Escribo estas líneas solo después de que pasaron varios días porque, aun cuando sabía del estado muy delicado de su salud, la pérdida de Radamés Giro ha sido de enorme impacto afectivo para sus amistades.
Fue en la primavera de 1988 que lo conocí al solicitarle el empleo como editora en la redacción de arte fundada por él en la Editorial Letras Cubanas, cuando el Instituto Cubano del Libro se hallaba en la majestuosa edificación del Palacio del Segundo Cabo, institución donde trabajé bajo su dirección durante más de una década.
Como una editora más que integró su equipo de trabajo hace veinte años, pudiera contar diversas anécdotas, pero sé que solo haría extenso este sucinto tributo que apenas alcanza a reflejar la trascendencia de la personalidad de Radamés Giro para nuestra cultura editorial.
Si bien su principal contribución es, como sabemos, esa obra grandiosa que es su Diccionario enciclopédico de la música en Cuba en cuatro tomos, que realizó, como decía, fuera de sus horarios de trabajo y durante años de laboriosa investigación, no menos relevante fueron las fructíferas décadas que dedicó a la labor directiva editorial mediante la cual contribuyó con más de un centenar de libros a la bibliografía cubana, no solo respecto a la música, sino también a otras manifestaciones artísticas.
Cuando conocí a Radamés Giro, ya era un editor experimentado. Había supervisado la traducción y la edición del Oxford Dictionary of Music (1973), así como trabajado en las editoriales Pueblo y Educación, en Arte y Literatura, para luego pasar a Letras Cubanas, donde muchos años después se jubilaría con el Premio Nacional de Edición (2001), entre otros relevantes reconocimientos que obtuvo en Cuba.
Mas solo quiero comentar lo que significó ser su subordinada en aquel pequeño equipo de la redacción de arte, toda una enseñanza no formal y reveladora a la vez sobre la ética y el concepto del editor, desde la nobleza de ese oficio.
Un magisterio que Radamés Giro nunca desarrolló en un salón, ni en un aula, mas enseñanza lúcida, como, por ejemplo, cuando nos hablaba de algún tema profesional, ya fuera cuando íbamos a entregar un título en proceso, nos reuniéramos en la redacción, coincidiéramos en la parada de la guagua o pasáramos por la Plaza de Armas de hace tres décadas, colmada de libreros que mostraban los títulos en sus estanterías con aquellas viejas ediciones que Radamés solía buscar, con ese disfrute que solo un bibliófilo puede mostrar.
Ahora quiero mencionar cierto momento dramático para el país, cuando se produjo la etapa más crítica del sector editorial en el Periodo Especial. En aquel momento, ante la reducción severa de las producciones, dada la limitación de importaciones provenientes del antiguo campo socialista, debimos enfrentar niveles muy bajos de producción que, poco a poco, luego mejorarían hacia el segundo lustro de los noventa, a lo largo de un proceso de reajustes.
Mas solo quiero comentar lo que significó ser su subordinada en aquel pequeño equipo de la redacción de arte, toda una enseñanza no formal y reveladora a la vez sobre la ética y el concepto del editor, desde la nobleza de ese oficio.
Ya para entonces Radamés Giro había formado una Redacción de Arte, creado un estilo de dirección bajo el que nos formó a nosotras, sus especialistas, y había proyectado todas las colecciones. Asimismo vale recordar que nos había organizado el trabajo de modo especializado por manifestaciones: Dulcila Cañizares (música), Silvana Garriga (danza y ballet), Georgina Pérez (arquitectura) y en mi caso (artes visuales).
Mas, en aquel contexto extremadamente difícil de los noventa en Cuba, ¿qué podíamos hacer desde nuestra pequeña redacción?
