Ramiro Guerra y las memorias de un antiguo cafetal

Félix Julio Alfonso López
16/12/2020

Numerosos y complicados como son los problemas con que se enfrenta el historiador social,
el más serio, acaso, es el de convenir hasta qué punto resulta posible el imaginarse
y representarse la vida de la comunidad y de los individuos
tal como fue en cada período del pasado. 

Ramiro Guerra

 

 

En 1949, en su Esquema histórico de las letras en Cuba, el periodista José Antonio Fernández de Castro se refirió a Ramiro Guerra (1880-1970) como “el mejor historiador cubano de nuestros días”.[1] Años más tarde Medardo Vitier lo definió como “este hombre admirable, uno de los más valiosos en los primeros cincuenta años de República”.[2] Otro contemporáneo, Raúl Roa, escribió: “Mis primeras meditaciones sobre los problemas económicos y sociales de Cuba se nutrieron a la sombra de los libros, folletos y ensayos de Ramiro Guerra. Viva conservo aún, como una quemadura, la profunda impresión que me produjo la lectura de su obra Azúcar y población en Las Antillas. En un artículo juvenil, henchido de petulante suficiencia, dejé polémica constancia de esa impresión”.[3]

El legado de Ramiro Guerra es trascendental dentro de la historiografía y la cultura cubanas. Fotos: Internet
 

Estas afirmaciones, que pudieran parecer absolutas en un panorama que contaba con nombres del calibre de Fernando Ortiz, Emilio Roig de Leuchsenring, Herminio Portell Vilá, Emeterio Santovenia o Elías Entralgo, debemos leerlas como elogios sinceros que hacían justicia a la ingente obra pedagógica, investigativa, periodística y de divulgación del veterano historiador. Como colofón a sus muchos aportes a la historiografía cubana, quizás de manera tardía, en 1949 se produjo su ingreso a la Academia de la Historia de Cuba, donde disertó sobre el tema: “La Guerra de los Diez Años. Su sentido profundo en la Historia de Cuba. 1868-1878”. Dicho discurso, desde luego, era apenas un fragmento de una obra mayor publicada poco tiempo después.

La producción intelectual de Ramiro Guerra abarcó en lo fundamental dos grandes asuntos: los textos de contenido pedagógico y el ensayo historiográfico. En el primer caso destacan sus trabajos sobre educadores cubanos y su Historia elemental de Cuba para el uso de las escuelas primarias (1928, con reediciones hasta 1964). En el segundo se hallan sus grandes textos de síntesis e interpretación del devenir nacional: Historia de Cuba (1921-1925, 2 tomos), Manual de historia de Cuba (económica, social y política). Desde su descubrimiento hasta 1868, y un apéndice, con la historia contemporánea (1938), y Guerra de los Diez Años, 1868-1878 (1950-1952, 2 tomos). También entre sus libros más trascendentales debe considerarse La expansión territorial de los Estados Unidos a expensas de España y de los países hispanoamericanos (1935). Una zona igualmente valiosa de su vasta obra es la relacionada con los estudios sobre economía cubana, iniciados con Azúcar y población en las Antillas (1927), quizás su ensayo más famoso, con múltiples reediciones, a los que seguirían La industria azucarera de Cuba (1940) y Filosofía de la producción cubana (1944).[4]

Manuel Moreno Fraginals, gran admirador de la obra de Guerra, a quien en repetidas ocasiones llamó “maestro” y fue prologuista de algunos de sus títulos reeditados después de 1959, invitaba a no desatender otra parcela menos conocida de la obra de Ramiro Guerra: aquellos libros que pudieran parecer “menores”, pero cuyos contenidos expresaban una manera diferente de narrar la historia. En esta dirección apuntó:

Para captar exactamente su grandeza, después de pasar por sus serios estudios (…) de la Guerra de los Diez Años, o los tomos cuidadosos de su historia de Cuba, vuelvan siempre a sus escritos periodísticos, frescos, vivos, a veces desgarrantes. Y sobre todo, penetren en dos de sus obras menos mencionadas: Mudos testigos y Por las veredas del pasado. En ellas, la historia es un presente vivo.[5]

En fecha más reciente, en un libro de síntesis sobre la historiografía cubana del siglo XX, Oscar Zanetti se refiere a estos dos títulos del siguiente modo: “Las obras postreras de Ramiro Guerra aportan una imagen renovada de los estudios regionales y locales. Con Mudos testigos (1948) y Por las veredas del pasado (1957) retorna a la tierra de la mano de los recuerdos familiares para entregarnos textos que acusan una singular sensibilidad en el manejo de lo subjetivo, y hasta de lo íntimo, para la reconstrucción del pasado”.[6]

 

