A las ejemplares Dras. Ana Elena Roca, Urania Aragón e Iskra Herrans.

Si tú pasas por mi casa para que yo te felicite y ves a mi madre con mala cara, es que mi abuela está enferma. Son complicadas las dolencias de mi abuela, pero debemos reconocer que las sufre de forma admirable; mejor que cualquier actriz que haya ganado el Oscar desde la inauguración de esa ceremonia hasta el día de hoy. Yo creo firmemente que los libros de Medicina que tiene junto a su cama, le hacen más daño que bien, pero quién se los quita, si los compró cuando la huelga de médicos del año 1934. Podría describir miles de sus enfermedades, ya que mi abuela tiene la friolera de 94 años y tres meses con doce semanas, para no contar los días ni las horas, como a ella le gusta presumir, pero no quisiera aburrirte. Sin embargo, te diré que desde mi nacimiento ella ha padecido, que yo recuerde así por arribita, unas extrañas neumonías que solo producen accesos de tos cuando mi madre pasa por su dormitorio, cáncer en varios sitios como el omóplato, la tiroides, la parte de atrás del cerebro y algún dedo de un pie. Bastante buenos han sido dichos cánceres, digo yo, si se tiene en cuenta que limitan el instante del dolor y de ramificarse por todo el cuerpo al regreso de mi madre de su trabajo, nunca antes. También sufre de insuficiencias renal, hepática y cardíaca, cuyos síntomas tienen el horario de salir a pasear de mi madre.

No es a lo loco el momento de mayor sufrimiento de mi abuela, no, qué va. Si mi madre anuncia que va al cine, toca el turno al daño del hígado, que según mi abuela, se le derrite dentro y se le desparrama la bilirrubina debajo de las costillas; si es a casa de una amiga, a mi abuela le deja de funcionar un riñón, o incluso los dos, y ella lo sabe porque cuenta los remolinos que se forman entre la orina que baja por los uréteres y el agua que se tomó al mediodía y si por casualidad invitan a mi madre a una fiesta, a mi abuela se la paraliza el corazón. Dice que siente como una calabaza gigantesca que de pronto se pone aguachenta entre sus tetas. El resultado es que mi madre, cuando va a salir, finge que tiene una reunión urgente en su trabajo, para que mi abuela no muera de alguna de sus enfermedades.

Nuestra doctora de la familia es más bien la doctora exclusiva de mi abuela. Se llama Elena Ana y prácticamente sobrevive gracias a la comida de nuestra casa; con decirte que hay un vaso con su nombre grabado en nuestro estante de la cocina. Y un plato y un par de cubiertos; todos con las iniciales E. A. Objetos intocables, reservados para el ángel de la guarda de mi abuela.

“Nuestra doctora de la familia es más bien la doctora exclusiva de mi abuela”.

A mi madre, hace algunos años, le daba vergüenza llamar a la Dra. Elena Ana al consultorio, pero ya se ha acostumbrado. La doctora, quiero decir. Mi madre o yo mismo la localizamos y le decimos: Doctora, la abuela dice que tiene problemas con el bulbo raquídeo. ¿Eh?, pregunta ella. Es la abuela, doctora, la del 459, decimos nosotros. ¡Ah!, dice ella, ahorita paso por allá. De ahí que yo creyera, cuando era pequeño, que las letras E y A se debían a las expresiones Eh y Ah consecutivas y no al nombre de la sagrada doctora Elena Ana, miembro de honor de nuestra familia.

En ocasiones las dolencias de mi abuela se manifiestan a través de la mímica, y hemos llegado a creer que tiene alguna parálisis lingual que viene y va, pero no, qué va. Son cosas que solo ocurren los fines de semana, cuando el consultorio está cerrado y no podemos contar con la buenaza de la doctora. Mi abuela abre y cierra las manos, las cierra y las abre, las vuelve a abrir y a cerrar hasta que mi madre le pregunta: ¿Y ahora qué? No me las siento, no tengo manos, se murieron mis manos, ¿adónde fueron las manos? ¿qué pasó con mis manos? ¿por qué están muertas mis manos, tendré tétanos manual? Pregunta mi abuela cuando al fin logra articular palabras, sin dejar de mover sus manos. Que están viejas, chica. Le digo yo, pero mi madre me traspasa con la vista, y en vistas de que no debo hablar, me callo. Porque los ancianos son sagrados, y mi abuela, la más sagrada de todos ellos. Personas, al decir de mi madre, sabias, venerables y merecedoras de un respeto sin límites, aunque parezca que preocupan a los demás, o al menos sean responsables de malas caras, como la de mi madre.

