Los últimos treinta y cuatro años de la humanidad han sido de angustias y replanteos; de muerte y resurrección de las esperanzas; de retornos inusitados a estadios de barbarie (pensemos solo en los disímiles regresos del fascismo), pero nuestra empecinada especie no ha dejado de soñar con un futuro que, aun impreciso, expresa diáfanamente las cotas a alcanzar para la sobrevivencia con cordura y justicia.
Por supuesto que esas angustias y replanteos no son privativos del corto período de tiempo que apunté, pues desde siempre discurrieron como cotidianeidad, pero a quienes nos ha tocado vivirlas, estas últimas décadas cargan las tensiones adicionales de la desintegración natural de un sistema político (el capitalismo en su faceta neoliberal) sin que el que debía sustituirlo haya conseguido, en el terreno práctico, hacer efectivo todo el bienestar que le es intrínseco.
Vivimos un momento en que la hibridez hace que paradójicamente una parte del capitalismo primermundista (los socialdemócratas, no los neoliberales) intente organizar su plataforma social con pautas que fueron patrimonio de la doctrina socialista a la par que los países que proclaman la lógica socialista asumen modos de producción basados en el mercado y la gestión privada.
Nuestro “sistema inconcluso” es el que por lógica del devenir debió erigirse sucesor del capitalismo, atendiendo a su humanismo inclusivo y a que la naturaleza autodestructiva del anterior es innegable en tanto empuja a la mayor parte de la humanidad al cero mientras una minoría, cada instante con mayor magnitud, incrementa para sí de manera exponencial todas las riquezas que la inteligencia y el esfuerzo construyeron. De manera quizás hiperbólica pudiéramos especular que, por ese camino de la concentración del capital, pudiera llegar el día en que una sola persona acabe propietaria de todos los bienes del planeta.
La razón de por qué la experiencia de construir el socialismo en Europa del Este y la Unión Soviética colapsó tiene más explicaciones en la praxis que en los fundamentos teóricos, aunque también en ese terreno. Al amparo de leyes no objetivas, se mal diseñó una economía de achacosa productividad que ha obligado a los que hoy queremos construir el socialismo a asimilar —de manera más abierta unos y más cautelosa otros— la valencia de la lógica del mercado.
Claro, hoy las cosas no funcionan como hace cuatro décadas, cuando el sistema socialista era, a ojos de muchos, una gran plataforma promisoria para desmontar las asimetrías del desarrollo desigual. Vivimos un momento en que la hibridez hace que paradójicamente una parte del capitalismo primermundista (los socialdemócratas, no los neoliberales) intente organizar su plataforma social con pautas que fueron patrimonio de la doctrina socialista a la par que los países que proclaman la lógica socialista asumen modos de producción basados en el mercado y la gestión privada. La famosa teoría de la convergencia, condenada y considerada revisionista por el marxismo ortodoxo antes de la debacle, se nos comienza a presentar como un punto hacia el cual caemos por atracción gravitatoria.
Ambos sistemas buscan hacerse fuertes en sus pautas estratégicas, sin embargo, en lo táctico se apropian de acciones identificativas de su opuesto. Uno de los límites que el socialismo se negó siempre a transgredir, fiel a su doctrina en la más rígida letra, fue el de la propiedad social sobre los medios de producción.
Las nuevas experiencias, más allá de sus acabados proyectos o posibles aberraciones, no hacen más que demostrar que el socialismo, doctrina revolucionaria al fin, es capaz de ir más allá de sus límites y cambiar en la búsqueda de una eficiencia económica expansiva que le permita hacer valer a plenitud sus pautas de justicia social.
El caso de China, primero y, posteriormente, el de Vietnam, revelaron la variante de un socialismo operando con la lógica del mercado adscritos a dinámicas que se derivan de la propiedad privada sobre los medios. Hacia ese fatum hemos debido transitar quienes no renunciamos a la construcción de una sociedad basada en la justicia social. Tal es el caso de nuestro país, solo que, a diferencia de las experiencias asiáticas citadas, el proceso no discurre de manera tan expedita, sobre todo por la coyunda del bloqueo económico, y porque la preservación de las conquistas sociales obliga a cautela.
Claro que las particularidades son otras, porque no es lo mismo el caso de una revolución triunfante como la nuestra, con escasos recursos naturales, y el de aquellos estados asiáticos, también emanados de una revolución, pero con una cultura, recursos y tradiciones diferentes. De igual forma diferimos del socialismo de algunos de los países del continente, ganado en las urnas, pero a expensas de las oscilaciones a que obligan los procesos eleccionarios. Se ha podido comprobar que una vez relevados los gobiernos de perfil socialista por los de derecha, o de izquierda fingida, estos pasan radical e inmediatamente al desmontaje de los programas sociales.
Las nuevas experiencias, más allá de sus acabados proyectos o posibles aberraciones, no hacen más que demostrar que el socialismo, doctrina revolucionaria al fin, es capaz de ir más allá de sus límites y cambiar en la búsqueda de una eficiencia económica expansiva que le permita hacer valer a plenitud sus pautas de justicia social.
El sistema político es una totalidad compuesta de elementos y relaciones, entre ellos y con el ambiente. La determinación de las unidades componentes del sistema, así como de sus límites, constituye el principal motivo de discrepancia entre los autores en el momento de elaborar un modelo.
Lo expresado por el politólogo español Luis Boza-Brey, en el lejano 1991, cuando aún no se veía con claridad qué rumbo tomarían los países que, como Cuba, persistían en la idea de construir el socialismo, propone una interesante lectura teórica sobre la capacidad transgresora de los rumbos que ensayamos con el fin de no claudicar, aunque se rebasen formulaciones sacralizadas que se erigían como límites:
Como habíamos dicho, el sistema político es una totalidad compuesta de elementos y relaciones, entre ellos y con el ambiente. La determinación de las unidades componentes del sistema, así como de sus límites, constituye el principal motivo de discrepancia entre los autores en el momento de elaborar un modelo.
El primer problema que surge con respecto a la noción del sistema político es precisamente el de su definición, el de sus límites. Ante él cabe adoptar diversas posiciones, que varían entre dos polos extremos, uno restrictivo y otro extensivo. [1]
Los rumbos que los socialistas debimos adoptar una vez desmontado el gran conglomerado de países que a su devenir se acogían han permitido que la globalización no se haya dado total y armónicamente bajo el hacha filosa del neoliberalismo. La propia Rusia, que un día se desmarcó del socialismo, hoy constituye un importante factor de equilibrio para impedir ese fatal destino. Son varios los puntos con los que la nefasta lógica choca: los Brics, los No Alineados, los 77 más China, más el amplísimo conjunto de naciones que ponen el pecho a los embates del gendarme imperial.
Si alguna vez, hace más de treinta años, Cuba se sintió sola en el camino hacia el socialismo, hoy esa realidad se pinta de manera muy diferente. Somos en el mundo cada día más los que sabemos que la vía hacia la prosperidad para los pueblos se basa en formas de gobierno donde el estado sea garante de los beneficios sociales a que tenemos derecho. El costo de sustentarlos por economías productivas involucradas en el algoritmo del mercado es el que debemos pagar. Regularlo de manera inteligente y creativa constituye el reto mayor.
Notas:
[1] Luis Bouza-Brey: “Una teoría del poder y de los sistemas políticos”; Revista de Estudios Políticos Nueva Época); Núm. 73. Julio-septiembre de 1991, [en línea, disponible en https://dialnet.unirioja.es, articulo, PDF; fecha de consulta 18-01-2024]