Propongo en las páginas que siguen revisitar uno de dichos textos: Mudos testigos. Allí se narran los hechos históricos que se refieren a un antiguo cafetal y los avatares de los ancestros familiares de Ramiro Guerra en un lugar específico de la geografía rural habanera: el antiguo cafetal Jesús Nazareno, situado entre las poblaciones de Batabanó y Alquízar. Mudos testigos. Crónica del excafetal Jesús Nazareno se publicó originalmente en 1948, con ilustraciones de Enrique Caravia y portada a cargo de Mariano Miguel. En 1974 se hizo una reedición con palabras introductorias de Moreno Fraginals, quien planteaba:

Este libro ha adquirido hoy una importancia fundamental en la historiografía cubana, no por los modestos objetivos perseguidos por el autor, sino porque el tema le creció entre las manos y en prodigiosas asociaciones terminó escribiendo algo mucho más trascendente que el recuerdo  familiar: un aspecto completo de la historia agraria cubana. (…) Libro increíble para quien sepa leerlo, que entregará a unos lo pintoresco y anecdótico, y ofrecerá a quien de veras lo estudie la trágica radiografía agraria cubana.[7]

Llevado por su desbordado entusiasmo con esta labor, Moreno no vacila en calificarla como “una de las poquísimas obras maestras de la historiografía cubana”,[8] y deplora que en el momento de su publicación la recepción crítica del libro haya sido escasa, con la excepción, dice Moreno, de “un malintencionado artículo de Jorge Mañach, quien indudablemente se asustó con el contenido visceral de la obra”.[9] Al parecer, esta última afirmación no es exacta, pues en la revista habanera Carteles apareció otra reseña titulada “Los libros por dentro. Historia, categoría y anécdota de Mudos testigos”, de Gerardo Álvarez Gallego.[10]

Lo cierto es que el libro fue leído y sirvió a todos los que escribieron sobre la infancia y formación de la personalidad de Ramiro Guerra. En un extenso reportaje dedicado a su figura, publicado en Bohemia por Loló de la Torrente en 1963 —donde, por cierto, aparece una excelente fotografía del anciano historiador acariciando a su gato siamés—, la escritora apunta:

Él mismo, en animada crónica —Mudos testigos— ha narrado sus experiencias, las causas de la ruina del cafetal cubano, y la infatigable actividad de los hombres de campo, así como la sorpresa, aquella noche clara y resplandeciente de estrellas, en que, tropezando con un solo contén, la compañía tranquilizadora de su padre, oyó entre el monótono chirrido del grillo y el fatídico graznar de la lechuza, el insólito estampido de fuertes descargas anunciadoras de un secuestro o la persecución de Manuel García.[11]

Poco después de su fallecimiento en octubre de 1970, el escritor Fernando G. Campoamor escribió en una afectuosa nota, publicada como obituario en la propia revista Bohemia: Mudos testigos es “un libro bastante desconocido. (…) Nos enseñó a conocerle en persona. [Es] su obra más lírica y, por biográfica, más íntima”.[12]

Como ha quedado expresado en los comentarios anteriores, Mudos testigos, cuyo título es una metáfora de los árboles centenarios que rodeaban el antiguo cafetal, es un relato que contiene dos niveles narrativos: uno es el de la historia del cafetal Jesús Nazareno, su origen, esplendor y posterior crisis y agotamiento, hasta desaparecer como finca productora de café; y el otro es el de la vida de los hombres que trabajaron en dicha plantación —señaladamente el abuelo del autor (José Guadalupe Sánchez)— y sus vicisitudes junto a los demás miembros de la familia para subsistir y perdurar en una propiedad venida a menos. Es un libro que articula también diversos géneros: la historia económica (específicamente agraria), la memoria familiar, la historia social, el costumbrismo, el relato folclórico y hasta una antropología de la pobreza. Hay una voluntad de estilo en el autor de entregar una pieza que por momentos alcanza vuelo literario y se aleja del tradicional discurso historiográfico. 

 Su Manual de Historia de Cuba llamó poderosamente la atención por el poder de síntesis y la mirada acuciosa del autor.
 

