El orden patriarcal ha enseñado a las mujeres a callar. Las mujeres han sido históricamente educadas en el silencio y la obediencia. Durante el siglo XIX las encerraban en manicomios por leer novelas. Y por escribirlas. A lo largo de la Historia la mujer escritora ha sido objeto de recelos, rechazo y temor patriarcales por el simple y terrible hecho de utilizar la palabra como medio de expresión, siendo la escritura, hasta bien entrada la contemporaneidad, propiedad casi exclusiva de los hombres. En consecuencia, la mujer escritora ha sido rechazada e ignorada, barrida bajo el tapete, tachada de loca y demonizada, en un intento del patriarcado por acallarla, minimizarla, anularla, devolverla al estricto cumplimiento del rol que, según la tradición, debe asumir por mandato divino y humano.

“…cuando una mujer decide hablar, cuando rompe el invisible corsé que a su alrededor ha tejido durante siglos la hegemonía masculina y esgrime la palabra, la posee y se deja poseer por ella, no nos queda más remedio que llevarnos las manos a la cabeza… y escuchar”.

Por eso, cuando una mujer decide hablar, cuando rompe el invisible corsé que a su alrededor ha tejido durante siglos la hegemonía masculina y esgrime la palabra, la posee y se deja poseer por ella, no nos queda más remedio que llevarnos las manos a la cabeza… y escuchar. Será, con toda probabilidad, una voz terrible, una voz sincera, visceral, transparente; una voz que llevará en sí muchas voces y abordará asuntos escabrosos sobre los que, en teoría, una mujer de bien no debe hablar.

Porque, aun en pleno siglo XXI, los estereotipos y estigmas generados por la colonización intelectiva, física y simbólica del patriarcado hacia las subjetividades y los cuerpos femeninos nos hacen creer que una mujer no debe referir, bajo ningún concepto, y mucho menos en algo tan serio como un libro, cuántos amantes ha tenido, cuántas infidelidades ha perpetrado, qué tipos de pene prefiere, cuántas veces ha alcanzado el orgasmo, con qué frecuencia se masturba y si odia o disfruta el sexo oral. Luego, cuando, sobreponiéndose a siglos de encorsetamiento, esa mujer toma la palabra y escribe y narra, el patriarcado la mira con sospecha, construye mitos en torno a ella, la señala, la enjuicia, la cuestiona. Es una mujer que disiente, que ha trasgredido, que se rebela. Es, a los ojos de la masculinidad hegemónica, una mujer peligrosa; en especial, por el mal ejemplo que puede representar para otras mujeres.

María Liliana Celorrio, autora de Sexo chatarra. Los perfectos crímenes del corazón. Foto: Internet

Entre las propuestas editoriales que Ediciones La Luz puso a nuestra disposición durante la 30 Feria Internacional del Libro se encuentra el volumen Sexo chatarra. Los perfectos crímenes del corazón, de la poeta y narradora tunera María Liliana Celorrio. Con edición de Luis Yuseff, diseño de Roberto Báez y Armando Ochoa, diagramación de Norge Luis Labrada y corrección de Mariela Varona; Sexo chatarra reúne 22 piezas narrativas que, en su mayoría, recrean pasajes personales o historias contadas a la autora.  

La Celorrio, como le llaman amigos y adeptos, es una y única. Poeta y narradora, a su pluma debemos, entre otros, los poemarios Juegos malabares, La barredora de amaneceres, Del amante y Madame La Gorda; los libros de cuentos Los hombres de pálido, El jardín de las mujeres muertas y Mujeres en la cervecera y la novela Las hijas de Sade, escrita a cuatro manos con Guillermo Vidal.

