Rafael, la francesa y los títeres
13/4/2017
Los recuerdos son un retrato afectivo o desastroso sobre el tiempo ido. La bruma se torna más o menos espesa en tanto esas remembranzas sean algo verdaderamente importante para quien evoca, repasa o añora los instantes de una vida que ya fue.
Mi niñez, además de la familia, la escuela, el barrio y los títeres en Santiago de Cuba, era ir de vacaciones a La Habana en el mes de agosto. Rafael Taquechel Hernández, el único hermano varón de mi madre, vivía en la capital, y digo vivía porque acaba de fallecer el 9 de abril pasado. Estaba casado, por esos años de mi infancia, con una francesa hermosa e inteligente que se llama María Poumier. Fue ella quien me puso el primer muñeco en la mano, una figura hecha de retazos de Cuba y de Francia con la que jugué hasta que no sirvió para más nada.
Rafael Taquechel. Foto: Cortesía del autor
Llegar a la casa de mi tío era entrar en un mundo de arte, donde la literatura, la plástica y la música llevaban la voz cantante. Pinturas y dibujos de Leonel López-Nussa, Arístides Fernández, Carlos Enríquez, Wifredo Lam, entre otros pintores nacionales, convivían en las paredes de su apartamento en El Vedado. También estaban los libros de Carpentier, Lezama, Guillén, discos de Nina Simone, Janis Joplin, Duke Ellington… más la presencia asidua de amigos como Helio Orovio o Leonardo Acosta, hablando a la par de cultura, política y mujeres.
Tal vez mis primos, que también viajaban conmigo en el verano, se fijaban en otros lugares de la casa; a mí el que más me fascinaba era la biblioteca ubicada en el último cuarto, donde había ejemplares de libros nuevos y viejos, cerámicas, fotos, amuletos del mundo, trabajos de opinión en proceso, tanto de María, una estudiosa de la estética y de lo cubano en general, como de mi tío, escudriñador de la vida de los artistas, yendo desde los laberintos intrincados del alma hasta los trazos reveladores de sus obras. Junto a todo lo atractivo que residía allí, siempre había olor a gas. Esté yo donde esté, el olor a gas me recuerda irremediablemente La Habana.
Muy cerca de la casa de mi tío, apenas a unas cuadras, está el Teatro Nacional de Guiñol, hermano mayor del guiñol santiaguero que se ubica en la calle donde de niño vivía yo en Santiago de Cuba. Títeres en la urbe capitalina y en la villa de Oriente. Solo una vez le escuché hablar de los Camejo y Carril de forma estremecida, pero no entendí su comentario en ese momento.
El tío de La Habana siguió con su vida bohemia e intelectual, salpicada de ron, damas bellas, a veces famosas, melodías añejas y modernas, socios de campañas vitales a favor de la alegría de existir, además de su trabajo en la televisión cubana. Yo crecí e hice mis estudios como actor en el Instituto Superior de Arte de La Habana. Nos veíamos de vez en vez, sin mucha frecuencia. Entre los jóvenes y los mayores hay siempre una etapa de desencuentro, que más tarde o más temprano se equilibra si el sentimiento familiar prevalece por encima de criterios y pareceres. Ni yo sabía que éramos tan parecidos en materia de arte, ni él intuyó que iba a sentir orgullo por mis conquistas teatrales en el universo de los muñecos.
No hubo función de Teatro de Las Estaciones en la capital de todos los cubanos, en la que no estuviera mi tío aplaudiendo, dándome consejos de viejo lobo de la cultura. Le agradezco ambas cosas eternamente. Pero lo más hermoso para mí fue sentir su vibración por el arte, a través de la manifestación a la que he consagrado mi vida. Llevaba amigos y amigas al teatro para ver los espectáculos del sobrino de Matanzas, el hijo de Silvia, nieto de Juan y Ana, sus padres adorados. Los primeros títeres que animé, además del que me hizo la tía María, fueron para su hijo Juan Taquechel Poumier, un niño bello y cándido que se encantaba con las canciones e inventos que luego serían el sentido de mi vida.
Voy a extrañar sus sugerencias y atenciones, la aparición de su figura grácil, aun en la tercera edad, sus comentarios picantes sobre las muchachas, adultas o jóvenes de mi compañía teatral; pero sobre todo, su amor por Cuba y su cultura variopinta. Fue ese el mayor legado que recibí de él en vida: un paseo por los vericuetos históricos, intelectuales y humanos de lo mejor de nuestra Isla.
El olor a gas pervive en La Habana, también el recuerdo de la sonrisa optimista de mi tío. Lo demás es memoria, un dolor agudo e inexplicable en el corazón y la imagen de mi cabecita de infante, mirando desde el balcón de su apartamento en El Vedado hacia el Edificio Focsa, en cuyo sótano se encuentra todavía el Teatro Nacional de Guiñol.