Con sumo placer respondo la convocatoria de hablar sobre una de las ciudades que más amo, y a la que regreso siempre que me es posible. Evoco mis primeras memorias sobre Santa Clara, en aras de precisar cuándo fue la primera vez que escuché hablar del Parque Vidal, de la editorial Capiro, del Mejunje, de muchos sitios deslumbrantes de allí, y de los municipios que a ella pertenecen, pero confieso que me pierdo en la bruma del tiempo. Quizás esa imprecisión intenta de alguna manera (seguramente inútil) obviar algo que de tan elemental, surge de forma inexorable: Mi relación con el centro de la Isla, y en particular con Santa Clara y con sus entrañables artistas, la debo, como casi todo, a mis padres.
Traté de desvincular mis recuerdos de los de ambos, porque ya se sabe: la herencia es algo que a veces aplasta, como un fardo echado a la espalda sin autorización. Debo comenzar por la confesión siguiente: según mis memorias, allá por los años sesenta y setenta, no se definía mucho qué era “el centro de Cuba”, al menos para quienes vivimos más hacia el occidente, de manera que en mi mente de ignorante muchacha habanera, oír hablar de Cienfuegos, de Sancti Spíritus, de Trinidad, de Remedios, era como si todo estuviera geográficamente en un gran lugar llamado Las Villas. Pido perdón retrógrado.
Lo primero que recuerdo es que mi madre me llevó en un viaje mágico allá por los finales de los sesenta, junto a sus alumnos de Historia del Arte, a un recorrido en guagua por Trinidad, Remedios y Sancti Spíritus, lo cual fue para mí como visitar otro país: me fascinó la antigüedad de calles, de casas, y de todo, que mi madre iba explicando detalladamente a sus alumnos. Yo iba en condición de polizonte de siete años de edad, pero escucharla fue siempre uno de los mayores regocijos de mi vida. Quienes estuvieron en su aula, saben a qué me refiero: su cadencia al hablar, su inmensa sabiduría, su voz; era realmente maravilloso aprender a su lado. Pocos años después, gracias a la profunda amistad de mis padres con ese personaje que fue y es Samuel Feijóo, visité Cienfuegos, en 1972. Lejos estaba de imaginar que 26 años más tarde, yo quedaría unida para siempre con un cienfueguero, pero esa es otra historia. Lo cierto es que a través de las alucinadas anécdotas que nos hacía Feijóo, y de su inigualable y pintoresca revista Signos, el centro de la Isla dejó de ser un absoluto misterio, para convertirse en un lugar adonde yo quería regresar para aprender, para reírme de sus cuentos de guajiros, para disfrutar del ambiente que Samuel nos describía con su elocuencia de monje apasionado. Sin embargo, por mis estudios, por mi trabajo, por el rumbo de mi existencia, no comencé a ir a Santa Clara hasta mucho tiempo después. Antes de desbordarme en lo que dicha ciudad despierta en mí, debo decir que mi padre continuó visitando el centro cada vez que sus obligaciones se lo permitían (ya decir “el centro” no era tan ambiguo para mí, sino concretamente la capital de Villa Clara y sus zonas colindantes), porque le gustaba muchísimo asistir a eventos literarios a los que era convocado en esas regiones, donde tenía montones de amigos. La anécdota de su llegada una vez en ambulancia la dejo a los muchachos del Club del Poste. Por cierto, a ellos, en especial a Yamil y a Riverón, debo gran parte de mi devoción santaclareña. Son ellos herencia de mis padres, son hermanos míos con los que comparto sueños, tristezas, proyectos y pasiones. Mi padre me hablaba de Yamil y de Riverón y los ojos se le iluminaban, como ahora me sucede a mí.
En 2008 comienza mi propio deslumbramiento por la ciudad más santa de la Isla. Ese año conocí a Tony, presidente de la Uneac, a Arístides y a Lidia, a Lorenzo y a Rebeca (y gracias a ellos, a Rubén Artiles), a Geovanys Manso, a Alexis Castañeda, a la llamada “gente del Libro”, y a muchas personas francamente maravillosas. Fui esa primera vez a presentar una novela, y al año siguiente regresé para asistir a un homenaje, y más adelante a la Feria del Libro, luego fui a la increíble Universidad Central Marta Abreu, dos años más tarde acompañé al CPH a conferencias sobre el humor, y tuve que volver al ganarme un premio convocado por la Uneac de Santa Clara, por lo cual al año siguiente debí ser jurado y así, sucesivamente, podría nombrar decenas de excusas cuando el motivo real es uno: estoy enamorada de Santa Clara. Perdí la cuenta de las veces que he estado en esa ciudad, porque no se trata de llevar una bitácora, sino de atesorar con profundo cariño cuanto vivo allí, cuánto disfruto, cuán bien me hace estar aunque sea por breve tiempo, entre esas amistades tan fieles, tan sabias, tan divertidas. Amén del amor recíproco (me permito la vanidad de creer en esta correspondencia amorosa), lo cual ya sería más que suficiente para explicar las razones de mi pasión santaclareña, si tuviera que definir un solo motivo para dicho romance, escogería su actividad cultural.
Santa Clara es un hervidero constante de buena cultura.
En aras de ser absolutamente franca, no puedo decir que sea la belleza de su paisaje lo que me conquista (Cienfuegos es mucho más hermosa, por ejemplo); ni sus hoteles (El Santa Clara Libre me parece horroroso); ni el llamado Maleconcito (una ciudad sin mar cercano es siempre una tentación a la claustrofobia); ni la legendaria figura del Che, que de todas formas, está presente en toda Cuba. Se distingue, eso sí, por ser la ciudad más activa culturalmente hablando de todas las que conozco, si excluimos La Habana. En Santa Clara no deben existir noches aburridas, creo. Al menos, en las más de cien jornadas que he tenido la dicha de compartir con mis amigos allí, siempre me ha faltado tiempo, y me han sobrado ganas. Caminar por sus calles otorga un raro sentido cinematográfico: me parece que estoy en medio de una película cuyo argumento desconozco, en la cual participo involuntariamente. De una esquina sale la música del Trío Trovarroco o se aparece Roly Berrío con su guitarra; en la otra lanzan un libro novedoso, con poetas y narradores de cuerpo presente; en el medio del parque una banda toca un himno, y donde me hallo hay artistas de la plástica exponiendo sus obras, incluyendo los magníficos hacedores de Melaíto. Si quiero reír, acudo a La Leña del Humor, si quiero disfrutar de algo extraordinario en todo sentido, me dirijo a El Mejunje, si deseo ver una puesta en escena, con cruzar al teatro La Caridad me basta, y, en fin, es Santa Clara un hervidero constante de buena cultura, de inquietud, donde no mover el esqueleto se considera un pecado imperdonable.
El día que declaré en público que esa es la segunda ciudad de mis amores, tuve el temor de que se ofendieran mis colegas de Holguín y de Matanzas; pero al ver que no les importaba lo más mínimo, me decido a repetirlo mil veces, aun a riesgo de que a los propios santaclareños tampoco les resulte de importancia: ellos suelen ser amados por muchos, con gran justicia. Yo no hago más que incorporarme al gran listado de admiradores. Sí, yo amo profundamente a Santa Clara, aunque como bien dijo un gran poeta: “París no es nada sin media docena de amigos”. Para mi fortuna, cuento con ellos, mis amigos. Santa Clara, por tanto, vale más que una misa en París, donde jamás me espera nadie.