En la edición príncipe de 1948 las primeras cien páginas están dedicadas a contar la historia de la propiedad y sus sucesivos dueños, con el mayor protagonismo para el aristocrático y absentista don Agustín Valdés y Pedroso, conde de San Esteban de Cañongo, quien fomentó el cafetal a inicios del siglo XIX y lo poseyó como una suerte de “feudo rural” hasta su muerte. Los veinte años en que la finca fue propiedad del conde se corresponden con el inicio de la producción de café en Cuba para la exportación al mercado mundial, aunque en palabras de Guerra, el noble habanero era dueño de varios negocios agrícolas y “Jesús Nazareno” no parece haber sido su mejor inversión, al contrario: “No parece probable que en vida de don Agustín JESÚS NAZARENO (sic) llegase a ser una fuente de considerables ingresos para su propietario. Quizás no llegó a producirle ni siquiera beneficios dignos de ser tomados en consideración. Más bien parece que en balance total de las dos décadas (1801-1821), el fundador no recuperase el capital de inversión y el cafetal fuera una carga para él”.[13]

Hasta aquí, el relato de Guerra intercala la impronta del conde y sus sucesores en el cafetal, al mismo tiempo que hace una historia de las transformaciones políticas y económicas de la colonia, en donde la producción de café tuvo períodos de gran prosperidad alternando con otros de crisis, hasta que finalmente diversas causas de orden financiero, comercial y naturales, hundieron el negocio cafetalero y la finca que pasó a manos del abuelo de Guerra era un cafetal demolido:

[El cafetal entraba] en una nueva, estrecha y trabajosa vida. En esta no sería ya, como lo había sido desde 1801, tierra cultivada con el sudor y la sangre del esclavo, con fines de lucro exclusivamente del propietario. Iba a servir de asiento a familias dedicadas a la labranza de la buena tierra de JESÚS NAZARENO (sic), con el propio trabajo personal, para asegurarse el necesario sustento y demás medios de vida y criar los hijos, generaciones tras generaciones.[14]

En el transcurso del libro están recogidos minuciosamente múltiples detalles de la vida cotidiana, llena de sobresaltos, privaciones y temores de esta familia campesina, y de otras que vivían en colindancia, así como de las redes de parentesco y solidaridad familiar que se trenzaban entre ellas, para resistir los avatares de la existencia. En este sentido, el historiador apunta que se trataba de “una extensa comunidad familiar. Constituía un pequeño clan o falansterio bajo la jefatura moral de don Guadalupe y doña Antoñica”.[15] Todos se ayudaban entre sí, se visitaban con frecuencia y se socorrían en casos graves. Era bastante usual la reciprocidad en servicios diversos (préstamos de animales, semillas y enseres), así como la concertación de trabajos colectivos, en caso de que se demandara de numerosa fuerza de trabajo en favor de alguien, quien “obsequiaba a los presentes y amigos con un almuerzo en el que el plato obligado era el lechón asado”.[16]

Un dato muy revelador de los comportamientos en este conglomerado humano es el interés del padre de familia en que sus hijos, hijastros y ahijados aprendieran a leer y escribir para alcanzar un peldaño superior en la escala social. Un caso ejemplar era doña Antonia Loreto, una mujer con afición por la literatura y que contaba como el hecho más sobresaliente de su vida el haber asistido a una reunión del Partido Liberal Autonomista representando la figura de la libertad.

En el caso de Guadalupe, su nivel de vida y el de sus hijos siempre rozó la miseria, agravada por la propia ruina de la finca, que Guerra atribuye, quizás con cierta dosis de candor, no a “la falta de laboriosidad de este, ni al desconocimiento de las labores agrícolas, o al mal manejo o despilfarro de sus limitados intereses pecuniarios. Don Guadalupe fue un hombre sencillo y llevó una vida muy modesta; no tenía ninguna clase de vicios y trabajó siempre con tesón, enteramente consagrado al sostén de su familia. Perdió su propiedad porque no podía dejar de perderla en las condiciones en que vivió, dada su falta de aptitud mercantil”.[17]

La obra de Ramiro Guerra ha sido reeditada y traducida en varios idiomas.
 

A partir de finales de la década de 1870 se introduce en el antiguo cafetal el apellido Guerra, antepasados del autor del libro, cuya genealogía aparece reconstruida con precisión hasta llegar a sus padres José Dolores Guerra y doña Josefa Sánchez. Emergen dentro de este relato subtramas que subrayan diferentes anécdotas de dicha familia, como cuando enfrentaron al bandolero rural, devenido mambí, Carlos García, un hombre que debió ejercer cierta fascinación, al tiempo que temor, entre los lugareños, y del cual se hace luego un extenso relato de sus aventuras, primero como hombre fuera de la ley y luego como soldado del Ejército Libertador. Otros personajes pintorescos que pueblan estas páginas pueden resumirse en la figura de “Chichí”, un campesino iletrado con dotes para la improvisación y la imitación de voces, lo que lo convertía en una especie de gracioso del barrio, cuya función era distraer, hacer reír y eventualmente ser “cronista de todos los sucesos del cuartón”.[18]