A veces mi abuela da vueltas con la cabeza, como quien busca una salida y no la encuentra porque no existe, y cuando ya parece que se va marear y se detiene, reinicia la misma rotación, pero en sentido opuesto al anterior. Mi madre y yo tratamos de ignorarla, pero los movimientos de cabeza de mi abuela son imposibles de ignorar. ¿Buscas algo? Pregunta mi madre, y No sé dónde estoy, dice mi abuela. En tu cuarto de toda la vida, mira tu sillón, tu escaparate, tu ropa, tus libracos de Medicina, tu cepillo de peinarte, la foto de papá, el florero con girasoles, ¿Y dónde está la caja de bombones que tenía hace dos días? Pregunta ella. Te la comiste toda, mamá, hace dos noches la terminaste, y luego fuiste doce veces seguidas al baño, dice mi madre. Y entonces mi abuela mueve los hombros como quien dice a quién le importa eso.

Con respecto a la comida, también hay varias historias. Puede ocurrir que un jueves cualquiera diga que ha perdido el apetito. Que tiene anorexia aguda, y que eso significa que el páncreas se le está deteriorando a pasos agigantados y tiene una fibrosis quística que conllevará a una diabetes segura. Antes de que mi madre se ponga a llamar al consultorio, yo le recuerdo que el miércoles se fajó con la perra por el hueso que le habíamos dado. También puede ser que un sábado en la noche nos diga que siente un agujero en el estómago a resultas de una úlcera péptica que debe estar a punto de reventarse, y que lo único que apetece es helado de vainilla chip. Mi madre le recuerda que es alérgica a la leche, pero la del helado no me hace daño, dice ella, como tampoco el huevo si está en un flan de vainilla. Los frijoles le producen acidez, pero el congrí le cae divinamente. Al picadillo no puede ni olerlo, pero las hamburguesas se las come como si nada, y así las cosas, son interminables las peculiaridades de las molestias gastrointestinales de mi abuela. Te ahorro el tema de sus defecaciones, porque sería excesivamente repugnante la narración de dichos trastornos.

La doctora del consultorio debe ser de una galaxia distinta a la nuestra, porque venir hasta nuestra casa, escuchar todo lo que mi abuela tiene que sufrir en esta vida con sus descripciones de calabazas en medio del pecho, hígados derretidos, tropezones de orina con agua, o si no manos, pies y a veces el tálamo congelado en huelga y medio organismo paralizado cada dos por tres, es algo que desborda los conocimientos de la constelación mejor explorada. Elena Ana debe tener, además, unos oídos entrenados, una mente disciplinada y un alma resistente a la dinamita para tomarlo todo en serio, y a final de la perorata de mi abuela decir con mucha paciencia: Calma, Angelina, todo pasará, no es grave. Le voy a recetar un tilo bien cargado, y ya verá usted que mejora pronto.

De más está decirte que mi madre tiene tres canteros sembrados de tilo en el jardín. Te preguntarás por qué no le damos a la abuela varios litros de ese cocimiento todas las mañanas, pero el quid de la cuestión radica en que solo es efectivo si la Dra. Elena Ana lo indica en persona, nunca nosotros. El consultorio, por fortuna cerca de nuestra casa, no tiene, por desdicha, bebedero, ni lavamanos, ni toalla, ni jabón, puesto que agua tampoco tiene. Solo un teléfono que no suena con timbres normales, sino con un pitillo que parece que agoniza, y que solo escucha Elena Ana, entrenada, como ya dije, para otra dimensión diferente a la del resto de los mortales. Según la hora en que suene dicho ruidito, la doctora imagina quién la solicita. Por ejemplo, si es a las once de la mañana, ella sabe que se trata de Eustaquio, el del 463, hipertenso aburrido a más no poder, si la llamada se produce entre las 2 y las 3 y 45 de la tarde, es alguna mamá que tiene dudas con sus hijos, por lo general inquietos a esa hora sin móvil aparente. Del Policlínico llaman siempre temprano en la mañana y luego bien tarde en la tarde, como una forma de chequear si la doctora está en su puesto de trabajo, sin importar si ha almorzado, tiene calor o le pican las orejas.

