¿Sombras nada más?
1/10/2019
¿Nos rodean solo sombras? Ciertamente son muchas: tantas como la luz. No por gusto la fuerza que organiza el tiempo las dispone equitativamente: la noche y el día, cada uno con connotaciones opuestas, antagónicas, dicotómicas. La noche: acecho, tinieblas, negatividad, tragedia, incertidumbre. El día: luz, esperanza, perspectivas, grandeza, lucidez, cromatismo.
A la hora de registrar denigraciones de las sombras, no pasemos por alto que el expresidente norteamericano George W. Busch, al lanzar su cruzada diabólica contra el terrorismo selectivo, lo ubicó en “oscuros rincones del planeta”. La iluminada Washington, y también Miami —¡cómo no!— donde se cocinan cotidianamente actos de terrorismo de Estado, continúan impolutas y abanderadas del resplandeciente bien.
En el terreno de la política y las interpretaciones de la historia, el pasado siempre se asocia con las sombras y el porvenir con la luz. Es más frecuente que los discursos aludan, en el proselitismo electoral o en la edificación de constructos simbólicos, a un pasado sombrío y a un futuro luminoso; pocas veces se califica a un pasado como destellante y a un futuro como sombrío, aunque en alas de la bipolaridad, el opuesto siempre le carga a la sombra lo negativo que le atribuye al otro.
En el imaginario popular ambas pautas interpretativas entroncan muchas veces con las edades de los emisores: los más viejos tienden a idealizar el pasado y enfocar el futuro con ojos apocalípticos; los más jóvenes hacen lo contrario. En el terreno de las políticas el dilema es otro, aunque con los mismos escenarios: los proyectos progresistas, de izquierda, apuestan por la luz en el futuro, diseñado sobre las glorias y horrores precedentes; los más reaccionarios se solazan con esta aberración que conocemos como “hoy perpetuo”, al que —con todo cinismo— llaman futuro-presente.
Tan fuerte ha sido el enfrentamiento entre sombra y luz que hasta en lo racial presta sustento a las discriminaciones. Lo claro y lo oscuro, en alas de prevalencias espurias, en determinados momentos de la historia han conspirado uno contra el otro en pos de la desacreditación. La esclavitud constituye la más brutal aberración de esas contraposiciones; el fascismo no se queda detrás; la supremacía blanca de la actual ideología imperialista marca fila para adjudicarse, con soberbia, el medallón de lo más peligroso de cualquier época: el destellante hongo nuclear promete iluminarnos (más bien pulverizarnos con su luz) de manera macabra. No se gestan en la sombra las más sucias amenazas.
Quien haya presenciado las noches blancas de San Petersburgo, o la aurora boreal del Ártico, se reconcilia con las noches. La luna llena, más allá de su imagen de medallón nacarado, es siempre un espectáculo, más hija de la noche que del día. Lo negro no es solo telón de fondo, sino escenografía donde ocurre la elocuente performance de los astros.
José Saramago y Federico García Lorca, cada uno en su estilo, me sirven de apoyo, pues en sus letras se aprecia alta estima por lo nocturno, con sombras y todo:Final del formulario
Noche blanca
Sirio brilla en lo alto. Sobre el río
El silencio del fondo se difunde,
Las columnas doradas que sostienen
La tierra luminosa, como estatuas sagradas,
Son llamaradas de agua.
Dos sombras perdidas en la hoguera,
Dos murmullos de pena.
Esta hora es nocturna y verdadera:
Sirio juzga desde lo alto, mientras las sombras,
Entre asombro y miseria confundidas,
Se callan para oír en las aguas serenas
La palabra y el canto[1].
José Saramago
San Gabriel
Un bello niño de junco,
anchos hombros, fino talle,
piel de nocturna manzana,
boca triste y ojos grandes,
nervio de plata caliente,
ronda la desierta calle.
Sus zapatos de charol
rompen las dalias del aire,
con los dos ritmos que cantan
breves lutos celestiales.
En la ribera del mar
no hay palma que se le iguale,
ni emperador coronado,
ni lucero caminante.
