¿En qué pienso cuando pienso en Cuba? Comencemos por esa variación, esa paráfrasis, del título de la novela de Murakami —¿De qué hablo cuando hablo de correr?— y admitamos, de entrada, o acépteseme como premisa, como confesión, que pensar en algo, en cualquier cosa, en este caso en un país, y en el país propio, ni más ni menos, no es solo pensar en eso en que se piensa o en lo que uno se propone pensar, es pensarlo, es decir, volver a empezar a crear algo, a crear eso en que se piensa, o que se piensa sin más: no de cero, sino por el medio, porque siempre se empieza por el medio, como nos dice Daniel Bensaïd.
Pero pensar algo es también, por supuesto, pensarlo en algún lugar, desde un lugar y hacia él. Por lo que, sacadas todas las cuentas, pensar algo (y en algo) es posible solo a condición de resistirse al hábito —de violentarlo— de creernos que somos un punto desgajado de alguna línea, autónomo, y que desde esa presunta autarquía podemos deslizarnos —huérfanos con ínfulas de soberano— hacia alguna línea recta, o hacia la circunferencia de algún círculo perfecto, y fundir —momentáneamente al menos— la frontera o la distancia que nos separan de los demás puntos. Pues pensamos solo cuando pensamos en que vamos a pensar, y es en ese momento inicial, milagroso, es solo en ese momento en vilo de las refundaciones, que podemos ver la imposible figura geométrica del tiempo, que no es ni línea ni círculo, ni siquiera parábola, sino suspensión momentánea, en un punto del tiempo —es decir, de su tiempo—, de su sincronía, su concurrencia, su simultaneidad. Pensar en Cuba —pensarla— es, pues, volver a verla por primera vez: Rodrigo de Triana la acaba de refundar. Que Cuba, tal vez más que ningún otro país, otro lugar, otra comunidad, otra idea —y ello se lo debemos al mejor de nosotros— es siempre dos: Cuba y su sombra en la noche bella que no deja dormir. O, quién mejor que él para haberlo sabido —y seguir sabiéndolo por nosotros, la yerba que sobre su verso, y sobre él, creció—, agonía y deber.
Entonces, Cuba no puede aparecérseme —no me puede ser, ni la puedo yo ver (¿la quiero acaso ver de otro modo?)— sino bajo la figura de esa sincronía, esa concurrencia o esa simultaneidad de sus tiempos —es decir, de su tiempo—, que es como único —en su tiempo— puedo y de hecho estoy siempre en Cuba y hacia ella, lo sepa o no, cuando, por ejemplo, escribo esto desde otra isla —otro archipiélago—: Nueva York. Estar en Cuba es ir hacia ella —regresar de ella—, pues Cuba no nos espera: nosotros la reencontramos. Pensar, entonces, en algo es pensar algo en su propio lugar —que es su tiempo—, es decir, volver a recordar dónde no se ha dejado de estar, donde no se ha dejado de estar. Lugar —es decir, tiempo— que para mí no puede ser otro que el de la Revolución —nací el 17 de febrero de 1959, en una clínica de El Vedado, y los periódicos de la mañana habían designado ya al Primer Ministro del Gobierno Revolucionario—, pues qué es la Revolución, primero que cualquier otra cosa, sino la re-unión de todos los tiempos, la entrada del tiempo en lo indiviso del lugar que ahora ese tiempo ocupa. Eso indiviso es Cuba, por fin, como conciencia de sí y para sí, es decir, de su posibilidad —que es su imagen infinita— y para ella, encarnada —la imagen de su posibilidad— en la Revolución que libera y (re)anuda. La Revolución es, entonces, una abertura, 1ro. de enero de 1959, en el tiempo indiferenciado —el tiempo cronológico— por la que el tiempo se escapa (se libera) de su in-diferencia para poder nombrarse y empezar a contar. Cuba se revela entonces —en ese momento que todavía nos extiende— como el lugar a la vez más singular y más universal de lo posible. Lo universal, se sabe, no puede exiliarse —ni ser desterrado— de su cepa sino a riesgo de convertirse en particularidad sin ala ni arraigo. Que es lo mismo que decir sin riesgo.
“Cuba se revela (…) como el lugar a la vez más singular y más universal de lo posible”.
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Imagen infinita. Pero hay que comenzar —se comienza siempre— por algún lugar, por el medio —como dice Bensaïd—, que no es centro, sino memoria. ¿Y qué es memoria sino deseo de lo real que nos hurta su rostro último, su secreto, su próximo más real, que se nos ofrece solo hasta donde lo seamos, en esa certeza siempre en ascuas, con él? Así regreso yo, una y otra vez, al camión —ruso, GAZ—, puede ser una rastra (es, seguro, una rastra), que en la carretera de la noche —en la noche diurna de la Revolución desvelada— me antecede (guagua checa Skoda, motocicleta, caballo, bicicleta, yunta de adulto con niño, yo… En Artemisa, El Pilar, en el Central Eduardo García Lavandero, en Cabañas, Central Sandino, en Sandino —metonimia que no separa, que re-(u)ne—, Andorra, Abraham Lincoln; bagazo, torre de ingenio, miel de purga, pero también vaquería, albergue, granja, cercas pintadas de blanco, vega, valla, potrero… mientras la ciudad): la cama del camión abarrotada de sacos de cemento, o de plátanos, cubiertos por una lona —la lona es el velamen de ese barco con ruedas—, o de hombres, o de sombras, cubiertos por la intemperie de la resurrección. Como si se fuesen a caer, todos, del camión, de la rastra, del vértigo con que Cuba, y su Revolución, se reinventan antes de redimirse, de nombrarse. El ruido del motor, lejos, cerca; el olor —a caña quemada y húmeda— de la luna; el azogue del pavimento —de día, como un alarido sordo—, en la brasa del calor, mi edad comprenderá, de la mano de esa pedagogía sin grados, cómo Pablo o Agustín o Francisco habrán podido ver lo que no los vio; la luna de ese espejo es el país por venir y que algún día descubriremos que ya había llegado en aquella, su mejor definición: la de las mujeres y los hombres, aquellas y aquellos cubanos, aquella Cuba, pues Cuba es (puede solo ser) sus cubanos, que eran ya lo que soñaríamos, lo que ahora soñamos que habremos de ser. Que volveremos a ser.
Alguien, otros, podrá(n) no acompañarme, no acompañarnos en este recuerdo, podrá(n) ni siquiera reconocer la geografía, la beligerancia de ese recodo, de esa noche de mañana, en esa imagen invertida del tiempo —vendremos, todos, alguna vez, de ese futuro, que es el milagro de la Revolución: haber reinaugurado el tiempo discontinuo de lo imposible—, pero es entonces —que es el único aquí, el único ahora que nos duran—, en la carretera de la noche que me antecede —en la noche diurna de la Revolución desvelada, la noche bella que no deja dormir—, donde vuelvo a comenzar, una vez más, por el medio, como la Revolución, como Cuba, como todos sus nombres hacia su nombre verdadero. Pues el viento…