“(…) los ancianos son sagrados, y mi abuela, la más sagrada de todos ellos”.

Todo esto nos los cuenta Elena Ana en sus visitas diarias a mi abuela, mientras lava sus manos y come alguna bobería que siempre le tenemos lista. Las llamadas desde mi casa suelen ocurrir en cualquier horario, así que una cuota de merienda, de almuerzo, de desayuno o de cena se reserva para la única persona que logra calmar los nervios de mi madre y las complicadas enfermedades de mi abuela de lunes a viernes. 

Cuando nos azota una de las epidemias tropicales que nunca se reconocen en el noticiero ni en los periódicos, pero que llegan y se van cada cierto tiempo, puesto que vivimos en medio del trópico, mi abuela escucha lo que van contando las vecinas a través de las ventanas del patio, lo comprueba en sus libros del año 34 y de esta forma ella siente los síntomas de cada enfermedad, sin importarle que parezcan reales o no, ni que se necesiten vectores, contactos con otros enfermos o beber agua infectada para adquirir la epidemia de moda. Que yo recuerde, mi abuela ha padecido, según ella, dengue catorce veces, diez de las cuales han sido de la variante hemorrágica, en dieciocho ocasiones ha tenido cólera, pasó tres años consecutivos con neuropatía óptico-periférica, su paludismo ya es algo crónico, mientras que la tuberculosis ha ido minando su frágil organismo, explica ella misma, porque de los pulmones, la micobacteria saltó a los ojos, a los ovarios y a las meninges luego de invadirle la médula espinal. En aquellos años, la Dra. Elena Ana estaba recién graduada y corría a nuestra casa como una desatada, pobre mujer, cada vez que mi madre le anunciaba los síntomas gravísimos que mi abuela refería, para luego no hallar nada importante, y fue cuando inició sus recomendaciones de tilos bien cargados.

Nuestra casa ha sido visitada por brigadas de sanitarios especialistas en el bacilo de Koch, entomólogos, expertos en vibriones coléricos, epidemiólogos con más de treinta años de dedicación a enfermedades tropicales y exóticas, periodistas mal intencionados y hasta un viejito de la revista National Geographic que un día pasaba por nuestra cuadra de casualidad. Mi madre pone mala cara cuando nos invaden todas estas personas, pero en estos casos es distinta su mueca, porque no se debe a que se preocupe por la salud de la abuela, sino a que no sabe de dónde sacar tanto café para tanta gente. Total, jamás encuentran nada significativo y se retiran como mismo llegaron: con las manos vacías, ya que si algo sobra en nuestra casa es limpieza. Mi madre reserva mensualmente tres cuartos de su salario para comprar cloro, salfumán, detergente amoniacal, desengrasantes y ácido muriático, así como repelentes, venenos para cucarachas, mosquiteros, raticidas y espirales anti-moscas, sugeridos por mi abuela. Otra parte del sueldo de mi madre es para la comida y los jabones de olor de la doctora, y con lo que queda, vaya a saber Dios qué se consigue, aunque este tema no es para nosotros, así que olvidémoslo.  

Si tú pasas por mi casa feliz por tu triunfo, y mi abuela está furiosa, no hagas mucho caso, se debe a que no escucha bien lo que hablan las vecinas y teme quedarse sin síntomas nuevos. Este afán suyo por las enfermedades tiene un origen divertido: Resulta que cuando mi madre nació, ya mi abuela estaba curada de espanto por la huelga de los médicos de veinte años antes, y no creía ni en la paz de los sepulcros. Pasaba largas horas leyendo sus libros de Medicina porque necesitaba estar segura de que mi madre estaba sana de verdad, como le decían los pediatras de la época. Así, según el capítulo que estuviera leyendo mi abuela, su pobre hija era inspeccionada a fondo para descartarle la enfermedad de Addison, y el Síndrome de Cushing si su lectura iba por Patologías de la glándula suprarrenal; o diabetes insípida, neurofibromatosis y esclerosis múltiple si había llegado al acápite de Neurología General. Si se enfrascaba en la parte de los libros que explican las Conectivopatías, entonces presionaba a los médicos para que le hicieran a mi madre biopsias de piel expuesta al sol y búsqueda de unas células llamadas LE, no fuera a ser que tuviera formas solapadas de Lupus, de Dermatomiositis o de cualquier otra enfermedad reumática.

