Quien debiera hacer el elogio de un artista tan entrañable y versátil como quien nos convoca hoy, nominado al Premio Nacional de Literatura en 1980 y en 2018 (y me pregunto ¿cuándo lo harán acreedor de dicha distinción que merece sobradamente?), es Francisco López Sacha. Nadie mejor que él, con su oratoria enjundiosa y llena de adjetivos hermosos, sería capaz de comunicar toda la capacidad creadora, y todo el amor que despierta el manzanillero que —¡qué cosa más grande, caballero!— cumple setenta años. Ya que no es posible contar con su palabra, justamente porque le corresponde el sitio de escuchar el elogio que muchos estamos dispuestos a ofrecerle, no queda más opción que prescindir de su gracia, del tono peculiar de su voz, de su sapiencia siempre a flor de labios, para balbucear lo que cada quien pueda, teniendo en cuenta que jamás estaremos a su altura de declamador excepcional.

En más de una ocasión he tenido el privilegio de hablar en público sobre nuestro homenajeado de hoy, y ya que me ha tocado esa suerte, además de algunas consideraciones nuevas, traigo un minicompendio de lo que ya he dicho, para lo cual permítaseme recordar la famosa sentencia de Alfonso Reyes: “Prefiero repetirme a citarme”.

No puedo precisar la fecha exacta en que lo conocí. Me parece recordarlo por primera vez de cerca en el portal de mi casa; acompañado de dos jóvenes, uno cuya hermosura me dejó alelada, y otro con cara de niño. No estoy segura, pero creo que demoré un instante en permitirles pasar. Aquellos muchachos no habían tocado a mi casa pretendiendo conocerme ni cosa por el estilo, sino que estaban allí para conversar de algo muy serio con mi padre. Lo supe por la gravedad con que miraron hacia el poco espacio de la sala que yo permitía ver, desde el umbral donde los retenía. El joven bellísimo que acompañaba a Sacha se llama Abilio Estévez, y el del rostro aniñado, Senel Paz, por supuesto. A partir de ese primer encuentro, cuya imagen viene a mí con un Sacha sin canas, y con la misma jovialidad que ha mantenido a lo largo de los más de veinticinco años que han pasado, no he dejado de admirar muchísimas cosas buenas, que, al estilo machadiano, mantiene este personaje que gusta de otorgar grados militares a amigos, a escritores, a profesores y a compañeros, siempre que sean masculinos. Así, sin aspirar a que me regale un día el respeto que se le debe a los cabos, en este caso, a una caba, me dispongo a ofrecer la visión de quién es Sacha para mí.

Hablaré del Sacha narrador, y del Sacha persona, del amigo siempre dispuesto a ofrecer una conferencia de literatura, de música, de teatro, de amor, de historia cubana, de marxismo, de comidas mexicanas o de cine, lo mismo sentado en un banco de parque, que en mi portal un día de cumpleaños, que durante una marcha del 1ro. de mayo.

Foto: Internet

No resisto la tentación de mencionar que hace poco me dio por contar una a una las veces que Sacha menciona a los Beatles en su obra (Senel preguntará en su Cielo con diamantes ¿cuál obra?) y francamente confieso que me cansé. Es cierto que a veces salpica esta fanática devoción suya, esta Beatlemanía crónica que sufre, con referencias a Paul Anka, a Pedrito Rico, a Little Richard, a Eric Clapton, a Leo Brouwer, a Sindo Garay, a Elvis Presley, a Jimi Hendrix, pero no nos confundamos: a este manzanillero le hubiera encantado correr descalzo por todas las calles de Liverpool una tarde plomiza, hasta caer como el título de una novela de Osvaldo Soriano, a los pies rendido, esta vez, ante el cuarteto deslumbrante. Sacha, en la conversación con Graziella que introduce su versión del cuento “Mi prima Amanda”, original de su amigo Mejides, lo dijo alto y claro: “Mi vocación de músico no ha sido satisfecha”. Y no fuera honesta si no digo públicamente lo que ya le he dicho al Sacha escritor: Chico, ¡qué manera de ser falocéntrica tu literatura! Las mujeres de tus cuentos son casi siempre gatas al acecho, o putas inmisericordes, o aburridas castrantes, o engañosas conquistadoras. Pero, revisando con detalle las páginas que gracias a Dios nos regala, su exaltación machista no es tan así. Te salvaste, amigo querido, escapaste de la furia femenina de estos tiempos modernos con la frase: “Estudiaban […] en Las Salesianas, y aprendían mucho de historia sagrada, bordado, y de cuanto existe para hacer más esclava a la mujer”. Menos mal. De su libro Variaciones al arte de la fuga, me gustaría señalar la exquisita elegancia de su prosa, tanto para referirse al sexo, como para hablar de nuestro país, sin que reitere el título de Francisco García: Historia sexual de la nación. En “Humo y nada más”, el cuento que abre el volumen, aparece la primera descripción de las varias que el escritor dedica al ano: “el anillo cobrizo, la más íntima y deseada de todas las posesiones, el círculo perfecto y bien cerrado por sus pequeñas estrías rosáceas, recubiertas de una pelusilla oscura…” (p. 10).

