a ser siempre un crítico que no sea un creador de ficciones o de espectáculos. Lo que ocurre es que todo parece indicar que no ha aparecido ese crítico —sea creador o no— que sostenga una columna que junte semanalmente el análisis teatrológico con una vocación comunicativa hacia miles de personas interesadas en el hecho teatral.

¿Cómo valorarías tu manera de enfrentar la realidad sobre la que escribes? ¿En qué te diferencias de los otros autores que ahora mismo escriben en Cuba?

Prefiero que esos análisis los hagan siempre los estudiosos; pero para apuntar algo, señalaría mi compromiso con el cubano de a pie —del que mucho he hablado y a lo más que se me vincula— y también con la creación artística, el posicionamiento cívico o social que pueden encontrarse en obras como Reino dividido o Cuatro menos.

¿En qué generación te ubicarías? ¿Por qué?

No es muy fácil ubicarme generacionalmente. Mis años de silencio complican un poco la clasificación. Me anteceden dos autores que mucho he estudiado y cuyas obras admiro: Alberto Pedro y Abilio Estévez. A su vez, encuentro cercanía en las preocupaciones sociales y artísticas con la obra de Ulises Rodríguez Febles y de otros más jóvenes que sigo, como Abel González Melo.

Triángulo es quizás la obra más polémica de tu dramaturgia, porque existen diversos criterios sobre la misma. Unos la sitúan como una de tus mejores obras y otros no la valoran de igual manera. ¿Cuál crees que es la particularidad de este texto con respecto a otros? ¿Incluso, cómo lo ubicarías dentro tu dramaturgia?

Alguna vez he dicho que es mi obra preferida y supongo que sea porque fui especialmente ambicioso en cuanto a estructura y a un tejido de diálogos, buena parte de ellos en versos, bordado de dicharachos, refranes y canciones.
Recuerdo que coincidieron en cartel la excelente puesta de Osvaldo Doimeadiós de Penumbra en el noveno cuarto con el también logrado espectáculo de Alejandro Palomino con Triángulo. Y yo, con mi andar nerviosito, corría de la sala Llauradó al Brecht; de una obra llena de ganchos y atractivos para el espectador como Penumbra… a otra más árida por su misma riqueza, con el peligro de hacerse inasible en algún momento por su estructura barroca.

¿Cuál es la relación de tu obra con directores y agrupaciones? ¿Crees que en tu caso ha funcionado orgánicamente? ¿Por qué? ¿Cómo valoras la conexión entre el autor y los directores en la dramaturgia cubana?
He tenido bastante suerte, aunque —como todo autor— quisiera más. Me interesa especialmente cuando un mismo título es visto por más de un director. El espirituano Laudel de Jesús, por ejemplo, ha tenido visiones interesantes de obras ya estrenadas como Triángulo y Tren… En Reino dividido, la más literaria de mis obras —por el tema, la época y los protagonistas—, conté con la dirección de Carlos Celdrán, que además de un consagrado director es un hombre de las letras y un intenso lector de buena literatura.
Hace poco Unión dio a conocer Triángulo vital que, desde su título, anuncia la deseable y en este caso —con tres estrenos a su haber— relación con Vital Teatro, el grupo que encabeza Palomino.

Aún bendiciendo esa regularidad, lo más atractivo para mí como dramaturgo sigue siendo encontrar un director especialmente sensible a cada uno de mis textos. Para El zapato… me pareció que, por su trayectoria y formación, Julio César Ramírez era el ideal para estrenarlo y así fue. Ante una obra con momentos de risa, pero tan dolorosa como Penumbra…, resultó excelente el diálogo con Doimeadiós.

Reino dividido es una obra que refleja personajes y hechos históricos que relacionan a Cuba y a España, por lo tanto, es una rara avis en tu creación por no pertenecer aparentemente al presente. ¿Cómo nació esta obra? ¿Qué le debes en tu carrera? ¿Qué relación encuentras entre Miguel Hernández y Pablo de la Torriente Brau con tu propia existencia como creador? ¿Cuáles son los lazos comunicantes o los que separan a esta de tus otras obras?

