Qué hacer o decir este 9 de junio
3/6/2020
A Laidi
Ya a sus 22 años, Roberto Fernández Retamar había descubierto que existe un entramado sonoro entre la letra escrita y la palabra leída, por donde es posible filtrar la poesía y, también, hacer realidad la idea. Con verdadero arte de magia, esta virtud le acompañó de por vida.
Traía consigo esa gracia de colocar las cosas por escrito en el ángulo exacto desde donde cualquier contorno es capaz de definirse con la máxima nitidez, cualquier misterio acaba por revelarse, cualquier forma del conocimiento se hace amable, más allá de lo posible.
Tocados por el dulce sobresalto de cualquier primerizo, debutábamos, él como Profesor Auxiliar en la Cátedra de Español y nosotros como estudiantes, en la carrera de Filosofía y Letras de la Universidad de La Habana. La diferencia de edad era mínima entre ambas partes pero, desde el primer encuentro, su poder de entrega por medio de la palabra hablada o leída en voz alta le hacía agrandarse ante nuestros ojos. Alzábamos la vista para decirle cualquier cosa y le tratábamos de usted. Atenta a su lectura de unos versos de Garcilaso, un pasaje del Quijote o un párrafo de Unamuno, aprendí de él casi con rabia y para siempre, cómo leer de veras.
Nunca he olvidado sus rituales de aquellas tardes en el recién estrenado edificio de Zapata y G, sobre todo cuando se dirigía a la pizarra y desplegaba la caligrafía especial, inimitable, que se había inventado para las letras y los números. Quien más y quien menos en el aula trató, inútilmente, de apropiarse de aquel estilo que debió haberse originado, desde la infancia del joven, en la verdadera devoción que muchos de los nativos de la tercera década del siglo veinte adquirimos a nuestro paso por el Cristo A B C de la Cartilla, y consolidamos en el buen cuidado de poner los puntos sobre las íes, borrar sin emborronar y no salirnos de la raya. Toda una cultura donde sacarle la punta al lápiz, fijar el margen y llegar a tener una buena letra, fue una misma cosa y tuvo fuerza de ley.
Pongo en orden algunos pensamientos y me pregunto cuántos minutos tuvieron las horas de Roberto Fernández Retamar en esos casi noventa años vividos, trabajados, explorados desde su imperiosa necesidad de hallar el punto de vista esclarecedor que armaba o desarmaba la verdad en torno a cualquier tema o acontecimiento y hacía aflorar la razón de ser de cualquier cosa.
Faltando en realidad muy poco tiempo para la conmemoración de sus noventa el poeta cerró los ojos y se marchó, sin darse cuenta de que, por más que se hubiera esforzado por dejarnos todo en orden, su ausencia física nos estaría lanzando a donde nunca vamos a dar pie. En la zona del alma donde se guardan las cosas bellas que nos ha tocado vivir, un recuerdo mal colocado es una piedra atada al tobillo que —inconsolable— puede irse al fondo sin remedio y convertir cualquier episodio pasado o por venir en un pasaje inservible hacia ninguna parte, y lastimar.
Cualquier cosa es capaz de pegarse a un recuerdo. En la solapa de alguno de sus dos únicos trajes de los primeros tiempos, puedo enganchar un ramito de mi mata de nomeolvides. En cualquier ojal de su camisa de once varas con botonadura de fabricación nacional, otro ramito, por similar, se vería precioso. El gran dilema es qué hacer o decir este 9 de junio.
Ayer he visto una vez más el recital de Roberto y Silvio en La Casa y me he sorprendido repitiendo de memoria en voz alta los poemas de Retamar.