En otra de las narraciones, vuelve a referirse a dicho extremo anatómico de la siguiente manera: “el cálido, estrecho, delicado círculo contráctil ofrecido en tentadora oferta” (p. 116). Las palabras reservadas a otro órgano biológico, un pene grande en concreto, también son escogidas por Sacha con extremo cuidado. Veamos: “el poderoso cilindro carnal de algún leptosomáticomacrogenitosoma” (p. 105).

Tampoco puedo dejar de señalar que una suerte de vuelta de tuerca al condenado período especial que marcó nuestras vidas (y por tanto nuestro arte), es empleada por Sacha, con intencional delicadeza. A través de cuentos escritos entre los años 2008 y 2009, o sea, varios años después de la gran crudeza (habrá que esperar a que Pocho, con su puntería habitual, además de haber generado términos como el Quinquenio Gris, y destacado la Pornosofía en estas narraciones de Sacha, encuentre la denominación perfecta para aquellos años terribles), aparece una visión no más edulcorada —lo cual sería imposible—, sino menos pragmática. Sin reiterar los efectos prácticos que tuvo y tiene dicho momento histórico, una más profunda reflexión muestra aristas en las cuales no habíamos meditado. El inicio de dicha catástrofe es señalado sin gran aspaviento: “El mundo iba en una dirección y, de improviso, sin que mediara ninguna señal, el país entró en crisis, se cayó, perdió el rumbo” (p. 112).

Me parece muy acertada y concisa la expresión “el país se cayó”. Dicho así, se limita a insinuar la envergadura del momento, aplicando una similitud de recurso entre lo que esconde el erotismo y lo que muestra la pornografía. Me atrevo a decir que Sacha es erótico al hablar de las condiciones económicas, morales y sociales de Cuba, pero resulta pornográfico cuando de anatomía humana se trata. Del mismo modo, aunque no disfraza las escaseces materiales; reflexiona acerca de una consecuencia de la crisis, en la que no habíamos reparado a pesar de su obviedad: “No hay nada que recuerde la antigua pulcritud de los cubanos. Esto es realmente lo más doloroso del período especial” (p. 103).

Para no extenderme en análisis puramente literarios, que otros sabrán exponer mejor que yo, quisiera decir que nuestro homenajeado escribió (al menos) una verdadera joya narrativa, una delicatesen escritural, un bombón con forma de novela corta, justamente reconocida con el Premio de la Crítica. Me atrevo a afirmarlo, y soy responsable de tal aseveración no obstante las preferencias del autor (sabemos que ha declarado públicamente que su libro aún inédito El más suave de todos los veranos es, y lo cito: “la mejor de sus novelas”). Me refiero a El que va con la luz, publicado por Ediciones Matanzas en 2017. Esa historia de Zabet, ángel al servicio directo del Señor (y ahora cito a Senel) “cuando el Edén vivía su esplendor y la manzana pendía del árbol”, está contada magistralmente. A quienes se inician en la carrera de escritor, a los estudiantes de Filología, a los talleristas y sus profesores, a quienes llevan años intentando pasar a la posteridad con una página medianamente digna, a los ancianos venerables de nuestra literatura, a todos, a todas, les recomiendo, más que la mera lectura de esta noveleta, su estudio minucioso, su deleite, su demorado goce, porque pocas veces encontraremos la magnificencia que regala a borbotones el largo monólogo de Zabet, una criatura única sin más fuerzas que su imaginación y su condición de ángel enamorado del amor.

Foto: Internet

Cuando me detengo a pensar en Sacha amigo, por más que busco las desventajas, no encuentro ninguna, salvo su imprudencia de no escribir las relampagueantes conferencias que imparte en eventos teóricos, en congresos, en talleres, en paneles y en simposios, y esta manía suya explica el hecho de dejarnos siempre con ganas de leer lo que nos ha dicho, gracias a lo cual hemos quedado tan deslumbrados que parecemos tontos de remate. Hecha esta salvedad, añadiré que Sacha no es impuntual, no es grosero, no tiene vanidad, es simpatiquísimo, sabe escuchar, tiende la mano a cuanta criatura se la pide, todo lo que se le brinda de beber, de comer y de leer, le parece muy bien, de modo que, francamente, es su amistad algo lleno de tanto amor que asusta, que no parece de este mundo, aun cuando aproveche la más mínima oportunidad para ponerse a cantar “The fool on the hill”.

