Cuando en abril de 1992 llegué a Casa de las Américas, mi primera ocupación fue la de redactora de la revista Casa bajo la guía de Roberto Fernández Retamar. Yo llegaba de trabajar en una publicación de teatro en la que en menos de una década había transitado de colaboradora a directora y venía a tratar de salvarme de un naufragio, pero a pesar de mi relativa experiencia y de varios postgrados afines, mi verdadera graduación como editora fueron los seis meses de labor en la revista Casa, aprehendiendo las incontables valoraciones de Retamar sobre intelectuales y escritores, aprendiendo con él a defender y respetar normas y convenciones propias de la publicación —que como muchos sabemos era la niña de sus ojos—, y a revisar cuidadosamente cada material hasta llegar a una aspiración de perfectibilidad.
El intercambio con Roberto y su impronta contribuyeron a afianzar mi vocación de revistera, fortalecida desde los rasgos de ética profesional y vital que él revelaba y trasmitía en el ejercicio cotidiano.
Cada ocasión de compartir con Retamar la atención a una visita llegada a la Casa era la oportunidad privilegiada de recibir una clase magistral de historia cultural latinoamericana y de conocer de primera mano un rico anecdotario de vivencias, encuentros e impresiones personales, con las que el anfitrión revivía memorias y juicios, y con las que, a menudo y sin proponérselo, podía fascinar al visitante al descubrirle acontecimientos desconocidos de su propia cultura.
Siempre dispuesto a escuchar al otro en debates e intercambios, y a aceptar argumentos distintos a los suyos, era capaz de lucir una modestia inusitada para tanta sabiduría y una jovialidad tan afectuosa que procuraba salvar distancias jerárquicas y etarias, porque su honestidad y calidez rechazaban cualquier formalidad estéril, para llegar a las esencias.
Por Roberto conocí de viva voz de ideas y acciones de Haydée, a quien admiraba y quiso en lo más profundo; por él conocí de la sabiduría de Ezequiel Martínez Estrada, y de la singularidad de las visitas que le hacía Ernesto Che Guevara a nuestra biblioteca para intercambiar con el viejo maestro.
Roberto tuvo varias deferencias que me hicieron sentir su aprecio, como cuando en mayo de 2001 me llamó para encomiar el número 121 de Conjunto, aparecido justo al inicio de la primera edición de Mayo Teatral que me tocó conducir, maravillado de la articulación de los contenidos con el evento vivo. También yo tuve ocasiones de hacerle saber de mi afecto, como cuando en más de una oportunidad tuve el placer de recibirlos a él y a su inseparable Adelaida, y de acompañarlos en gratas jornadas en México, donde yo cumplía otras tareas sin abandonar nunca las de la Casa de las Americas, y en especial la edición de su revista de teatro, gracias a la complicidad de Roberto.
A menudo lo recuerdo y lo extraño, aunque Roberto está entre nosotros. Todos los que trabajamos con él tuvimos la suerte de convivir y crecer con un líder de altura. Roberto Fernández Retamar fue un exquisito poeta y un acucioso ensayista, un brillante crítico literario, un revolucionario medular, martiano, fidelista y devoto continuador de Haydée Santamaría, y sobre todo fue un buen hombre.