Ser libres o ser colonizados
No es ser incultos lo que nos hace esclavos. No es por tener cero cultura, pues todo ser humano, como sostiene Ralph Linton, es “portador de una u otra cultura”. En esa cultura se configura su condición humana, y con esa “forma de vida” se distingue de los demás animales y de las cosas. No es por carecer de productos y signos de una determinada civilización, sino por una trabazón de su naturaleza. Pasa como que tener sed no es en rigor estar secos; solo están secos los muertos cadavéricos, sin espíritu y sin carne, sin razones ni emociones, sin conocimientos ni memorias; en definitiva, sin vida. La sed es la señal de no estar lo suficientemente embebidos, para que circulen los nutrientes y se reproduzcan las células, para que fluyan armoniosamente los sustratos y los sentidos de vivir.
Una roca se seca y sigue siendo roca, del agua no depende “persistir en su ser”. Las plantas, en cambio, necesitan del agua para sostener su entelequia; para que sobreviva la “idea” que estructura sus tejidos y que se reproduce con ellos. Para Aristóteles, el término entelecheia hace referencia a cierto estado o tipo de existencia en el que una cosa está trabajando activamente en sí misma. Es un trabajo activo hacia la consecución de un fin, intrínseco a la misma cosa, pero es también ese fin, ese estado en que la entidad ha realizado todas sus potencialidades, y por tanto, ha alcanzado la perfección.
El árbol es entelequia de la semilla y, a la vez, es lo que impulsa a la semilla a crecer y convertirse en un árbol, con el objetivo de realizar todas sus potencialidades. La entelequia del árbol yace en la semilla y en cada flor, viaja en el polen hasta otra posibilidad de florecer y de dar frutos; para estructurar la misma “idea” en otras combinaciones.
Nada transforma más que la muerte, que es la pérdida de la entelequia en los objetos que tienden al cambio. Si como dijera Otto Rank “el principal deseo del ser humano es perdurar, prosperar, encontrar algún tipo de inmortalidad”, nada aterra más, que esa extrema ruptura, que seca y pudre, en primer lugar, las relaciones. En primer lugar, las interacciones de ese ser vivo con los demás; incluida sus posibilidades de seguir enriqueciendo el paisaje, el cultural y el biológico.
“Nada transforma más que la muerte”.
Por ello, nada duele más que la pérdida de un miembro de la familia o de la comunidad. De ese que se nos hizo muy cercano, más profundo y más presente, por su fluir más allá del cuerpo, por embeber, con sus flores y sus frutos, nuestra espiritualidad. Ese cambio nos hace sentir más débiles y desprotegidos. La certeza de que algún día nos secaremos, como se está secando el ser querido, nos arranca unas lágrimas. Unas gotas de nuestro fluir; señales de esa entelequia que llamamos Humanismo, que es el encuentro del hombre en sí mismo, en su propia naturaleza.
Desde antaño, los objetos asociados a la “realidad eterna” han parecido más seguros, más protectores a ese cambio extremo que es la muerte, que es secarse hasta volverse polvo. Por tanto, han sido sobre-apreciados, significados y registrados con más valor que los objetos que tienden al cambio. Esto incluye su apreciación subjetiva, su valoración simbólica.
De ahí que los hombres más alejados de los cambios y de la muerte, más posibilitados de pensar y de acumular ese privilegio, calcularan los beneficios de rodearse de estos objetos asociados a “lo eterno”. Se apropiaron de los recursos más alejados de la corrosión y del deterioro, ornaron su cuerpo y sus palacios con minerales como el oro y la plata, de piedras como la esmeralda y el diamante. Y los mandaron a pulir, para que sumaran a ese valor de parecer eternos, la aureola celestial, un brillo que los relacionara con el Astro rey, con el cielo y lo “divino”. Los más poderosos, por acumular esos objetos, con más signos de superioridad y con más privilegios para hacer nuevos cálculos, estimaron la ventaja de vivir más altos, en las colinas. Allá arriba construyeron sus palacios. No solo más seguros frente a los ataques de sus rivales, sino también más cerca del cielo, del “todo poderoso” y de sus significaciones. Para sumar al orden que aseguraba sus privilegios, la “corona” de ser “orden de Dios”, para ser eternamente así; “por los siglos de los siglos, amén”.
