Nadie ignora que Rafael Lam, ese mestizo achinado de edad indefinida y paso ligero, es desde hace varias décadas uno de los más prolíficos y entusiastas divulgadores de la historia de la canción cubana, sobre todo de aquella que solemos catalogar bajo la etiqueta de “música popular”. En un país donde la música forma parte del proceso de surgimiento de la nacionalidad y de las luchas por alcanzar la identidad como nación, la tradición musicográfica es muy numerosa y de gran calidad. Baste decir aquí que en aquella monumental empresa intelectual que fue la Historia de la nación cubana, publicada hace setenta años, los capítulos dedicados a explicar el devenir musical de Cuba fueron encargados nada menos que al gran pianista y compositor Gonzalo Roig. Nombres fundamentales de nuestra cultura como Fernando Ortiz, Alejo Carpentier, Samuel Feijóo, Argeliers León, María Teresa Linares, Zoila Lapique, Leonardo Acosta, Helio Orovio o Radamés Giro, han dedicado libros magníficos a explicar lo que pudiéramos llamar la “banda sonora” del pueblo cubano.
“En un país donde la música forma parte del proceso de surgimiento de la nacionalidad y de las luchas por alcanzar la identidad como nación, la tradición musicográfica es muy numerosa y de gran calidad”.
Rafael Lam se siente heredero y continuador, desde sus intereses investigativos específicos, de ese formidable legado y lo ha plasmado en numerosos proyectos editoriales, entre los que se cuentan libros dedicados a instituciones de gran arraigo en el imaginario insular y allende sus fronteras, como pueden ser el Cabaret Tropicana o la Bodeguita del Medio. Asimismo, ha indagado en la biografía de algunos de los más grandes músicos populares de Cuba, como son los casos de Benny Moré o Juan Formell, y ha inventariado la genealogía del son cubano a través de un libro intitulado Buena Vista Social Club y el son cubano, que es en realidad una pequeña enciclopedia del mencionado ritmo, con preciosos y amenos comentarios.
Uno de sus compendios más ambiciosos, y también mejor editados, es el titulado La Habana bohemia, una intensa cartografía musical de la capital cubana, contada y cantada en las letras de sus trovadores errantes, la farándula ambulante de los cabarets y night clubs, sus lugares de baile, carnavales, teatros, centros nocturnos, cafés, bares, sociedades de instrucción y recreo, hoteles, casinos, barrios y esquinas famosas de la ciudad más melodiosa de las Antillas. En el prólogo a este vademécum sinfónico, Lam declara cuál es su estilo como cronista sonoro: “Mi cultura es como la del arroz frito: una síntesis de sabores (…) mis libros están hechos para los presidentes y los intelectuales, igualmente para la gente callejera, de a pie, los que limpian las calles y trabajan a diario para que nosotros podamos comer un pedazo de pan”.
“Mi cultura es como la del arroz frito: una síntesis de sabores”, decía Rafael Lam.
El libro Historia de famosas canciones cubanas, sigue la línea del inventario cultural que hemos reseñado antes, y se añade a un tomo de similar propósito, dedicado a los cantantes e intérpretes cubanos más notorios. El objetivo de Lam es taxonómico, jerarquizador y erudito, aunque esta erudición no sea mayormente libresca, y se nutra intensamente de la tradición oral y el discurso de la memoria. Es más común en la narrativa de Lam el testimonio de que alguien, generalmente bien informado, le contó la historia, que la nota al pie de un libro o la cita de una revista especializada. Eso le ofrece al lector ese tono cálido y conversacional de su prosa, que tiene mucho de la sabiduría y la gracia del pueblo. Quizás algunos críticos vean en esto ligereza o superficialidad, pero quienes conocen a Rafael Lam saben que es un acucioso investigador y que sus fuentes primarias son de probada calidad. Otro resultado evidente de este modo de narrar es la agilidad, la claridad y el poder de síntesis, que hacen de su lectura una experiencia estética agradable y sensible al mismo tiempo.
El contenido de este libro no puede ser más ambicioso y su consecuencia es no menos insaciable. Se trata de un espléndido archivo personal de aquellas melodías que, a juicio de su autor, han dejado una huella perdurable, un recuerdo indeleble en las sucesivas generaciones de cubanos, y en cuya producción intervienen circunstancias tan azarosas y conjeturales como pueden ser un hecho patriótico, una razón económica, un pregón de barrio, una delicia gastronómica o una contrariedad amorosa. Más importante que el texto mismo de la canción —que en la mayoría de los casos son archiconocidas y archifamosas— interesa aquí contar la leyenda de su composición, los grandiosos o minúsculos avatares de su hechura, las hendiduras de su origen, en una palabra, la microhistoria de esas melodías que han logrado trascender la prueba del tiempo y llegan hasta nosotros como epítomes de honda cubanía.
Entre varios ejemplos memorables que aparecen a lo largo de este libro, Rafael Lam nos ofrece las diferentes versiones que explican el origen del son pregón de Moisés Simons El Manisero, inmortalizado por la voz excelsa de Rita Montaner, La Única. La anécdota del humilde vendedor de maní adquiere ribetes legendarios y su génesis se pierde entre numerosas versiones, contradictorias entre sí, que van desde la inspiración espontánea en un café de dirección incierta, y la melodía plasmada sobre una servilleta, hasta las rocambolescas fábulas que involucran a Alejo Carpentier o la propia Rita Montaner. Menos espectacular, pero igualmente maravilloso, fue el contrapunteo que estableció Néstor Milí con una vendedora ambulante de hierbas medicinales, mientras se pelaba en una barbería frente al parque Trillo, de donde salió el antológico pregón El yerbero moderno.