Reino… fue hija de una investigación que compartí con Tania Cordero y de la cual emergió también el libro, editado por el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, Los amigos cubanos de Miguel Hernández. Lo que hay de constancia histórica entre el gran poeta español Miguel Hernández y nuestro brillante periodista y narrador, cabría en una cuartilla. La obra es una doble biografía, un fresco de época de 33 personajes para nueve intérpretes, que se pudo presentar en España y Cuba en la formidable puesta de Celdrán con Argos Teatro.
En la vida de Pablo y Miguel estaban elementos sentimentales y artísticos que comparto yo y casi cualquier ser pensante. Aquí volví a la poesía, con rima o sin ella, y otros ingredientes de mi personalidad menos evidentes que mi gusto por lo popular, lo campesino, lo callejero, pero tan esenciales en mi órbita creativa como esas certezas.

Por Cuatro menos recibiste el premio Carlos Arniches 2008 en España, siendo el primer cubano que logra ese reconocimiento, el más antiguo de la dramaturgia en lengua española. Los temas que toca esa obra, considerada la más expresamente cívica de las tuyas, se anticiparon a debates de hoy en la sociedad cubana. ¿Cómo evalúas esa dialéctica escena-realidad?

Te confieso que cuando escribí esa obra no estaba seguro de que pudiera subir tan pronto a las tablas cubanas. En el espectador que repletó durante semanas la sala Tito Junco del Centro Brecht, encontré sensaciones diversas que iban de la complicidad a la duda de si esos temas de casa era prudente abordarlos en público. Por poner un ejemplo, la capacidad de no sentirse excluido por estar en desacuerdo hizo estallar aplausos espontáneos en algunas funciones.
Y en esa dialéctica escena-realidad se hace muy gráfico el asunto del envejecimiento de la población y sus causas reales, tema que luego la prensa y los círculos académicos están debatiendo con intensidad y preocupación. Sucedió aquí esa circunstancia de la que hablaba el dramaturgo ruso Alexander Gelman acerca del poder anticipador del arte.

Penumbra en el noveno cuarto, Premio José Antonio Ramos de la UNEAC, es una de tus obras más populares. Fue llevada al cine por Charlie Medina. ¿En qué crees consiste su éxito? ¿Qué le aportó o no la versión cinematográfica? ¿Cómo marca tu pasión por el béisbol a Penumbra… y otras obras?

Siento que, al no haberla visto en pantalla grande y en una sala de cine cubana, mi capacidad de evaluación de la película es limitada. Con todo, me parece coherente el uso que hace Charlie del blanco y negro, muy afortunada la presencia de Omar Franco como protagonista igual que en el teatro y puedo discrepar de un par de soluciones dramáticas. También, a la vez que agradezco la pasión de los creadores por mi palabra, concuerdo con cierto crítico que calificó la película de excesivamente fiel al texto original.
El béisbol, la pelota, es un amor constante; un horcón de mi educación sentimental, así que aparece y puede aparecer con frecuencia en mis obras.

Has tenido el privilegio de que tus obras sean interpretadas por actores singulares del teatro cubano. ¿En qué medida crees que la labor actoral contribuye a la satisfacción personal como autor? ¿Cuáles se han acercado más a los personajes creados? ¿Por qué?

Como siempre, aquí me enfrento al peligro de los listados y las exclusiones tan poco deseadas y deseables. Pero no puedo olvidar lo que ha aportado mi primer jefe laboral en los años camagüeyanos de Servicio Social, Héctor Echemendía, a aquel inolvidable Viejo de El zapato sucio; la enriquecedora labor de José Luis Hidalgo, Pancho García y Yuliet Cruz en Reino dividido, y, de nuevo, el descubrimiento de Omar Franco como un excelente actor dramático a partir de Penumbra…. También representó para mí una indagación muy especial en la psicología de mis personajes el trabajo de Palomino como actor en Cuatro menos y dos intérpretes muy queridos que han repetido en obras mías: Néstor Jiménez y Nora Elena Rodríguez. Significativa Mariela Bejerano en la interpretación de mi monólogo En falso.
Ya sabemos que, sin el sudor, la energía, la creación cada noche del actor, no se cumple el ritual del teatro y lo que escribimos los dramaturgos sería palabra muerta.

