Ramiro Guerra y Eduardo Rivero. Devoción

Reinaldo Cedeño Pineda
3/5/2019

Asistí a sus ensayos, a sus estrenos. Lo vi coser vestuarios para sus bailarines. Desde su casa, en las alturas de la Avenida Victoriano Garzón en Santiago de Cuba, vi asomarse el vapor de las calles, el hormigueo de una ciudad. Conocí a su familia. Eduardo Rivero Walker (1936-2012) fue mi amigo. La danza, naturalmente, era centro de nuestras conversaciones.

En la memoria de la cultura cubana está el filme Historia de un ballet (1962, José Massip), que inmortaliza la obra Suite Yoruba de Ramiro Guerra. El brazo filoso movido por un huracán, es el Oggún de Eduardo Rivero. El Shangó lo corporiza Santiago Alfonso. ¡Qué elenco aquel!

Suite Yoruba de Ramiro Guerra, protagonizada por Eduardo Rivero y Santiago Alfonso,
en el filme Historia de un Ballet. Foto: Cortesía del autor

 

Autor de creaciones coreográficas, ya clásicas en el universo cubano (y más allá)  como Súlkary y Okantomí, un artista en toda la extensión de la palabra, Eduardo Rivero nunca se cansó de comentarme sobre su maestro, Ramiro Guerra (1922-2019). Nunca lo olvidó.  Cuando hablaba con él, un sobrecogimiento, una devoción inundaba el aire. Jamás tuvo a menos confesármelo.

En el 1959, me encontré por primera vez con el maestro Ramiro Guerra. Tenía un programa de televisión donde hacía cosas de danza realmente muy interesantes. Era lo que a mí me hubiera gustado hacer, sin soñar jamás que podía hacerlo. No tuve una audición como tal, pero él quedó complacido y me dijo que me quedaría dentro del elenco del programa. Sabiamente tomó mi nombre y mi dirección, pero a la semana siguiente me viene una invitación para el Cabaret Venecia de Santa Clara y yo me voy porque en aquel momento, ¡80 pesos semanales era una fortuna!

Justamente, allí llegó el telegrama que el propio Ramiro Guerra le había enviado a su casa para que integrara el Departamento de Danza del Teatro Nacional de Cuba, luego Danza Nacional de Cuba, Danza Contemporánea. El 18 de febrero de 1960, con coreografía de Ramiro Guerra y música de Amadeo Roldan, Eduardo Rivero hace su primer protagónico.

La obra Mulato era una especie de Cecilia Valdés a la inversa. Fue una de las primeras obras de la compañía y marcó las coreografías de Ramiro. Fueron los años de Mambí, del propio Guerra; de La vida de las abejas y Estudio de las aguas, de Doris Humphrey y montadas por Lorna Burdsall. También de Concerto Grosso. Ya no sólo se trataba de mi maestro, sino de uno mismo como artista, interpretando el lirismo de otro coreógrafo. Creo que Ramiro define su estilo danzario con Chacona en 1966.

Era de una disciplina férrea, rígida, a veces cruel. Yo no lo comprendía al principio, como joven al fin. A veces me preguntaba si la ‘tenía cogida conmigo’, pero con el tiempo me di cuenta que lo hacía como parte de mi proceso de formación. Cuando logré entender todo eso, Ramiro fue mi Dios y lo será siempre. Tuvo que soportar decisiones injustas, pero siempre fue grande. Lo respeto muchísimo.

Eduardo Rivero una imagen antológica como el Ogún de Suite Yoruba. Foto: Internet
 

Lo escuchó en silencio, en suspenso. Ni siquiera su esposa Xiomara, se atreve a interrumpir la evocación. Aguarda a la distancia, con el té listo.

Él es todo en la danza: mi maestro, mi guía. Fue mi formador como intelectual, no solo en la danza, sino también en la historia, la apreciación de la pintura, la formación integral como bailarín. Formó mi conciencia artística.

En materia coreográfica, Ramiro me enseñó que, a partir de un sólido dominio del tema, hay que tratar de saberlo todo, la historia, el ambiente, el carácter. Me enseñó que solo después de ese conocimiento se puede improvisar ampliamente, y entonces decidir si empiezas en el suelo, en el espacio o en la barra.

Hay que saber con qué comienzas, cuál es el desarrollo y cómo vas a terminar. Me enseñó a impartir clases. Él también me inculcó la paciencia que debe tener un maestro y la disciplina consigo mismo, porque si no se tiene primero para uno, no es posible exigirla a los demás.

Y, té por medio, Eduardo me muestra libros y fotos, como ajuste a la memoria; aquellas que hablan de sus viajes por medio mundo, de sus descubrimientos de las pinturas rupestres, de los objetos sagrados del reino de Dahomey, de los asientos ceremoniales; de la manera en que siguió los consejos de su maestro hasta alcanzar su propia línea.

La vida me premió. Estuve cerca de aquella llamada que Eduardo Rivero hizo a su maestro Ramiro Guerra cuando ganara, en el año 2000, el Premio Nacional de Danza, y de la que devolvió Ramiro a Rivero, cuando un año después el galardón recayó en su alumno. Fue un intercambio de espíritus que siguió a través del tiempo, que entregó a la danza cubana una vibra y una dimensión infinita.