Cuando la cabeza inclina
sobre su pecho de jaspe,
la noche busca llanuras
porque quiere arrodillarse[2].
Federico García Lorca
Además de la poética de la negritud, conceptualizada en las letras de nuestro continente por el martiniqueño Aimé Cesaire, la obra de Nicolás Guillén reivindicó el mestizaje, al que los cubanos preferimos llamarle “mulatez”, dado el intercambio que propició la confluencia de sangres, africana y europea, en esta porción del mundo. Otrora estigmatizado, pero siempre activo, el intercambio interracial cobró categoría de normalidad en Cuba con las pautas humanistas que nos trajo la Revolución. Pero ya en 1934, con “Balada de los dos abuelos”, Guillén lo enunciaba como consumación. El abuelo negro y el abuelo blanco con igual estatura:
… Los dos se abrazan.
Los dos suspiran. Los dos
las fuertes cabezas alzan;
los dos del mismo tamaño
bajo las estrellas altas;
los dos del mismo tamaño,
ansia negra y ansia blanca[3]
El que la oscuridad sea monocromática, distinguida solo por el negro mientras al día lo matiza el colorido pleno, no puede significar que la noche se equipare con la fealdad: al día le faltan murmullos, multiplicación de sonidos, frescor de madrugadas, rocío, aroma del jazmín, quizás un poco de la dulce irracionalidad que tantas veces deslumbra. Con mi fascinación por lo negro me acojo a lo afirmado por Pierre Auguste Renoir: “He estado cuarenta años para descubrir que el rey de todos los colores es el negro”[4].
Si la belleza radicara solo en la luz, cómo justificaríamos entonces la visualización desde la ceguera. Jorge Luis Borges y Jesús Orta Ruiz, el Indio Naborí, nos muestran esa otra visión que se concreta más allá de los ojos y la luz. En su poema “Un ciego” el argentino afirma:
No sé cuál es la cara que me mira
cuando miro la cara del espejo;
no sé qué anciano acecha en su reflejo
con silenciosa y ya cansada ira.
Lento en mi sombra, con la mano exploro
mis invisibles rasgos. Un destello
me alcanza. He vislumbrado tu cabello
que es de ceniza o es aún de oro[5].
Por su parte el cubano, en sus “Cantares de Martín el ciego”, del libro Con tus ojos míos, le asigna valor sinestésico a la elocuencia de las sombras. El texto “Tu voz” nos lo demuestra:
Tu palabra tiene el arte
de iluminar la ceguera:
háblame, que no hay manera
de verte sin escucharte.
Solo así puedo mirarte
exacta, como si un dios
conmovido por mis dos
linternas de rotas pilas,
me hiciera nuevas pupilas
con el cristal de tu voz[6].
El mito de la caverna de Platón, donde las sombras proyectadas en la pared pasan como realidad para los encadenados, tiene mucha similitud con la mentira mediática de nuestros días. Se ofrecen como verdades almibaradas por el nuevo mito luminoso de la libertad de expresión, supuestos hechos que son solo sombras, no tanto por el color como por su falta de sustancia real. La verdad convertida en mentira; la sombra como instrumento.
Muchos puntos más de comparación podrían apoyarme en mi intento de subversión del símbolo sombrío. Sigo rastreando mi tesoro inútil aun cuando acepte que la maniquea operación separatista alimenta su arsenal con milenios de solidificación y capas sobre capas de magma volcánico. En mi apología a ese tono azabache que la naturaleza nos regaló, como no me apoyo en la devaluación de lo contrario, acepto el medio tono, la divina mulatez, y dejo —como Oscar Wilde— “que el gris fracaso sea mi pelaje”[7].
Amigo, cada día me sorprendes más con estos textos reflexivo-poéticos. Excelente.
Muy interesante reflexión. Apoyado con las hermosas imágenes de Zardoyas. Todo en un ambiente lúdico muy acogedor. Se lee con gracia y sin perder tiempo en florismos. Gracias Jiri por publicaciones como estas.
Amigo. Bella crónica sobre la noche y la negritud, nada, como siempre mi admiración.