Una canción que es un símbolo de Cuba, La Guantanamera de Joseíto Fernández, es analizada desde sus orígenes, como banda sonora radial de la crónica roja de los años 40, hasta su conversión en música de contenido social al incorporársele los versos de José Martí, iniciativa que le pertenece al músico español Julián Orbón, luego popularizada internacionalmente por el trovador estadounidense Pete Seeger. No oculta Lam en este pasaje el conflicto alrededor de esta y otras canciones, secuestradas por oscuros intereses crematísticos, y reivindica el pleno derecho del pueblo de Cuba como su verdadero y legítimo propietario.
Dentro de la música campesina con fusión de elementos afrocubanos, es muy interesante el relato de cómo se originó la tonada A Santa Bárbara de Celina González y Reutilio Domínguez, motivada por la visión mística de la mencionada deidad en la joven Celina, durante una interminable noche de insomnio habanero. A esa meditación religiosa y contemplativa, le siguió la repentina popularidad causada por la inesperada salida al aire de su primer ensayo en Radio Cadena Suaritos, lo cual provocó una avalancha de llamadas telefónicas a la emisora pidiendo la repetición del número.
Entre los textos trovadorescos criollos dedicados a mujeres, quizás ninguno tenga el encanto de la célebre Longina, del gran Manuel Corona. En este caso, Lam narra con detalle el origen de la canción en el pedido del comandante del ejército libertador Armando André al músico para halagar a su novia, la exuberante mujer de piel negra Longina O’Farrill. Hubiera sido interesante añadir a lo contado en este anecdotario dos vicisitudes de sus protagonistas: Longina había sido la nodriza de los niños Nicanor y Cecilio McPartland, hijos naturales del sastre dominicano Nicanor Mella con la irlandesa Cecilia McPartland. Y el hecho, también notable, de que Armando André fue la primera víctima de asesinato político de la dictadura de Gerardo Machado, ejecutado el 25 de agosto de 1925 en la entrada de su casa en la calle Concordia.
También muy simpática es la historia de la celebérrima Échale salsita, del gran sonero Ignacio Piñeiro, pieza inspirada por las muy sabrosas butifarras que cocinaba Guillermo Armenteros, alias El Congo, en Catalina de Güines. El citado Congo era pariente de Benny Moré, a quien ayudó cuando este decidió mudarse para La Habana, y al mismo tiempo hacía las delicias del Septeto de Piñeiro con sus estupendas y económicas butifarras con pan, hechas de manera rústica con un aliño o salsa especial, que constituía el secreto del manjar. Los musicólogos Helio Orovio y Cristóbal Díaz Ayala han sugerido en la letra de esta canción una connotación drolática, típica del doble sentido de la picaresca criolla.
“Estamos en presencia de un libro entrañable, hecho del acervo de canciones inolvidables que han acompañado los avatares existenciales, desengaños amorosos y esperanzas vitales de millones de cubanos, en la Isla o también fuera de sus fronteras”.
En otros casos, la anécdota que sirve de inspiración al autor de la canción es más conocida por los amantes de la música cubana, tal es el caso del son por antonomasia de Miguel Matamoros Lágrimas negras; del bolero Nosotros de Pedro Junco; Dos gardenias de Isolina Carrillo; La vida es un sueño de Arsenio Rodríguez o Veinte años de María Teresa Vera, generalmente asociadas a amores secretos y despechados o a situaciones trágicas en la vida de sus compositores. Dos números antológicos del repertorio del chachachá: La engañadora, de Enrique Jorrín y El bodeguero, de Richard Egües, aparecen sucintamente explicados y encuentran un punto de afinidad común en las muy musicales bodegas habaneras de los años 50.
Se podrá argumentar que faltan aquí varias piezas antológicas del cancionero cubano, como La tarde y Perla marina, del sublime Sindo Garay, o Son de la loma y Reclamo místico, del Trío Matamoros. En el caso de la Nueva Trova pudieron haberse incluido piezas del calibre de Yolanda, de Pablo Milanés; Ojalá, de Silvio Rodríguez; Para una imaginaria María del Carmen de Noel Nicola; Créeme de Vicente Feliú; Girón, la victoria de Sara González y en las promociones más recientes las muy notables Para Bárbara de Santiago Feliú o Con la adarga al brazo de Frank Delgado. Pero no es menos cierto que entonces este cancionero hubiera necesitado varios tomos para recoger toda la riqueza antológica de nuestra música.
Se agradece, en cambio, la inclusión de una sección dedicada a piezas que cantan a las bellezas y glorias de La Habana; las que tienen como argumento los hechos sociales y políticos de nuestra historia épica (El himno de Bayamo de Pedro Figueredo; La Bayamesa de Carlos Manuel de Céspedes, José Fornaris y Francisco Castillo Moreno; El Himno Invasor de Enrique Loynaz del Castillo; El mambí de Luis Casas Romero; La marcha del 26 de julio de Agustín Díaz Cartaya; La Lupe de Juan Almeida y Hasta siempre comandante de Carlos Puebla), o aquellos grandes éxitos de la música popular bailable de los últimos decenios, con nombres y letras tan influyentes como los de Juan Formell, José Luis Cortés, Cándido Fabré, Adalberto Álvarez, Pablo Fernández Gallo o David Calzado.
Estamos en presencia de un libro entrañable, hecho del acervo de canciones inolvidables que han acompañado los avatares existenciales, desengaños amorosos y esperanzas vitales de millones de cubanos, en la Isla o también fuera de sus fronteras. Historia de famosas canciones cubanas es un texto representativo, plural y sincero, bordado con la pasión y el profundo conocimiento de su autor sobre la música cubana de todas las épocas, esa que no cesa de conmovernos el corazón, estremecernos el cuerpo e iluminarnos el alma.