Hay un capítulo de gran interés que reconstruye el servicio de vigilancia colonial en los campos, conocido como Guardia Civil, quienes se enfocaban principalmente en la represión de las actividades de bandoleros y cuatreros, aunque también tomaban cuenta de otras personas sospechosas o desafectas, que eran sometidas por ellos a crueles castigos como los azotes con un látigo de piel de manatí. En palabras de Guerra: “La utilidad del servicio de vigilancia y represión prestado por la Guardia Civil era reconocida por Guadalupe y los demás vecinos. No obstante, la institución era mirada con desconfianza y antipatía, sin ofrecérsele el concurso indispensable para llenar cumplidamente sus funciones. La cooperación del hombre de campo tampoco era solicitada por los guardias, sino excepcionalmente. Dábanle la preferencia al soborno, a la traición y al espionaje”.[19]

La última sección del libro narra, como en las novelas de suspenso, un hecho inesperado. El azar quiso que dos miembros de la familia Guerra-Sánchez fueran beneficiados con el premio de la lotería, en una cantidad suficiente como para devolver a su antiguo dueño la propiedad de la finca y garantizar su permanencia en manos de la familia. Finaliza la obra con un apartado que refiere la incorporación de uno de los miembros de la familia Guerra-Sánchez, llamado Pastor (hermano mayor de Ramiro), a la tropa invasora de Máximo Gómez, en su paso hacia Occidente el 4 de enero de 1896. Este hecho engrandeció no solamente al recién incorporado, sino que formó parte de los timbres de gloria de la saga familiar.

Los sucesos relacionados con la guerra de 1895 tendrán un mayor desarrollo en un libro posterior, Por las veredas del pasado. Finalizada la contienda, el excafetal Jesús Nazareno quedó completamente destruido, y fue Pastor, junto a su esposa, el encargado de restituir la casa de vivienda y fomentar nuevamente la finca. Las palabras finales del libro son precisamente un homenaje a quienes permanecieron en aquella hacienda, devenida santuario familiar: “En cuanto a Pastor, allí está todavía, en el viejo predio remozado, cultivando hasta la última parcela, con nueva arboleda en crecimiento y casa de tabla y teja, con piso de cemento, muy cerca del lugar ocupado por la antigua casona. (…) La tierra, la buena tierra del barrio retiene a otros. Retendrá, seguramente, hijos, nietos y biznietos sin término. Las generaciones pasan, ella queda. Y con la tierra, los cielos también”.[20]

Notas:
 
[1] José Antonio Fernández de Castro: Esquema histórico de las letras en Cuba (1548-1902), La Habana, Publicaciones del Departamento de Intercambio Cultural de la Universidad de La Habana, [1949], p. 113.
[2] Medardo Vitier: “Ramiro Guerra evoca”, Valoraciones (I), Universidad Central de Las Villas, Departamento de Relaciones Culturales, 1960, p. 436.
[3]El Mundo, La Habana, 22 de agosto de 1950. El articulo a que se refiere Roa es “El libro de hoy. Azúcar y población en las Antillas, de Ramiro Guerra”, en Diario de la Marina, La Habana, 18 de diciembre de 1927.
[4] Para una aproximación a la producción intelectual de Ramiro Guerra véase: Araceli García Carranza: “Breve biobibliografía del Dr. Ramiro Guerra”, Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, tercera época, no. 1, La Habana, enero-abril de 1972, pp. 141-200.
[5] Manuel Moreno Fraginals: “Presentación” [1970], en Ramiro Guerra: Azúcar y población en las Antillas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1976.
[6] Oscar Zanetti: Isla en la historia. La historiografía de Cuba en el siglo XX, Ediciones Unión, La Habana, 2005, p. 33.
[7] Manuel Moreno Fraginals: “En torno a este libro”, en Ramiro Guerra: Mudos testigos. Crónica del excafetal Jesús Nazareno, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974, p. 8.
[8] Ídem, p. 11.
[9] Ibídem.
[10] Gerardo Álvarez Gallego: “Los libros por dentro. Historia, categoría y anécdota de Mudos testigos”, Carteles, La Habana, 1 de agosto de 1941, pp. 26-27.
[11] Loló de la Torriente: “Ramiro Guerra y Sánchez”, Bohemia, año 55, La Habana, 10 de mayo de 1963, p. 61. 
[12] Fernando G. Campoamor: “La gloria de Don Ramiro”, Bohemia, año 62, 6 de noviembre de 1970, p. 56.
[13] Ramiro Guerra: Mudos testigos. Crónica del excafetal Jesús Nazareno, Editorial Lex, La Habana, 1948, p. 72.
[14] Ídem, p. 96.
[15] Ídem, p. 122.
[16] Ídem, p. 161.
[17] Ídem, p. 116.
[18] Ídem, p. 144.
[19] Ídem, p. 168.
[20] Ídem, p. 250.
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