¿Crees que vivir entre Madrid y La Habana ha influido en tus últimas obras? ¿Cuáles son los elementos que pueden determinar o no esos cambios? ¿Cómo sobrevive La Habana cuando estás en Madrid y viceversa?

El mundo de las nuevas tecnologías atenúa bastante y matiza esa dinámica. Voy lo más posible a Cuba y además veo Vivir del cuento y otros espacios por Internet; colaboro con sitios digitales habaneros; leo la prensa de más diverso signo con tema cubano cada día.
En cuanto al lenguaje, pude sentir en algún momento, cuando escribí el libro Teatralidad y cultura popular en Virgilio Piñera, editado por Verbum,  que había como un torrente del idioma que el hecho de vivir en la cuna del castellano me podía matizar en cuanto a algún giro o solución gramatical. En el teatro eso ha estado más bien en referencias argumentales en mis obras más recientes e inéditas.
De La Habana extraño ir más al teatro, formar parte de proyectos y nobles conspiraciones artísticas. En Madrid las bibliotecas públicas funcionan bien, el teléfono de casa suena menos y logro leer y hasta pensar más.

Beatriz Márquez es un referente de una de tus últimas obras, Espontáneamente. ¿Por qué?

En esta obra reciente que mencionas, me dirijo a un público que no es la gente de tierra adentro como la de El zapato… o habaneros palpitantes como en Penumbra…, sino a la gente ―digamos común― de mi generación y sus alrededores, que se enamoraron una noche de cabaret y fundaron lindas familias. En Espontáneamente gravitan Beatriz, Meme Solís, Farah María, y también un bicitaxi y sus peculiares personajes, Un conductor y Un cliente.
Eres un autor inquieto, persistente, riguroso, que vive los procesos de las puestas en escena de una forma obsesiva, como un espectador más. ¿Qué significa para ti un estreno? ¿Qué es lo más placentero o hasta doloroso de esos procesos?

Disfruto mucho el estreno y, de ser posible, de estar cerca de buena parte de la temporada. Pero lo que más me alimenta es el proceso de ensayos, en el que el autor debe saber no estar, estar, desaparecer y volver.
Hay una imagen que me obsesiona. Un colega novelista publica un libro, se presenta, un lector lo compra, él se lo dedica, pero puede flotar en el aire la pregunta: ¿Se lo leerá? Cuando un espectador entra a la sala, comparte la experiencia irrepetible de la función teatral, lo que ocurre es que compró el libro, lo leyó y además, en compañía cómplice.
¿Cuál es tu personaje, tu historia, la frase escrita más reciente?

En mi mesa de trabajo está un breve texto, una suerte de cuento teatral por su brevedad (para 22 o 23 minutos de representación). El abuelo y Bravo quieren, y a la vez no les convence, vender una casa en La Habana de hoy y se ven envueltos en un Revolico a dúo, título de la obra, en la que afloran sentimientos, encrucijadas entre la reflexión y la risa.
La frase más reciente la pronuncia Bravo
BRAVO. Cuando las palabras heroicas con las que crecimos se borren y nadie se acuerde de nada; cuando nadie o casi nadie se haga responsable de los derrumbes ni de las tupiciones, entonces quedarán las imágenes. Y yo quiero hacer como un museo con lo bueno, lo malo, lo regular de estos años… A mi manera, claro.

 

 

Notas:
1. En 2000 recibió el Premio de Periodismo Cultural José Antonio Fernández de Castro por la obra de toda la vida.
 
*Entrevista publicada en La Gaceta de Cuba.