Estaría hablando siempre de Reynaldo González, quien a través de las rejas diarias del acontecer me ha demostrado dos cosas esenciales: ser un hombre bueno y ser un mejor escritor. La vida y las circunstancias me han permitido disfrutarlo entre su bondad infinita y su sólida obra literaria, y aunque en estas breves palabras debo ceñirme a esta última, no puedo dejar en un simple recodo de su transitar por el mundo una de las virtudes esenciales que lo premian, inamovible con el paso del tiempo: ser un hombre bueno, noble.
No intento recorrer cada uno de los títulos que nos ha entregado desde que en 1964 publicó el primero, Miel sobre hojuelas (cuentos), aparecido por la emblemática Ediciones Erre. Baste decir que, a la fecha, lo acompañan más de 12 entregas; la más reciente es su ensayo, publicado por Ediciones Matanzas, Un cuento de negros y blancos. La tragedia racial de Cecilia Valdés, que acaba de presentarse en la Feria Internacional del Libro de La Habana. Entre aquel y este median títulos como la novela Siempre la muerte, su paso breve (1968), el testimonial La fiesta de los tiburones (1978), varios de ensayo donde se distinguen Contradanzas y latigazos (1983), Lezama Lima: el ingenuo culpable (1988), en igual año Llorar es un placer, y Lezama sin pedir permiso (2007), más una “Biografía íntima del tabaco”: El bello habano (2004), sin olvidar otra novela: Al cielo sometidos (2001), con la que obtuvo el Premio Ítalo Calvino. De los citados, y sé que me han quedado fuera de este listado varios por nombrar, la mayoría obtuvo, en su momento, el Premio de la Crítica. Cada uno con sus propias “señas de identidad”, el espectro temático característico de su obra se ha desplazado por los siglos XIX y XX cual si se hubiera impuesto recorrerlo de otro modo, desde “otra vuelta de tuerca” donde ha desarrollado sus personales intereses.
“No puedo dejar en un simple recodo de su transitar por el mundo una de las virtudes esenciales que lo premian, inamovible con el paso del tiempo: ser un hombre bueno, noble”.
Este derrotero, unido a su labor periodística, permitió que le fueran concedidos dos importantes reconocimientos: el Premio Nacional de Literatura y el Premio de Periodismo Cultural José Antonio Fernández de Castro, al que agrego otro que no tiene tal condición, pero que para él, y para todos nosotros, ha sido otro premio que juzgo mayor: la fundación de la revista La Siempreviva, que ha conducido durante 19 preciosos e intensos números. Todos estaremos de acuerdo en que no es posible que esta revista, contrario a su nombre, se convierta en una publicación muerta definitivamente.
“El espectro temático característico de su obra se ha desplazado por los siglos XIX y XX cual si se hubiera impuesto recorrerlo de otro modo (…)”.
Creo que, de los presentes, he sido la más bendecida por haber podido trabajar con Rey de manera directa, en una verdadera aventura literaria como fue realizar, a cuatro manos, la edición comentada de Cecilia Valdés, o La Loma del Ángel, que viera la luz en 2018 mediante una lujosa impresión debida a la Editorial Boloña; pero para cuya realización estuvieron presentes otras manos, en primer lugar la del inolvidable Sigfredo Ariel, para quien Reynaldo fue siempre su padre, encargado de recrear los grabados con imágenes de época, y la de ese ser inmenso que fue el editor Tupac Pinilla, lamentablemente fallecidos ambos. Realizar ese trabajo en composición coral, cuyo director no podía ser otro que él, fue escuela de verdadero aprendizaje de la que todos los involucrados obtuvimos beneficios, sobre todo cuando, batuta en mano, solicitaba silencio e indicaba lo que necesitaba, lo que demandaba de cada uno de nosotros. Por eso exalto siempre esos momentos que no siempre fueron apacibles, pues Reynaldo era, es, muy demandante, muy exigente, y pedía, pedía y pedía más y más de cada uno de los implicados.
Su entrada a la Academia Cubana de la Lengua, con un discurso dedicado al novelista Ramón Meza, se produjo el 18 de marzo de 2005, hace exactamente 18 años, y a esta corporación ha servido con la misma nobleza que lo ha caracterizado cumpliendo, durante un lapso de tiempo, la función de tesorero. Hoy Reynaldo, o Reygon, como algunos preferimos llamarlo, no abandona esta corporación, sino que pasa a la condición de Académico Honorario, estatus que para nada tiene de simbólico o figurado, pues podrá continuar participando en las sesiones, pero con menos presión, no digo con menos compromiso, condición innata en él. De modo que no lo estamos despidiendo, sino que le estamos otorgando una categoría mayor en un espacio en el cual, y cuando guste, siempre será muy bien recibido.
“A cada hombre su misterio”, expresó el poeta Chesterton. Reynaldo González tiene el suyo, pero no intenten encontrarlo.
Muchas gracias