Como aprecié mucho tiempo después, Radamés era un luchador a contracorriente y con todas sus letras —los que le conocieron bien, saben a lo que me refiero—. Entonces revirtió, con una táctica tan inteligente como estratégica, el trabajo al agudizarse las dificultades: implicó a sus editoras en un estudio de gestión editorial para cuando llegara la recuperación. Además, obtuvo de la dirección editorial la autorización para que invirtiéramos el tiempo necesario en la investigación. Igualmente nos pidió que siguiéramos trabajando en la interrelación institucional, sin dejar de considerar el perfil investigativo, comunicativo y “creativo”, como solía decir, de un editor de artes.
Todo ello partía no solo de “su experiencia”, sino, sobre todo, de su cosmovisión. Esta incluía presupuestos definidos como desarrollar un pensamiento editorial, estimular la creación según las capacidades de sus editoras, que reconociéramos los sedimentos, la historia del libro en Cuba y los aportes de grandes editores como Federico Álvarez, Rolando Rodríguez, entre otros. No menos importante era el consultar, si era necesario, con nuestros referentes vivos (por ejemplo, Graziella Pogolotti, Aracely García-Carranza, entre otras personalidades a las que recuerdo me solía encaminar), que no descuidáramos la relación con los libreros y mantenernos enterados de las ventas de nuestros títulos.
Son inolvidables aquellos conceptos que aprendí de él cuando me explicaba que depende de la audacia, de una relación de calidad con las instituciones y los autores, del cuidado del trabajo de mesa (redacción), y de convertir el plan editorial en un debate sobre los títulos a manera de “escuela”, el resultado final de la redacción. Sin dejar, paralelamente, de profundizar sobre nuestra disciplina (en mi caso la historia del arte), porque todo eso, al final, es lo que permite que un editor tenga el reconocimiento profesional que merece.
Gracias a su visión, contamos con el resultado de aquella producción editorial que hoy vemos a la distancia del tiempo, su valor selectivo e importancia bibliográfica, así como el prestigio de los autores de aquel catálogo. La redacción de arte de la Editorial Letras Cubanas tuvo colecciones como Pintores Cubanos, Cuadernos de Arte, entre otras, que tenían como objetivo fundamental la divulgación y producción a bajo costo en un país que ha sufrido, me atrevería a decir, como ningún otro en el mundo, las dificultades más arduas para producir libros (y en específico sobre esta área temática de las manifestaciones artísticas que es la de mi perfil).
“Para mí lo principal es producir para nuestra cultura, que el vecino de enfrente me comente que está leyendo mi libro, que los estudiantes me consulten sus tesis, y conversar con los músicos del pueblo”.
“La muerte no es verdad cuando se ha cumplido bien la obra de la vida”, siento de veras que es imprescindible citar ahora, con su pérdida física, esa frase martiana.
Un día, hace mucho, le comenté ―confieso que estaba pensando en cómo sería la vida de un autor de la principal enciclopedia de música de su país―, si no sería fantástico que su enciclopedia se publicara internacionalmente en famosas editoriales. Puedo recordar que me respondió con afectuosa seguridad: “Para mí lo principal es producir para nuestra cultura, que el vecino de enfrente me comente que está leyendo mi libro, que los estudiantes me consulten sus tesis, y conversar con los músicos del pueblo”.
Radamés Giro, como con su equipo en aquella lejana etapa de los años duros, siguió siendo un guerrero hasta el final en que, ya a sus ochenta años, debió sufrir adversidades trágicas en su vida familiar y su salud.
Siempre lo recordaré, no solo en la imagen del gran editor que conocí, o en la del musicólogo afamado por su monumental obra, sino como aquel “maestro” de la profesión del editor que durante años me mostró, del mismo modo, la elegancia y la nobleza de su ética irreductible. Extrañaré al amigo con quien, hasta sus días finales, solía compartir mis criterios y angustias sobre nuestra esfera editorial, y no dejaré de llorar su ausencia como aquel editor generoso que me apoyó en mis inicios como autora de libros.
Y, desde luego, sé, todos sabemos, que será permanente su presencia como el intelectual que con modestia se dedicó, con todas sus fuerzas, a lo largo de sus ochenta y dos años, a aportar lo mejor de sí a la cultura cubana.