El día que Eladio Secades sentenció que “cuando tenemos que mostrarle La Habana a un forastero descubrimos que estamos flojos en historia”, no podía imaginar que muchísimos años más tarde nosotros nos encontraríamos en igual situación, aunque con ligeros matices. Que existen visitantes de diferentes raleas, ya lo sabíamos. Que según la corriente ideológica de cada forastero así serán sus interrogantes, es cosa vieja. Y que existen incontables curiosidades, también. Sin embargo, no dejan de asombrarnos algunos visitantes. A las preguntas que nos hacen dedico esta estampa.
No voy a referirme a la cuestión de quienes indagan acerca de nuestro empeño en permanecer aquí —por qué, por cuánto y hasta dónde hemos decidido que la muerte nos encuentre precisamente en el país donde nacimos nosotros, nuestros padres y nuestros hijos—, porque esto se convertiría en un manifiesto y no existe nada más lejos de mi intención, habida cuenta de la jocosa y aparente superficialidad a la que aspiran mis crónicas. No es mi estilo insistir en fidelidades, ni es el terreno que habitan mis palabras, por lo cual entro de lleno en el pasmo que motivan las preguntas a las que nos someten algunos viajeros que llegan a nuestras costas.
Cambiaré nombres y alteraré el país de procedencia, no vaya a ser cosa que un día lean la columna “Hablando en plata” y se sientan burlados los protagonistas de este cuento, aunque debo señalar que todas las anécdotas son rotundamente reales. Jimena, de Estocolmo, por ejemplo, quiso que mi compañero y yo la lleváramos una mañana a las fortalezas españolas, y eso hicimos. Ante la magnificencia de lo que contemplaba comenzaron las preguntas, para las cuales nos habíamos preparado. Luego de explicar que la etapa colonial en Cuba surgió a partir de la conquista española —del siglo XV, y se consolidó en el XVIII y el XIX—, Jimena quiso saber la fecha de construcción del Castillo de la Real Fuerza. “Durante el siglo XVI —le dijimos—, entre 1589 y 1630”, tal como habíamos estudiado cuando nos pidió visitar las fortalezas. “¿Por qué había tanto interés en La Habana y en esta isla precisamente?”, preguntó. “Porque era un excelente punto estratégico para la navegación y el control militar del hemisferio occidental”, recitamos del manual que nos aprendimos. A continuación, se interesó por la muralla de La Habana. “Se construyó entre 1667 y 1740”, declamamos, mientras las tripas nos sonaban al filo del mediodía. Jimena daba muestras de contenerse mejor en cuanto a enzimas gástricas, por lo cual nos pidió recorrer otras construcciones, indagando en sus fechas de realización.
“El estudio de la noche anterior daba sus frutos, pero no había ni un platanito ni un mango a la vista”.
Así, bajo el sol de la una de la tarde, y con hambre de nigua, pisamos el Castillo de San Salvador de la Punta. “Es de 1590”, dijimos y casi haciendo muecas agregamos que los otros del siglo XVII eran el Torreón de San Lázaro y el Castillo de Santa Dorotea de la Chorrera. Realmente comprobábamos que el estudio de la noche anterior daba sus frutos, pero no había ni un platanito ni un mango a la vista. Jimena quiso ver la Chorrera, y allá fuimos, siguiendo la proverbial costumbre de ser complacientes con los extranjeros, aunque tengamos el vientre pegado al espinazo. Serían las tres de la tarde cuando la susodicha se interesó por la ocupación inglesa, de la cual quería saberlo todo. Le contamos que, según algunos historiadores, los primeros ataques piratas datan de 1537, y a continuación le hablamos del gran coraje de Pepe Antonio, a quien sí admiramos desde niños, y le contamos a la sueca que el guanabacoense peleó arduamente durante más de 40 días, ocasionándole más de 300 bajas a los ingleses, y que fue injustamente destituido por el coronel español Francisco Caro.
Jimena, a pesar de nuestros rostros desfallecidos, siguió preguntando. “¿Cuánto tiempo duró la ocupación británica?” Casi en un susurro respondimos: “Once meses, desde agosto de 1762, hasta julio de 1763”, sugiriéndole que leyera la novela Inglesa por un año, de Marta Rojas, pero ella hizo caso omiso. El puntillazo fue su intriga en saber exactamente (e insistió en saberlo con precisión matemática) cuántos invasores ingleses murieron en la contienda, y si todas las bajas se debieron a armas o a enfermedades tropicales. Yo, lo confieso, perdí al control. No existe folleto, bibliografía, referente ni manual que contenga absolutamente todos los datos, ni muchísimo menos es posible satisfacer tanta curiosidad a las cuatro de la tarde, con solo un café en el buche, de modo que ante la mirada atónita de mi esposo respondí: “Óyeme bien lo que voy a decirte, Jimena, ¿eso qué importa, por Dios santo? ¿Qué importancia puede tener un número, a su vez dividido en paludismo, fiebre amarilla, bayonetazos o cuchillazos?”. La sueca, a su vez, se molestó tanto que hasta esa jornada le servimos de guía por la ciudad más hermosa de la Mayor de las Antillas. Así es la gente de Estocolmo, supongo.
Henry, holandés él, estaba interesado en la Plaza de la Revolución. Nos lo dijo el jueves, así que estudiamos cuanto pudimos el miércoles y partimos en la tarde, después de almuerzo, no fuera a ser cosa que nos desmayáramos entre Paseo y Boyeros, y lamentamos, al igual que Secades, que el Valle de Viñales no estuviera en Belascoaín. El holandés quedó estupefacto ante el espléndido monumento al Apóstol, y no podía creer que se hubiera convocado a un concurso para elegir la mejor propuesta. Como si estuviéramos ante la maestra de tercer grado, le dijimos: “Es obra del artista Juan José Sicre (Matanzas, 1898 – Cleveland, 1974), considerado el fundador de la vanguardia escultórica cubana. Su escultura más famosa es esta, ubicada aquí, en el monumento conmemorativo de esta plaza”.
“Cuando de preguntas se trata no deben tener fin las cosas de la diplomacia”.
Acto seguido Henry quiso saber qué era antes el lugar, y le respondimos que según algunos autores, la plaza, inicialmente de 1920, es obra del urbanista francés Forestier, aunque otros investigadores apuntan que fue inaugurada durante la dictadura de Batista, y se llamó Plaza Cívica hasta 1959. Cuando ya nos íbamos, después de admirar las imágenes del Che y de Camilo, Henry, quizás para sorprendernos, nos preguntó cuánto espacio abarcaba la plaza, pero eso también lo habíamos leído, y muy ufanos, respondimos: “Unos 72 000 metros cuadrados, compañero”. Y contestó él: “Ah, pero les tengo una última curiosidad. Ustedes, que saben tanto (mi esposo me pellizcó, muy orgulloso), podrían decirme a qué hora se pone el sol hoy jueves aquí en la Plaza de la Revolución”. Fue mi compañero quien saltó esta vez: “¿Y eso qué importa, vamos a ver?”. Pero yo, acudiendo a viejas y conocidas técnicas, respondí: “A las 6:57 p.m., según estudios de ayer miércoles, que calculan, eso sí, un margen de error de 3,4 segundos más o menos. Igual que en Ámsterdam, supongo”, porque, hablando en plata, cuando de preguntas se trata no deben tener fin las cosas de la diplomacia, y no es cuestión de hacerse de nuevo el sueco, digo yo.