Silencio
Amo el silencio: suelo escribir en las madrugadas, cuando todo calla. Las ojeras se estiran en la mañana. Amo el silencio: cuando las sombras parecen cernirse sobre la luz, voy a la tumba de mis muertos queridos. Alivio.
Amo el silencio, no aquel que proviene del miedo, como vaho que susurran los inquisidores; sino aquel al que rendía culto el poeta guantanamero Regino E. Boti: Mientras otros gritan / yo enmudezco, yo corto, yo tallo; / hago arte en silencio.
Amo el silencio de Rafael Hernández, el Jibarito, el de Borinquen preciosa. El silencio más tierno del mundo: Silencio que están durmiendo / los nardos y las azucenas.
Amo el silencio de las palabras que se van juntando milagrosamente, unas a otras, hasta que emerge la idea, la idea posible. Amo el silencio de los monumentos y las galerías, donde la historia, donde el arte habla con el callado estruendo lezamiano.
Antonia Eiriz me sobrecoge cada vez con su vendedor de periódicos en el Museo Nacional de Bellas Artes. Una mano de trapo aprieta el papel, el ser fantasmagórico te mira con su cara herrumbrosa de bacinilla, sus ojos de arandelas más vivos que nunca y parece que ahora mismo va a vocear la antigua noticia, que ahora mismo va a arrastrarse por el pulido suelo.
Amo el silencio, no aquel que proviene del miedo, como vaho que susurran los inquisidores; sino aquel al que rendía culto el poeta guantanamero Regino E. Boti: Mientras otros gritan / yo enmudezco, yo corto, yo tallo; / hago arte en silencio.
Y no sé por qué, escucho calladamente, solo en mi mente, solo para mí, a Teresita Fernández, la de la muñeca de trapo y las lágrimas de aserrín: No puede haber soledad para ti / mientras yo exista.
Estás muy jodido, me dijo una persona cercana, en esta Isla donde alegría rima con algarabía, donde los dueños del aire suben sus equipos de música a cualquier hora, donde se rinde culto al grito, al claxon, a la bocina. Y recuerda, habla fuerte, los hombres hablan fuerte…
No creo en los minutos de silencio. Es una solemnidad inducida, un formalismo con reloj en mano. Los silencios profundos son pudorosos, íntimos. Creo en el silencio de la madre amamantando a su bebé o tal vez cantándole bajito alguna nana; en el silencio del hijo velando el sueño ―tal vez el último― de su madre anciana; en el silencio del madrugador rumbo a la tierra.
Harían bien, sin embargo, en hacer un minuto de silencio tanto locutor en pose, tanto periodista desbocado, tanto youtuber de feria. Haría falta aquel anciano con su bastón de mando, del que una vez me contó un griot africano. Se sentaba cerca de los negociantes, a la sombra del gran árbol, y asestaba un golpe cuando la verborrea comenzaba a destilar por alguna de las partes.
Hay mucho discurso vacuo, inútil.
“Los pueblos han de tener una picota para quien les azuza a odios inútiles; y otra para quien no les dice a tiempo la verdad”,escribió José Martí.
Deberían callar aquellos que francamente se exceden cuando se encuentran a una persona que tiene algunas libras de más o algunas de menos. O los que sueltan un confianzudo “tía”, como si las tías se las encontrase uno al doblar de la esquina.
La espontaneidad puede ser una daga que atraviesa sin misericordia al aludido.
Muchos extravíos nos persiguen.
Harían bien, sin embargo, en hacer un minuto de silencio tanto locutor en pose, tanto periodista desbocado, tanto youtuber de feria.
Jorge Mañach, en su antológico ensayo Indagación del choteo, ya desde la década del veinte del pasado siglo, señalaba la vis cómica como una de nuestras marcas identitarias. Los cubanos nos reímos hasta de nuestras desgracias. Es un arma de doble filo: unas veces te salva; otras, te imbeciliza.
El que calla, otorga, dice una vieja sentencia. No siempre. Hay silencios que son un aguacero, una llamarada. Hay silencios de espera. Hay silencios de rabia. Hay silencios tremendos.