1. Soy un álbum de sellos, nacido hace muchísimo tiempo, en un pueblo del interior del país. No tengo memoria de mis primeros dueños, pero sí del siguiente. Me canjearon por un juego de sábanas floreadas, allá por los años sesenta. Fui a dar a una casa donde mi dueño era un muchacho ambicioso, quien con tenacidad y a fuerza de trueques fue poblando mis páginas con estampillas sin orden ni concierto. Siempre fui el principal, el más voluminoso, pero no el único. Gracias al empeño del joven, me acompañan unos albumcitos primos menores, tan llenos de sellos variados como yo. Recuerdo que pernoctábamos juntos en un mismo estante, de donde éramos liberados con frecuencia, siempre que alguien pedía a nuestro dueño que mostrara sus tesoros, o sea, nosotros. Así transcurrieron muchos años. Hasta que el muchacho, ya convertido en adulto, se mudó a la capital del país, y nos llevó con él, en una maleta incomodísima de madera con candado.
“Organizaremos una fiesta entre nosotros, los antiguos, porque no servir para nada produce esta inusitada complacencia”. Imagen: Tomada de Pixabay

2. La vida de nuestro dueño entró en un torbellino enloquecido, de forma que mis primos y yo quedamos sepultados a una gaveta. A nadie le interesábamos, la verdad sea dicha. De lejos escuchábamos el trajín de la casa, y apenas teníamos respiro de aire fresco si de casualidad, la familia del hombre al que pertenecíamos abría nuestro escondite, buscando otra cosa. Nadie nos sacaba a la luz, ni nos pasaba un paño, ni siquiera nos movían de lugar. Uno de nosotros sufrió quemaduras llamadas de decúbito. Una escara, prácticamente, de tanta inmovilidad. Éramos, como se dice, la última carta de la baraja.

3. Si para algo servíamos era de soporte. Entre nuestras páginas se iban guardando fotos de los hijos que nuestro dueño, ya convertido en un señor, iba trayendo al mundo, en contubernio con su esposa, una mujer a quien no le interesábamos ni de lejos. Solo así podíamos estirar un poco nuestras extremidades, cuando nos introducían imágenes fotográficas de unos chiquillos que no sabían de nuestra existencia. Época dura nos tocó. El señor responsable de nosotros partió, llevándose las fotos de los hijos, y dejándonos en la más absoluta tiniebla. Prácticamente nos derretíamos en un largo y eterno sueño. Hasta un buen día.

4. Después de medio siglo, de repente, la mujer, ya medio vieja y con los hijos tan lejos como nuestro dueño el viajero, que si te he visto no me acuerdo, buscando frenéticamente cualquier cosa para vender, abrió el sepulcro donde mis primos y yo parecíamos fundidos al fondo de la gaveta. Casi nos deslumbra la claridad, cuando dicha señora nos sacó a la intemperie. Creímos que nos arrojaría a una hoguera, o que nos iba a lanzar al latón de la basura, o que nos desguazaría sin misericordia a plena luz. Miré de soslayo a mis primos, los albumcitos menores, para despedirnos del reino de este mundo. Resultó que ninguno de esos catastrofismos vino a continuación. Escuché a la señora decir “para algo tiene que servir esta porquería”, delante de un hombre, quien procedió a examinarnos lupa en mano. Por un instante, sentí alegría. Me imaginé importante, revalorizado con dignidad, a manos de un coleccionista que tuviera el mismo entusiasmo de nuestro dueño cuando era joven. “Es que necesito un juego de sábanas floreadas”, añadió la señora que ni medio caso solía hacernos. El tipo de la lupa nos observó con detalle y mirada de anticuario. Página a página, sello a sello, evaluando países, fechas, conmemoraciones, flores, navidades, presidentes, mártires, héroes, en fin, todo lo que contenemos mis primos y yo.  “Nada de esto me interesa, señora”, dictaminó al fin.

“La obsolescencia no perdona, y muy pronto seremos polvo de polvo, no precisamente enamorado, porque así está programado el universo”.

5. ¿Cómo que no?, rugió ella. ¿No valen para nada estas caritas chinas, y estos rubios, y estos cosmonautas, y fíjese (ahí nos zarandeó a cada uno de nosotros), estos sellos dicen Alemania, y aquellos Checoslovaquia, y espérese, no se vaya, compañero, aquí en algún lado tiene que haber algo que valga, digo yo… óigame, ¡no huya! “Señora, señora, cálmese, por favor, estoy guardando la lupa, tranquilícese. Mire, para que aprenda, los sellos chinos solo valen algo si las caras incluyen gorra; y sobre todo los que mandó a desaparecer Mao; los presidentes de EE.UU. tienen que ser anteriores a Kennedy, siempre que miren hacia la izquierda, porque si miran a la derecha, se puede pedir muy poco; los sellos que más valen de toda Europa son los franceses; y de entre los deportes, los de invierno son lo que tienen más salida, así como los sellos de perros. Nada más” “Ay, eso no puede ser”, exclamó la mujer. “¿Y de dónde saco yo un juego de sábanas floreado?” Y yo qué sé, señora, no me cuente su vida. Chao, abur, hasta más ver.

6. Si bien hemos regresado a nuestro hosco rincón por las noches, tanto mis primos como yo mismo, estamos como de fiesta. La señora loca que aspira al trueque original, nos ha tomado un cariño tremendo. A cada rato nos saca de la gaveta, nos limpia, nos acaricia, corrige nuestras articulaciones, nos presta atención como nunca antes. La he escuchado hablando por teléfono, ya que ahora no hace falta estar cerca de ningún aparato fijo para comunicarse, cosa que descubrí recientemente. El mundo es otro, qué barbaridad. Decía que escucho la voz de la susodicha, empeñada en las puñeteras sábanas, para lo cual nos ofrece a nosotros a precio de mercadillo pulguero. Es tan poco lo que nos valora, que ha llegado al colmo de conformarse con dos fundas a cambio de todos, y ni así logra su objetivo. Sin embargo, mis primos y yo estamos a punto de pulverizarnos: lo sentimos, lo sabemos. La obsolescencia no perdona, y muy pronto seremos polvo de polvo, no precisamente enamorado, porque así está programado el universo. La venganza se acerca. Cuando al fin aparezca un humano dispuesto a dar un pedazo de tela a costilla nuestra, solo encontrará boronillas con figuritas. No estamos solos. Cerca de donde nos depositan a cada rato, veo adornos de porcelana, relojes de pared, libros tan viejos como nosotros, y cuanta cosa añejada tenga la mujer que cree que le dará una embolia muy pronto si no consigue lo que quiere. Nuestros acompañantes también saben que están en vías de extinción, de modo que esta muerte anunciada tiene el encanto de aparecerse justo cuando es necesario mirar caras de la misma edad, o parecida. Si tuviera que hablar en plata diría, a nombre de los vetustos, ¡Qué bueno que nos estamos viendo, mucho gusto! Y qué bueno que nadie nos quiere. Si la dueña cree otra cosa, será porque su ambiguo corazón lo permitió. Organizaremos una fiesta entre nosotros, los antiguos, porque no servir para nada produce esta inusitada complacencia. Que sí señor. Que lo digo yo.    

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