Confieso que siempre he amado escuchar boleros. Los disfruto y conozco al dedillo algunas de las historias que esconden, sé cuáles han sido o son las mejores versiones de los mismos y hasta he coleccionado algunos de ellos de modo consciente.

Mi relación con el bolero, la trova y el filin, formas musicales cubanas que tienen vasos comunicantes muy profundos y sólidos, no tiene una raíz intelectual o responde a una cuestión de moda o simple actitud esnobista ante la música cubana como ha ocurrido con muchos compatriotas recientemente, ni es fruto de la nostalgia del emigrante que se ha desarraigado y considera a la música de su tierra de origen un bálsamo milagroso para sanar esa herida.

Esa devoción por el género también es fruto de mi relación con compositores, intérpretes, estudiosos y hasta melómanos ocasionales, muchos de los cuales ya no están entre nosotros.

Escucho boleros desde que estaba en el vientre de mi madre. Esa devoción por el género también es fruto de mi relación con compositores, intérpretes, estudiosos y hasta melómanos ocasionales, muchos de los cuales ya no están entre nosotros.

No voy a mentir si digo que los he cantado, con mi poquita y desafinada voz, o que los he recitado alguna vez “mientras he pujado por conquistar el amor o los favores de cierta dama —y aquí cito a don Agustín Lara, autor de la frase— con sus recuerdos y los fantasmas de ese amor que la ronda”. También los he compilado y ofrecido a mis semejantes cuando a pedido del periodista Amado Córdoba, recién refundada la revista Salsa Cubana, me atreví a seleccionar 99 canciones de amor cubanas de todos los tiempos y dejar una página en blanco para que quien compre el libro escriba el nombre de la canción que a su juicio cierra la centena.

En esta larga tarea de aprender a vivir, descubrí y disfruté la relación del bolero con la literatura. Devoré al menos dos veces seguidas la novela Bolero del escritor Lisandro Otero; tuve en mis manos el original del libro El bolero en el Caribe del amigo Helio Orovio —monografía básica para entender el surgimiento y la evolución del género—; tomé, en calidad de préstamo permanente, el libro Cien años de bolero del colombiano Jaime Rico Zalazar, obra monumental y de consulta obligada; la misma suerte corrió el libro En tiempo de boleros del Dr. José Loyola, uno de los viajes más completos a la historia y evolución del bolero cubano y que clama a gritos por ser reeditado.

En esta boleromanía que me define pesaron (y pesan) la radio, los discos y haber descubierto y visitado tantas veces como me fue posible el cabaré Pico Blanco del hotel Saint John antes que la desidia lo devorara; o el bar Skipy del hotel Capri donde en las tardes se reunían algunos de los fundadores del filin —son los años 80—, cantantes y compositores para dar rienda suelta a sus memorias, vivencias y hasta pasar revista a sus canciones. Allí, sentado en un rincón, de modo anónimo, todo oídos unas veces y otras con inoportunas preguntas pero siempre tomando notas, cursé la mejor de las universidades que me acercaron a esta forma de hacer y decir la canción.

Obligado era escuchar al Benny, a Pacho Alonso, a Lucho Gatica, a los Fernando Álvarez y Albuerne. Tampoco podían faltar Los Panchos y el Taicuba.

Los discos que atesoraban mis padres —aquellos de 33 o de 45 rpm— eran un variopinto resumen de estilos, orquestadores, voces y propuestas que iban desde los más populares, los que se podían considerar clásicos, hasta aquellos de cantantes que tuvieron una vida efímera en la discografía cubana.

Obligado era escuchar al Benny, a Pacho Alonso, a Lucho Gatica, a los Fernando Álvarez y Albuerne. Tampoco podían faltar Los Panchos y el Taicuba. Con la llegada de los casetes, mi mundo de acceso al bolero se amplió más. Llegaron los Orlando: Vallejo y Contreras, Blanca Rosa Gil y dos puertorriqueños de apellido Feliciano: Cheo y José (que es lo mismo, pero no es igual), así como un brasileño llamado Nelson Ned quien combinaría su voz con la de un mexicano llamado José José que se escuchaba al mismo tiempo en todas las casas de La Habana, sobre todo de esos barrios donde los hombres no sentían vergüenza de beber un trago el sábado en la mañana después de haber trabajado duro toda la semana.

Este es parte de mi acercamiento al bolero. Prometo contarles más.

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