Desde esa altura bajaron a los hombres a la entelequia animal, del hambre y la competencia. Desde ese poder simbólico naturalizaron la lógica económica del provecho máximo, obtenido con el esfuerzo mínimo. Instauraron el imperio de la entelequia egoísta del “sálvese quien pueda” y del todo(s) tiene(n) su precio. Esa es la filosofía del imperialismo y de su deriva fascista. Una filosofía que ignora el amor cristiano y la existencia como caridad, que llega a la apoteosis con Nietzsche, con su: “Perezcan los débiles y los fracasados; primer sentimiento de nuestro amor al hombre. Y aún hay que ayudarles a desaparecer”.
“(…) esa entelequia que llamamos Humanismo, que es el encuentro del hombre en sí mismo, en su propia naturaleza”.
Desde siempre, combinaron su dominación militar y económica con la dominación simbólica; a la colonización de los territorios, la de las mentes. Su poderío fue también su capacidad de asignarle valor simbólico a los objetos y a los actos de los hombres; de significar como “superior” sus propias normas y sus ordenamientos, su “idea” de estructurar y hacer funcionar al mundo, su falsa entelequia. Una falsa “idea de persistencia” que fluye por las ramificaciones de las relaciones sociales, a través de la triada cultural: símbolo-mito-tradición.
Se han dado así, por siglos, asimétricas disputas entre unos símbolos y otros, entre una articulación de estos en ciertos relatos místicos y otra articulación en relatos distintos. La instauración de determinada progresión histórica de esos símbolos y mitos, en las tradiciones que les interesan a los poderosos, y la anulación de otras progresiones y jerarquizaciones en mitos y tradiciones contrarias a esas que ponen en riesgo sus privilegios. Se informa en todos los campos el ¿quién gana a quién?, si los que instauran ciertos movimientos de la libertad y de la historia, para que todo siga igual, o los que se resisten con otros movimientos y con otra inspiración.
Eso pasó por estos lares, con el “encontronazo” iniciado en 1492, entre los que habían llegado por los cauces de la naturaleza y los que lo hicieron por las rutas del puro cálculo a encubrir, santificando, la arquitectura de su intereses. Entre los arawacos, que llegaron desde el trópico continental, en el sentido del Sol, y los que desde la gélida Iberia, en el sentido del poder, siguiendo el brillo de su símbolo metálico. Entre los que completaban su ciclo cósmico al fluir por las expansiones de esa gran ceiba derribada por los héroes mellizos Yoí e Ipi que es el gran río Amazonas, y los que, al mando del Almirante Cristóbal Colón, se encaminaron “al Levante por el Poniente”, por la quimera del oro de Cipango, mencionado por Marco Polo en El libro de las maravillas.
Aquello fue inicio de la reificación de los colonizados, en nombre de la evangelización. De la instauración, mediante un régimen despótico y excluyente, de una “extelequia” colonizadora. La que perdura cinco siglos después en un desarrollismo concebido como acumulación de signos de civilización, sintetizado en la disyuntiva: “civilización o barbarie”.
Si para Kant ser libres es no ser una cosa, si como define en su introducción de su Doctrina de la Virtud, “cosa” es un “objeto del libre albedrío carente él mismo de libertad” y “persona” es el sujeto que no está sometido a otras leyes más que las que se da a sí mismo (bien sola o, al menos, junto con otras); lo que hace el colonizador es cosificar a las personas despojándolas de su “libertad interna”; prohibiéndole el “deber interno del hombre” que como “ser moral” consiste en “la concordancia de las máximas de su voluntad con la dignidad del hombre en su persona”. O para decirlo según la metáfora martiana de libertad, secándole su “brotación”, mutilándolos con una lógica de castas, de gradaciones, según los signos de las pieles.
Así, consigue extraviarlos, como diría Hegel, en “los fines limitados de la necesidad exterior”. Con unas operaciones, los enclaustra en los límites ordinarios del hambre biológica, de la existencia como economía. Y con otras, les mutila la sed por el goce estético, desinteresado, de crear y cultivar su propia naturaleza, de expresarla en nuevas expansiones. Les secan el sentimiento de su dignidad y el amor por la virtud.