Hablando de ese tema, te cuento que mi madre, como cualquier infante, padecía de dolores de garganta si se mojaba debajo de un aguacero de mayo. ¿Tú crees que eso era tolerado por mi abuela así como así? De ningún modo. Para ella, cada angina era causada por el estreptococo Beta hemolítico de un investigador nombrado Lancefield, responsable de una enfermedad conocida por fiebre reumática, que según los libros de mi abuela se caracteriza porque lame las articulaciones y muerde al corazón. Qué horror, Dios mío. Allá iba mi pobre madre después de cada aguacero de mayo a dejarse meter pinchos por la garganta con el objetivo de localizar al bicho ese, y a sacarse sangre para no sé qué prueba que se mide en unidades Todd. Para no aburrirte con todos los exámenes que le hicieron a mi madre durante toda su angustiosa niñez, te diré que los resultados fueron siempre negativos, es decir, normales, excepto una vez.

Ella tendría unos once años cuando a mi abuela le dio por revisar un apéndice de los libros de Medicina que se titula “Rarezas”. Mencionar la palabra apéndice me obliga a decirte que si por mi abuela hubiera sido, a mi madre la hubieran operado de apendicitis no menos de dieciocho veces. En dicha parte de los libros, la de las rarezas, aparecen malformaciones congénitas que no implican una enfermedad como tal, ni tienen solución, según mi abuela. Pues ese día en particular, mientras mi madre con más o menos once años saltaba suiza en el mismo microsolar abandonado donde está ahora el consultorio de la Dra. Elena Ana, mi abuela le gritó de forma espeluznante ¡Muchacha, sube ahora mismo y cámbiate de ropa, que nos vamos a averiguar si tienes una cosa que se llama situs inversus! ¡Apúrate niña!

Quién te dice que cuando el médico, por complacer a mi abuela, le hizo una radiografía a mi madre, por poco se desmaya ahí mismo. El corazón de mi madre, en lugar de estar a la izquierda del pecho, está a la derecha. El hígado lo tiene en la parte izquierda en lugar de en la derecha, y así tiene todo invertido por dentro, como se describe en el situs inversus. Si de verdadse le hubiera inflamado el apéndice a mi madre ni mi abuela se daría cuenta, ya que esa parte de su intestino lo tiene en la parte izquierda de la barriga, al revés de los demás. Yo lo sabía, lo sabía, vociferaba mi abuela, contentísima de no haberse equivocado aquella única vez en su vida de médica frustrada. ¿Y ahora qué debo hacer? Preguntó la niña que era mi madre. Nada, contestó el médico, solo decirle a todo el que te vaya a examinar que tienes situs inversus. Permíteme llevarte el próximo lunes al colegio médico de La Habana, para que mis colegas te vean. De eso nada, monada, le dijo mi abuela. Esta rareza es mía y de nadie más. ¿Usted vio como yo no me equivoco, doctor? Vámonos, niña, que tenemos que contarles a las vecinas lo dichosa que me siento hoy. 

El resultado es que tengo una madre con los órganos al revés que jamás se queja de nada de nada, pone mala cara a cada rato y una abuela más sana que la sanidad en persona, que se enfurece si disminuye su rosario de enfermedades consecutivas o incluso concomitantes, como me ha explicado la mejor doctora del planeta, llamada Elena Ana, tengo una perra que come lo que sobra, y varios canteros sembrados de tilo bien cargado.

Si tú pasas por mi casa con el diploma en la mano y no me encuentras, sigue de largo. Con sinceridad te digo que no me interesa el trabajo tuyo de “Somos saludables aquí” con el cual acaban de premiarte en el Fórum de Ciencia Juvenil convocado por el Instituto de Turismo Ambiental. Con esos truenos, si yo fuera tú, no pasaba por mi casa.

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