Hablando de este mundo, recuerdo que un día lo llamé cerca de las nueve de la  noche a su casa (en ese momento él vivía con Roger, o sea, en casa de ese amigo suyo entrañable), para pedirle que me explicara brevemente la diferencia entre el realismo mágico y lo real maravilloso. Al filo del amanecer, luego de explayarse acerca de las obras de García Márquez, de Cortázar y de Alejo, le recordé que ambos debíamos irnos a trabajar, y le pregunté si faltaba mucho. Fue tan increíble su generosa explicación, que sería imposible reproducirla. Más o menos eso mismo sucedió cuando meses más tarde, a la salida de la Uneac, nos sentamos a conversar acerca de ciertos desamores que ambos padecíamos entonces, y me contó de un dolor punzante que había sentido en el centro del pecho. Mientras Sacha me hablaba de Planck, el físico pionero de la medición cuántica a través de los fotones, yo no veía oportunidad de pedirle que se dejara examinar por un cardiólogo. Entre fascinada y temerosa, le escuché todo el proyecto de convertir la angustia de aquel dolor en una narración sobre sus amores, sus pérdidas, sus anhelos, sus dudas existenciales. Hube de apartar mi condición de médica para lograr a plenitud el disfrute de lo que mi amigo me contaba, aun como plan futuro. Obviamente, no hizo caso de su opresión precordial, y el resultado es el extraordinario cuento “El límite de Planck”, con el cual cierra Variaciones al arte de la fuga.

Una vez le atendí una neumonía que lo asaltó cerca de un fin de año. Recuerdo el mes, porque Sacha estaba tirado en una cama pensando que había llegado el acabose de sus días junto al acabose de 12 meses (eso sí: se pone dramático cuando se siente mal), y estaba, además, angustiado porque no sabía dónde guardar una pierna de puerco que le habían regalado en esa fecha. O sea, que además de los antibióticos correspondientes a una neumonía, hube de buscar soluciones para su requerimiento inmediato: refrigerar carne de cerdo. Tal vez porque tenía fiebre, o porque yo le recriminé su falta de previsión ante semejante regalo, Sacha se excusó con una frase que todavía hoy me estremece: “No me comprendes porque naciste aquí, pero créeme, La Habana es muy hostil para los que no somos habaneros”.

 Foto: Tomada de Granma

Nos hemos encontrado en Guadalajara, en Matanzas, en Sinaloa, en Manzanillo, en Santa Clara, en aviones, en guaguas, a pie, en hoteles, en pasillos, en plena calle, en reuniones, en congresos, en casas propias y ajenas, y siempre es el mismo cantante británico nacido al oriente de la isla del ardiente sol que a ratos se desliza hacia las vitrolas de bares y cantinas para chillarnos “Tú me recuerdas mucho, mucho”, luego de volver a explicarnos cómo se hizo el álbum blanco. No soy capaz de decir todo lo que he aprendido y aprendo de Sacha: las palabras no me resultan suficientes. Además de su cultura musical, de todo lo que sabe de dramaturgia, de guiones cinematográficos, y por supuesto, de literatura de primer orden, y de su fabuloso talento de maestro que no escatima jamás tiempo para regalar a los demás, Sacha posee el raro don de la autenticidad. Es parecido a un día de Alí Khan, pero sin la plata del príncipe de su cuento. Su carácter leal se manifiesta de todas las formas posibles, ya sea a través de su obra narrativa, ensayística, como en sus labores de antologador, pero sobre todo en medio de la corrosiva cotidianidad. Aun sorteando vendavales amenazantes, como ha sucedido en repetidas ocasiones, mantiene la misma postura ética de cuando el tiempo está en calma. Confieso que muchas veces he acudido a él como se llama a un cura cuando reina demasiada confusión. Si no entiendo qué está pasando, sé que Sacha está ahí, dispuesto a escucharme, a brindarme su hombro, su labia, su inmensa generosidad. Sus respuestas varían desde: “¿No recuerdas qué dijo Martí en la carta tal a fulano de tal en el año más cual…? Aplícalo ahora, querida, refréscate la mente leyendo al Maestro”, hasta “No me jodas, chica, eso no puede ser verdad, mañana paso por tu casa y hablamos”. De una forma u otra, Sacha está siempre ahí, y quieran los dioses que lo conservemos por siempre tan dador y talentoso.

Teniendo en cuenta que en algún momento debo concluir, resumo en una oración cuán importante es esta persona: si no existiera Sacha tal cual es, no cabría otra posibilidad que inventarlo. La vida asachadiana sería terriblemente opaca, y si alguien no me cree, le sugeriría recordar el lema de su mandato al frente de los escritores cubanos, conocido como el sachadato: “Con este hombre se trabaja mucho, pero se disfruta más”. Felicidades, querido nuestro, y cuídate mucho, que seguimos necesitándote.

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