La Celorrio es una y única, repito, pero en ella habita una legión. Todas las mujeres que ha sido, todas las mujeres en su interior hablan en Sexo chatarra, maldicen, besan, lloran, se lamentan, gimen de placer y dolor. En una palabra: viven. Viven con intensidad, y lo hacen desde la sinceridad y la auto-aceptación, desde la libertad que solo les confiere el autorreconocimiento del cuerpo y su constante exploración sensorial. Así, el libro nos ofrece una visión descolonizada, despatriarcalizada, sincera, de lo femenino intimo, de lo femenino privado, del Eros venusíaco. Eros en estrecho vínculo con Tánatos, la Muerte, díganse las muertes físicas, las muertes por venganza, las muertes absolutas, la flamígera muerte provocada por una mujer que, cansada de recibir insultos y golpes, le prende fuego al marido, o esas pequeñas muertes diarias que implican la resignación cotidiana, la separación del ser amado, el romance que termina, el clímax sexual, la deslealtad conscientemente perpetrada o la sed que clama por agua y nadie sacia.

“La Celorrio, como le llaman amigos y adeptos, es una y única”.

El lector que se adentre en este libro debe saber que las mujeres explayadas en sus páginas disfrutan, ciertamente, buscan el goce y lo proporcionan, pero sus vaginas no viven un perpetuo cumpleaños. Son mujeres que han sufrido, que sufren, que sufrirán, y de tales angustias, experimentadas muchas veces en carne propia por la autora, nace la chispa creativa, la necesidad de desahogo, el impulso liberador, la atroz venganza. En ellas se cimenta el complejo y muchas veces contradictorio universo femenino que María Liliana recrea. Asimismo, el subtítulo del volumen puede remitirnos a la novela rosa por entregas, al folletín sensacionalista, a la telenovela turca del momento. Todo lo contrario: es un subterfugio irónico, mordaz, que la escritora utiliza para envolvernos en sus redes y revelarnos potentes verdades que muchas veces nos negamos a escuchar, acallamos o intentamos borrar de un plumazo. Verdades que, explayadas en veintiún narraciones de las que, a título personal, prefiero Mirahuecos y Buitrada espectral, son magistralmente condensadas en Diario, la pieza final, voz personal (y sabido es que lo personal es político) de una mujer magullada, herida, violentada, asesinada tantas veces, tantas veces muerta, pero viva, palpitante. Una mujer continente, una mujer-monzón capaz de regenerarse con fuerza insospechada, a pesar de todo o en virtud de ello, y seguir su implacable camino.          

Así, entre lo erótico y lo terrible, con sus posibles gradaciones, oscilan estas historias enhebradas, ora con un lenguaje directo que no rechaza vulgarismos, ora con un altísimo lirismo rico en tropos sorprendentes e inesperados —a ratos oníricos—, pero siempre útil, bello siempre, por cuanto desnuda y muestra, ofrece y se desborda sin ambages ni restricciones. Gravitando, otro gran asunto: la maternidad, muy cercano a la autora, muy querido por ella. También, la música (del jazz al bossa-nova, de Camarón de la Isla a Polo Montañez), la diversidad sexual y la violencia; esta última, subrepticia, silenciosa, indetectable, o descarnada, insoslayable, regodeada en su premeditada crueldad. Todo, aderezado con una cuidadosa edición y una magnífica portada que grita sexo y nos muestra una fotografía de Lianet Martínez, joven artista cubana interesada en el arte con enfoque de género.

“María Liliana es una mujer, es unas mujeres que no deben (no debe) callar”.

María Liliana es una mujer, es unas mujeres que no deben (no debe) callar. Su necesaria voz estremece y divierte, erotiza y asusta, cuestiona y reconfigura, sin prejuicios ni imposiciones, el cuerpo que habita. Rebelde, irreverente, ladina, sabichosa, camaleónica, poliédrica: la escritora que la Celorrio es se desnuda y nos desnuda en estas historias de amor y muerte, de soledad y compañía, de deseos y bajos instintos, de pulsiones y finales definitivos. Historias con olor a lengua mentolada, a vulva satisfecha, a eyaculaciones nocturnas, a pasión y crimen.  

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