Como apunta Martí en el No 18 de sus Cuadernos de notas, en respuesta a ciertas ideas de Kant y Spencer: “La perfección de un órgano no puede estar más que en su educación al objeto para que existe”. Para Martí lo imperfecto de esta separación, de una existencia que desligue el desarrollo en el cuerpo y en el espíritu de este objeto por el que existe radica en que en ella “apenas hay unos cuantos momentos de dicha absoluta, dicha pura, que son los de pleno desinterés, los de confusión del hombre con la naturaleza”. Cuando, al decir de Emerson, “pierde el hombre el sentido de sí, y se transfunde en el mundo”.
Solo con el cultivo del espíritu y de sus ramificaciones en el cuerpo, con la “confusión del hombre con la naturaleza” según el objeto del pleno desinterés, con la pérdida del “sentido de sí” y su transfusión en el mundo, florece la entelequia del ser humano fraternal. Solo así este alcanza ese estado en que puede realizar todas sus potencialidades y, por tanto, alcanzar la perfección. Un perfeccionamiento que solo se expresa, conforme al destino de su propia naturaleza, mediante su formación interior de vida, mediante el cultivo de su existencia espiritual.
“La educación es el único modo de salvarse de la esclavitud”, defendía nuestro Apóstol. Sin sed por la belleza y por la verdad, sin una cultura que embeba su entelequia, que lo conecte con “toda la obra humana que le ha antecedido” y lo ponga “al nivel de su tiempo, para que flote sobre él”, se hace polvo la posibilidad de corresponder amorosamente, de enriquecer, con sus florecimientos, la “idea” de expandirse en todos, haciendo el bien a todos. Sin orgullo por su cultura propia, no podría el “hombre nuevo” de Nuestra América pensar con más luz, abrazados y sonrientes, bajo las “robustas y copiosas ramas” del “árbol del amor”.
Cuando Martí dice que ser cultos es el único modo de ser libres, afirma que es el único modo de expresar su naturaleza humana, con todos los grados de libertad; dentro de su cuerpo/espíritu y más allá. Sujetos solo por esa idea de floración, de prodigarse como el fruto más complejo de la diversidad del universo. Ser cultos y prósperos es el único modo de que una persona pueda “trabajar activamente en sí misma”, para que se afiance en sí su “libertad interna” y pueda librarse de ser una cosa, “un instrumento de su propia destrucción” (dixi Bolívar). Por eso antepone al “pensar por sí propio”, el hábito de trabajar también por sí, colaborando con la obra común. “La libertad es fruta dulcísima: es la fruta del árbol del trabajo”. “La libertad es la atmósfera, y el trabajo es la sangre. Aquella es amplia y generosa: sea ésta benéfica y activa”.
“Ser cultos y prósperos es el único modo de que una persona pueda ‘trabajar activamente en sí misma’, para que se afiance en sí su ‘libertad interna’ y pueda librarse de ser una cosa (…)”.
El colonizador extirpa o atrofia en los subordinados esa capacidad/distinción de producir una energía extra para generar un cambio en la estructura de combinaciones que se les presenta como “natural”, “de Dios” y “única posible”. Implanta la “superioridad” de su falsa entelequia, suplantando las motivaciones de florecer por las urgencias de sobrevivir en el árido ordenamiento que instaura, mediante premios y castigos, estigmas y etiquetas.
El colonizado se sacia con la “ex-telequia” que valora “superior”, mientras que la suya se vuelve roca, tierra para cultivar esa “extraña” que termina sintiendo “suya”. Ya seca su sed de conocimientos y de nuevos descubrimientos, se le hace polvo toda motivación a enriquecer las posibilidades de nuevas expresiones, para ramificarse en las alternativas de aportar a los demás y de hacer más rico y profundo el paisaje social. Se siente más seguro, al petrificar sus expresiones de cambio, al remojarse con las expresiones “eternas” y “brillantes” del colonizador. Anhela sus signos para sentirse en el mundo. Y no le brota una sola lágrima por ello.