Retamar en mí
3/6/2020
Mi primer encuentro con Roberto Fernández Retamar fue a través de la lectura de sus inolvidables poemas.
Era casi una adolescente cuando me tropecé con aquella obra estremecedora en su sencillez, y profunda en sus resonancias, que no se aparta de mí incluso muchos años después de que leyera, entre emocionada y deslumbrada, textos como “Felices los normales” y “El otro” que han trascendido a todas las pruebas del tiempo.
Sin embargo, tuve la dicha de conocerlo personalmente en una visita que el poeta realizó a la Agencia Latinoamericana de Noticias Prensa Latina, lugar donde yo trabajaba entonces como correctora de estilo en el Departamento de Traducciones.
Tuve la osadía de entregarle una antología que bajo el título Cuatro poetas publicó Extensión Universitaria y que recogía los textos del Premio y las menciones del Concurso Trece de Marzo de 1978. Yo era una de las menciones.
No recuerdo muy bien la dedicatoria que escribí para expresar a Retamar toda mi admiración. Pero mi gran sorpresa vino cuando recibí una carta suya fechada en julio de 1979 que todavía guardo como una de mis reliquias más preciadas y que, por pudor, nunca antes he dado a conocer.
Ahora que nuestro poeta ya no está físicamente entre nosotros y que llegamos a su noventa cumpleaños, me parece oportuno transcribirla para los lectores de La Jiribilla.
Así me escribió:
Compañera Marilyn:
He leído de un tirón los poemas de Alguien está escribiendo su ternura que tuvo usted la bondad de darme con una dedicatoria generosa para mí e injusta para usted. Sus poemas son buenos, verdaderos poemas y los he gustado, en especial algunos como “Triste oficio”, los dedicados a Juana y Tula, el “Soneto perdido”, “Significación de Amalia Simoni” y “Por la ruta del sol”. Comparto su gallarda defensa de la mujer y admiro su palabra viva, hermosa. Gracias por todo.
Un fraterno abrazo de su compañero y amigo.
Y al pie, su firma.
Si transcribo esta carta no es por vanidad personal sino porque constituye una prueba de esa relación que Roberto siempre tuvo con los jóvenes. Un intercambio con ellos que mantuvo durante toda su vida y que significó, en mi caso, el comienzo de mi admiración hacia el hombre y ya no solo hacia el poeta.
Años después, y sin que Retamar intermediara, se inició mi amistad con Laidi Fernández de Juan, su hija, escritora y entonces médica de mi madre.
La relación que he tenido y todavía tengo con Laidi me permitió una cercanía simbólica con el poeta. Y cuando digo simbólica es porque, aunque no conversara con él con frecuencia, él era parte de ese contacto que Laidi me posibilitaba y que se expresó de una manera un tanto peculiar.
Mi amiga compartía con su padre los intercambios literarios que yo tenía con ella, de tal manera que Roberto siguió dando opiniones y aconsejando, también propiciando la publicación de alguno de mis textos en la revista Casa.
El más reciente ejemplo de esta interrelación fue el conjunto de textos que, bajo el título Conversando con Velia, dediqué a la muerte de mi madre.
Se los mostré a Laidi y ella se los pasó a Roberto. Entonces él, conmovido, se ofreció a que los diera a conocer en la revista Casa. Me comentó que esos poemas, por su sencillez, eran más susceptibles de convertirse en fuente de emociones para el receptor.
Así fue como los publiqué. Y ese gesto de Retamar guarda especial significado para mí dadas las circunstancias en que fueron escritos.
Roberto hubiera cumplido ahora noventa años y está más vivo que nunca en el corazón de todos los que tuvimos la ocasión de conocer de su generosidad y su entrega absoluta a la poesía, a la literatura y a esa Casa de las Américas que presidió hasta su lamentable muerte.
Laidi arrojó sus cenizas al mar en una ceremonia que quiso ser íntima pero que contó con la presencia de muchísimos amigos que lo quisieron y admiraron y fueron al Malecón con el alma ensombrecida por tan lamentable pérdida.
Todavía me parece que escucho su voz, grave y cálida, y sus palabras corteses y respetuosas, que no excluían ese peculiar sentido del humor que siempre lo acompañó y del que su hija es superlativamente heredera.
Ante esta falta sin fondo que nos hace, no queda más que repasar una y otra vez el legado literario que nos dejó y recordarlo en la sala de su casa, compartiendo con los amigos de su hija que fueron también los de él y en los que estoy segura dejó, como en mí, una huella imborrable.